Dom
12
Abr
2009

Homilía Domingo de Pascua en la Resurrección del señor

Año litúrgico 2008 - 2009 - (Ciclo B)

Este es el día en que actuó el Señor: Sea nuestra alegría y nuestro gozo. ¡Aleluya!

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Vigilia Pascual

Algunos de mis hermanos de comunidad insisten en que nuestros primeros encuentros con Jesús no pasaron de ser enormes casualidades. Yo estoy más bien convencida de que el muy cuco fue haciéndose el encontradizo con unos y con otros y eligiendo cuidadosamente a los suyos, pero en fin... mucho me temo que nunca conseguiremos ponernos de acuerdo sobre este asunto.

De lo que no cabe ninguna duda es de que no tuvo que pasar mucho tiempo antes de que todos nos dejáramos conquistar por Jesús: por su personalidad y por su utopía. Bueno, en realidad tampoco eran dos cosas tan distintas, porque hasta sus más recónditos sentimientos y pensamientos -aquellos que nos contaba en las pocas ocasiones en que conseguíamos quedarnos a solas- tenían que ver con lo que él llamaba el Reinado de Dios. Jesús solía contarnos esa utopía en forma de parábolas, pero Santiago la ha resumido del siguiente modo: es un proyecto de fraternidad entre todas las persona humanas, porque a fin de cuentas todos somos hijos de un único Padre, el mismísimo Dios. Sí, yo también creo que es un buen resumen. Lo cierto es que, de la mano de Jesús, fuimos aprendiendo a llamar a Dios “Padre” y también a caer en la cuenta del especial cuidado y cariño que necesitan los más vapuleados por la vida.

Jesús aseguraba que el Reinado de Dios, aunque aún era pequeño, ya estaba en marcha y que nada podría detenerlo. Nosotros creímos de todo corazón esa buena noticia y ofrecimos nuestra colaboración para el crecimiento de aquella especie de grano de mostaza, como él lo llamó, ridículo de tamaño, desde luego, pero rebosante de vida.

Digo que ofrecimos nuestra colaboración, pero quede claro que ninguno de nosotros éramos lo que se dice una joya, y, de hecho, había cosas que a todos nos costaba aceptar. Me gustaría no tener que reconocerlo, pero al pan, pan: a pesar de habernos embarcado en la aventura de Jesús, sobre nosotros seguían pesando los viejos reflejos. Por ejemplo, aunque ahora me hace gracia recordar aquel día en que todos nos enzarzamos en una agria discusión sobre nuestros respectivos poderes y privilegios dentro del grupo, lo cierto es que entonces viví aquel episodio como un auténtico fracaso colectivo. Y eso es lo que era: no acabábamos de aceptar que en el proyecto de Jesús no habría dividendos. Menos mal que él demostró, una vez más, tener una paciencia a prueba de bomba. Fue esa paciencia la que nos permitió ir empapándonos de su verdad e ir intuyendo paso a paso nuevos horizontes en su forma de ser y de vivir. Llegamos incluso a convencernos de que Jesús no era un hombre cualquiera, sino un gran profeta, un enviado de Dios. En fin, que a pesar de nuestros pesares, en aquella primera época todo parecía ir viento en popa. La fama de Jesús se extendía y cada día recibíamos en el grupo caras nuevas.

Sí, la fama de Jesús se fue extendiendo a toda velocidad, pero no todo eran ventajas. Enseguida tuvimos ocasión de comprobar que, a medida que su mensaje iba siendo conocido, se despertaban todo tipo de recelos y de hostilidades entre los poderosos, sobre todo entre las autoridades religiosas de nuestro propio pueblo. Y esto nos desconcertaba por completo porque aquellos hombres eran ni más ni menos que los representantes oficiales de Dios. Así los veíamos nosotros en aquel entonces. No podía ser verdad, pero lo era: estábamos asistiendo a una especie de guerra: el Dios de la ley contra el Dios-Padre, el Dios del templo contra el Dios de la vida, del Dios oficial contra el Dios de Jesús. Lo de guerra puede parecer exagerado, pero, de hecho, el conflicto en que Jesús se vio envuelto fue pasando a mayores: primero fueron simples intentos de ridiculización de Jesús; más adelante calumnias (le llamaron borracho, loco, endemoniado); luego llegaron los planes de captura, que siempre fallaron, excepto -claro- la última vez, aquella que condujo al juicio, a la condena, a la tortura y a la ejecución.

¡Una ejecución! Hemos tenido que ver a Jesús colgado de una cruz; ejecutado por hereje, por heterodoxo, por mentiroso... por blasfemo según decía la sentencia con que el Sanedrín le acusó de haber adulterado y corrompido completamente la verdadera imagen de Dios. Nuestro desconsuelo era total y nuestra tristeza infinita. Todo sucedió deprisa y apenas tuvimos tiempo de hablar las cosas. Además, el miedo nos tenía agarrotados y prácticamente todos decidimos escondernos y dispersarnos; por no dejar sola a María, la madre de Jesús, sólo su hermana, Juan y yo, haciendo de tripas corazón, nos atrevimos a llegar hasta el final. No fue posible pararse a pensar las cosas entre todos y no seré yo quien me aventure a dar una palabra definitiva sobre los demás, pero tengo la impresión de que fuimos muchos los que entendimos que aquello era el desenlace de un fracaso estrepitoso. En la cruz yo vi -he de reconocerlo- el triunfo del Dios oficial sobre el Dios de Jesús. ¿Cómo podríamos haber desconfiado de la sentencia de aquel tribunal de hombres sabios y religiosos, cuya voz era aceptada por todo el mundo como la voz de Dios? Nuestras tradiciones, nuestras leyes, nuestras instituciones, nuestras autoridades... parecían estar demostrando el gran fraude cometido por Jesús. Parecía quedar sentado y bien sentado que la utopía de Jesús nada tenía que ver con el Reino de Dios, sino con la imaginación calenturienta de un soñador descarriado. Recuerdo el horrible estremecimiento que hace unos días me produjeron los gritos de aquel hombre que se encontraba justo detrás de nosotros, al pie de la cruz: “¿Dónde está tu Dios ahora? ¡Que venga a salvarte si tanto te quiere!”. Y el Dios de Jesús no vino. ¡Qué espantoso silencio! Allí quedaban, pendiendo en un madero, los jirones de una farsa.

Todo había sido un espejismo, un sueño... un dulce sueño, es verdad, pero un sueño al fin. Y había llegado el momento de despertar y de seguir mirando de frente la única realidad... la de nuestras tradiciones, nuestras leyes, nuestras instituciones y nuestras autoridades... la única y verdadera realidad. La realidad a secas.

Pero en esta hermosa mañana de Pascua la realidad parece haberse vuelto loca. En cierto sentido, todo ha cambiado. Sabemos que Jesús vive... así de sencillo y así de espléndido. Casi no tenemos palabras para decirlo, apenas somos capaces de balbucear el misterio, pero sabemos que Dios ha resucitado a Jesús. Sabemos que, a pesar de todas las apariencias, era Jesús quien estaba en lo cierto: no hay más Dios que el de la misericordia, el que vela sobre el débil, el enamorado de la vida. No hay más Dios que el Padre nuestro, el que a todos nos hace hermanos. ¡Y eso nos llena de alegría!

Es verdad que este mundo sigue siendo, por muchas y conocidas razones, un lugar feo, frío y triste. Pero no es menos cierto que la resurrección de Jesús descubre un mundo inédito, crea posibilidades vírgenes, estrena horizontes desconocidos. La resurrección de Jesús hace posible que se den la mano realidades que parecían destinadas a no encontrarse nunca: dolor y sonrisa, enemigo y abrazo, persecución y bienaventuranza, ofensa y perdón, morir... para vivir.

Se equivocan los que piensan que la tortura puede amedrentar al hombre libre: Jesús ha resucitado. Se equivocan los que recurren a la calumnia para silenciar al hombre veraz: Jesús ha resucitado. Se equivocan los que abusan del poder para poner cerco al hombre fraterno: Jesús ha resucitado. Se equivocan los que confían en la violencia para sepultar al hombre justo: Jesús ha resucitado. Se equivocan los que pretenden poner término a nuestra historia personal y colectiva en la noche oscura de un viernes santo: desde la luminosa mañana de pascua Dios nos llama en Jesús resucitado.

Más aún, en esta hermosa mañana hemos aprendido incluso a amar la cruz. Ahora sabemos que ella no significa el triunfo de ningún diosecillo, sino la solidaridad del Dios de Jesús con todos los abatidos. Sabemos que la gloria de Dios ya no brilla en las medallas de los poderosos, sino en la ternura de los débiles. Sabemos que los diamantes son estériles, mientras que el estiércol puede alimentar la vida.

En algo tienen razón los aguafiestas, y es que la resurrección de Jesús no nos saca de repente de este lugar feo, frío y triste en que ahora vivimos..., pero nos permite acariciar una esperanza para seguir caminando. Porque Dios es, para siempre, el Padre obstinadamente creativo capaz de transformar una tragedia en una victoria para sus hijos.

Fray Javier Martínez Real, OP
San Gerónimo - Rep. Dominicana

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Misa del Día

La “prueba de la resurrección”

La resurrección de Cristo, como la nuestra, es un dato de fe. Indemostrable con argumentos científicos. Lo más noble de la vida es indemostrable con esos argumentos: el amor de enamorados, por ejemplo, el compromiso solidario por el otro, el ansia de conocer la verdad de lo que somos y debemos ser… Todo eso responde a una opción personal. No hay argumentos, existen signos de la Resurrección.

Nosotros no veremos el sepulcro vacío, y el sudario enrollado como Juan y Pedro, signo de la resurrección del Señor. Nuestra fe se apoya sobre todo en ver cómo la certeza de la resurrección de Cristo cambió la vida de Pedro y del resto de los discípulos. Pedro, como dice la primera lectura, es capaz de predicar algo tan insólito como que el “colgado del madero” a la vista de todos, Dios lo ha resucitado, según algunos pueden atestiguar. Ese testimonio de algunos sería el testimonio de unos visionarios, si no estuvieran dispuestos a dar la vida por esa fe; si esa misma fe no les hubiera cambiado la vida a ellos.

  • La nueva vida de nosotros, “resucitados”

Pues bien, nosotros hemos continuar el compromiso de los apóstoles de ser testigos de la resurrección de Cristo, de su triunfo sobre el odio y la muerte. Seremos testigos, no sólo proclamando gozosos la resurrección de Señor, sino, y sobre todo, apostando por los bienes del cielo, los bienes que triunfaron con la resurrección de Cristo: el amor, la búsqueda de la verdad, la intimidad con Dios. Pablo nos los recuerda en la segunda lectura: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes del cielo, no los de la tierra” En la medida en que buscamos los bienes del cielo frente a la presión, que no nos abandona, de hacernos con los de la tierra, anunciamos el gozo de la Pascua, superamos la muerte, lo efímero y terreno.

Proclamamos, ya en la tierra lo que es plenitud en el cielo: el triunfo del amor sobre el odio, de la verdad sobre el error; así como la necesidad de contar con Dios frente al olvido de su presencia en nuestras vidas. Atendiendo a eso construiremos una comunidad -familiar, social, parroquial- de paz y libertad, como la que el Resucitado quiso para los suyos.

Si estamos en esa línea, la Pascua ha llegado a nosotros y podemos comunicar, no sólo desear, a los demás con razón  ¡FELICES PASCUAS! Ese es mi sincero y cordial deseo.