Los cuatro pilares

Vida común

La vida comunitaria es tan fuerte dentro de la vivencia del carisma dominicano, que en los inicios de la Orden, Santo Domingo pedía a los suyos, la promesa de vida común y obediencia. Por tanto, la vida comunitaria es de los puntos más fuertes de los seguidores de Santo Domingo.

En las primeras comunidades cristianas, lo más destacado era el testimonio de la comunión: “mirad como se aman”, por eso Santo Domingo se remonta a los primeros seguidores de Jesús, para asentar los fundamentos de su Orden en el mandato mismo del Señor: “Amaos como yo os he amado”.

Con este sentido comunitario nacimos al calor de un corazón que se curtió en la relación. Recordemos a Domingo dialogando en casa del hospedero hereje, cuyo dialogo amistoso le permitió calar sus ideas en aquel hombre cuya mente estaba obcecada por la ideología herética.

Domingo miró siempre el lado positivo de la relación, quitó prejuicios a la vida comunitaria, se lanzó a la aventura de compartir el don de la existencia con los hermanos y en esta aventura nos enroló a todos sus seguidores que hoy continuamos viendo la vida comunitaria como la mejor forma de realización personal. Todo en la vida dominicana es consensuado por el sentir de los hermanos y hermanas.

Completando el tema de la vida común, analizamos brevemente los votos:

Obediencia

Otra de las formas de promesa primitiva en la vida dominicana es la obediencia.

La obediencia nos asemeja a Cristo sometido siempre a la voluntad del Padre. Nuestra obediencia por tanto, entronca con la obediencia de Jesús a su Padre.

Nuestras Constituciones apuntan como necesidad vital, al principio de unidad que se obtiene por la obediencia. (Constituciones. Art. 2.- 17-I). Por tanto, una de las formas básicas y fundamentales de nuestra unidad, está constituida en la obediencia.

El estilo de obediencia de Jesús al Padre, nos estimula en la búsqueda constante del deseo de Dios sobre nosotros.

La obediencia dominicana se vive en un marco de sana libertad, donde el diálogo con nuestros superiores siempre se realiza en el encuentro fraterno. Esta sana libertad nos hace ser persona maduras y “responsables para cumplir activa y responsablemente aquello que se nos encomienda” (Constituciones. Art. 2.- 20- I)

Castidad

La castidad es un valor de semejanza con el Hijo de Dios. Prometemos castidad “por el reino de los cielos” siguiendo las huellas de santo Domingo (Constituciones. Art.3.- 23). La castidad nos posibilita para la amistad con Cristo y la cercanía a todos los hombres nuestros hermanos, puesto que el corazón no queda fraccionado para ser compartido sino es con Jesucristo y desde Él compartimos la existencia de todos los hombres: los gozos y las alegrías, las tristezas y las penas de toda la humanidad, tienen cabida en el corazón de quienes consagran a Dios su propio corazón.

Pobreza

“Santo Domingo exhortaba a las monjas a la pobreza voluntaria”. “Este mismo espíritu debe animarnos hoy a nosotras, manifestado en formas acomodadas a los diversos tiempos y países”. (Constituciones. Art. 4.-27).

Por nuestra profesión prometemos a Dios, no poseer nada con derecho de propiedad personal, todo está subordinado al bien común del Monasterio, de la Orden y de la Iglesia según la disposición de los superiores. (Constituciones. Art. 4. 29-I).

Como la pobreza impone a los hombres la necesidad de trabajar, la realidad del trabajo es algo también fundamental en nuestra vida, donde el testimonio colectivo de nuestro trabajo es otra de nuestras formas comunes de testimonio.

Observancia regular

 Pertenecen a la observancia regular todos los elementos que integran nuestra vida dominicana y la ordenan mediante la disciplina común. Entre estos elementos destacan, la vida común, la celebración de la liturgia y la oración privada, el cumplimiento de los votos , el estudio de la verdad sagrada, para cuyo fiel cumplimiento nos ayudan: la clausura, el silencio , el hábito, el trabajo, y las obras de penitencia.

Las leyes y las instituciones son necesarias, eso nadie lo duda, pero nosotras desde el momento en que optamos por la búsqueda y la realización común de un ideal se hace indispensable que nos pongamos de acuerdo mutuamente sobre las cuestiones esenciales exigidas por nuestra legislación, asumiéndolas libre y responsablemente todas juntas, como comunidad, para garantizar de esta manera, la comunión y la fidelidad a nuestra vocación específica en el seno de la Iglesia, de la Orden y del mundo, sin someter nuestra respuesta a vaivenes de moda o a líderes de turno.

Nuestra opción libre, en el seno de una comunidad concreta, lógicamente, nos lleva a asumir unas obligaciones y a profesar unas constituciones y regla común de vida, con la conciencia clara que lo hacemos en nombre de Jesucristo, por Él y por su Evangelio.

A partir de la comunión evangélica y solidaria que nos hermana en un estilo de vida específico y que nos compromete directamente con la misión salvadora del Hijo de Dios, Jesucristo, nuestra vida contemplativa –y en ella, nuestra alabanza y servicio- se integra en un a comunidad fraterna que, fortaleciendo los lazos de comunión encuentra eco y acogida en la gran comunidad eclesial, la cual se construye con la autenticidad de nuestra caridad creciente vivida en su seno.

La vida fraterna estimulará nuestras búsquedas interiores, y sabiendo que no estamos solas, necesitaremos contar con las hermanas, compartir la vida y la fe y para caminar juntas en la apasionante tarea de atraer a los hombre y mujeres a Dios, de manifestarles a ellos su presencia amiga, cercana y salvadora.

La clausura, el silencio, el estudio, el trabajo, la búsqueda de comunión en el régimen de vida del monasterio, etc., no son “normas ascéticas” de valor es sí mismas; sino más bien medios necesarios positivamente valorados –sujetos a periódicas revisiones a fin de redescubrir su valor más profundo- que ayudan a la consecucióndel fin que nos ha convocado , y contribuyen al dominio personal, a una mayor disponibilidad , y al bien común, con importante repercusión en el pueblo de Dios, que misteriosamente es fecundado por la Palabra y edificado por el testimonio profético de nuestra vida: anuncio de los bienes futuros.

Oración

“La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (Sacrosanctum Concilium 10). Esta definición de la liturgia explica muy bien cual es el centro de la monja dominica que se alimenta de la liturgia para llevarla a la vida y hacer de la misma una constante oración de alabanza, una oración litúrgica ininterrumpida. La liturgia, en cuanto glorificación perfecta de Dios y causa eficaz de nuestra propia santificación, alimenta y exige por diversos motivos la oración y la dimensión contemplativa de nuestra vida dominicana.

La vida de toda dominica queda envuelta totalmente por la oración litúrgica, en ella se realiza en el presente el misterio de salvación, sobre todo en la Eucaristía en la que “Cristo es comido, se renueva la memoria de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la vida futura”. “A través de la liturgia las monjas, juntamente con Cristo, glorifican a Dios por el eterno designio de su voluntad, y por la admirable disposición de su gracia interceden ante el Padre de las misericordias por toda la Iglesia y también por las necesidades y salvación de todo el mundo”. (C.M. 75) La celebración solemne de la Liturgia es, pues, el corazón de nuestra vida, cuya unidad radica principalmente en ella.

En la vida de las monjas dominicas la misa conventual es el centro de la liturgia de la comunidad. Por eso, la vida misma de una dominica es una alabanza día y noche que se alimenta y se vigoriza de un solo Pan y un mismo Cáliz y por esta “ofrenda espiritual” rogamos al Padre haga de nosotros una “ofrenda eterna” para sí.

En nuestras comunidades la celebración diaria de la Eucaristía reviste siempre carácter de solemnidad, si bien tenemos muy en cuenta las peculiaridades de las diversas celebraciones litúrgicas. Así pues la celebración solemne de la Eucaristía junto con la celebración del Oficio Divino envuelve las veinticuatro horas de cada día en nuestra vida consagrada. Es la actividad más importante, la actividad orante por excelencia de toda dominica. A este fin todos los días se dedica un tiempo, a nivel de comunidad, para preparar dichas celebraciones, procurando no dar cabida a la improvisación. Nos viene de herencia de nuestro Padre Fundador, Santo Domingo, el amor a la liturgia. Se dice de él que celebraba con gran fervor la Eucaristía y que asistiendo con los frailes al canto del Oficio Divino, los animaba e iba de un coro a otro estimulándolos en su fervor.

Dentro de la celebración del Oficio Divino, dándole prioridad a las Laudes y Vísperas, hay también un momento importante para nuestra Orden, es al finalizar el día, cuando toda la comunidad se reúne, nuevamente, para el canto de las Completas. Siempre ha tenido un carácter “especial” en la vida de todo dominico/a este momento. Es una tradición en la Orden que conservamos con delicadeza y devoción. Es el momento de llevar a Dios toda la creación, toda la humanidad, toda la Iglesia que se recoge y reposa en las manos del Padre. Momento también de ponernos a los pies de la Madre de Dios e invocar su protección.Queda así envuelta toda nuestra vida en una única experiencia litúrgica que se convierte en alabanza a Dios-Trinidad.

Trabajo

En la vida contemplativa oración y trabajo van a la par. Así, en el horario de cualquier monasterio nos encontramos con el mismo número de horas que se dedican a estos dos quehaceres, siendo aproximadamente de unas seis horas para la oración y otras tantas para el trabajo, distribuyéndose la oración a lo largo de toda la jornada, desde el amanecer hasta la hora de Completas y el trabajo en jornada de mañana y tarde. Se puede decir que el lema benedictino Ora et Labora se vive en todas las órdenes religiosas.

Pero el trabajo en una comunidad monástica no es una carga, sino una respuesta a la consagración, es un medio de equilibrio para conservar la salud de alma y cuerpo y de esta manera cooperamos a la obra del Redentor.

Todo trabajo es una forma de ascesis por su dificultad, por la constancia y la habilidad que requiere y el provecho que reporta, pues favorece la armonía interior de toda la persona. Es también una forma de pobreza y que promueve el bien común en el monasterio, ya que favorece la caridad entre las hermanas. También supone una solidaridad con la suerte de todos los hombres, especialmente de los más pobres, aunque nunca hay que perder de vista que en nuestro caso, el trabajo está subordinado a la oración. Por este motivo, no se ha de imponer un trabajo excesivamente pesado a las hermanas y que les produzca tensión.

Una de los números de nuestras Constituciones dice: “Brillen por la calidad y la perfección los trabajos de las monjas”. Aunque no lo dijera, es seguro que el trabajo realizado estaría bien hecho. Nuestro trabajo es continuación de nuestra oración, se complementan, y por este motivo el trabajo es también oración. Pudiéndose puede apreciar la belleza de tantas labores hechas por contemplativos.

Hoy quizá también han llegado a nuestros monasterio la impaciencia y la prisa, el querer ganar tiempo para todo. Comidas rápidas, productos milagrosos que limpian sin ningún esfuerzo, aparatos que nos hacen la vida más cómoda y al mismo tiempo nos hacen ganar tiempo para otras actividades, etc. Muchos son los que llaman a nuestros tornos ofreciéndonos la panacea maravillosa que nos aliviará el penoso trabajo. Caemos en el error del consumismo y luego llegamos a la conclusión que el trabajo nos libera, nos engrandece y sobre todo nos ayuda en nuestras relaciones interpersonales, no solo ya con los miembros de nuestra comunidad, sino del entorno donde vivimos. Entonces es cuando observamos situaciones pasadas en las que este tiempo tan precioso ahora, no existía. No había prisas y si había que bordar algo, se hacía a la perfección, si había que hacer una gran limpieza, solo se utilizaba agua y manos. Se trabajaba para Dios. También es cierto que no se comía entonces del trabajo realizado, pues era otra forma de vida en la que el convento se sustentaba de las rentas que tenía. Son dos concepciones distintas, pero ambas válidas. Ahora somos más conscientes de nuestra misión al lado de los pobres, entonces todo trabajo era una alabanza continua. Aún así, siguen brillando por su perfección los trabajos monásticos. Es algo que se vive y sale del interior. El trabajo es una respuesta de amor a Dios. Es ser en todo momento y en toda situación de Dios.

Entonces viene la cuestión de que si el trabajo es un don o un castigo. Según el libro del Genésis es lo segundo y que nos vino por el pecado original de Adán y Eva. Pero todo trabajo hecho con amor, con entrega, con ilusión cambia la situación penosa que puede suponer para nosotros. Aquí entra también la fe y ver que no vivimos para estos momentos solos, sino que nuestra vida es una escala pequeña en este mundo y que luego llegaremos al cielo nuevo y la tierra nueva que nos promete el libro del Apocalipsis. Incluso el mismo Jesús trabajó en el oficio de carpintero y de esta manera dignificó el trabajo, haciendo de éste un medio para nuestra vida, pero nunca un fin.

Cuando era niña oí una historia curiosa en un sermón y que yo pensé entonces que era una parábola del Evangelio. Se trataba de una señora que decidió contabilizar las obras buenas que hacía a lo largo de un año. Cada vez metía una bola en un saco por cada día de su trabajo, de su apostolado, de sus obras de caridad, etc. Al cabo del año abrió el saco y solo encontró una bola. Se puso a pensar el por qué de este resultado y se acordó de que una vez había atendido a un pobre haciéndolo por compasión hacia esa persona y por amor a Dios. Se dio cuenta de que todo el trabajo que hacía era que todos vieran lo buena que era, lo bien que lo hacía todo, pero no lo hacía por amor a Dios. Su trabajo no tenía sentido. Así, como diría san Pablo, lo que hacemos nosotras como monjas, lo hacemos con toda el alma, como para servir a Dios.

Hay jornadas agotadoras dentro de un convento, pero siempre llegan las siete de la tarde y allí todo queda parado para la mañana siguiente y es Dios el que ocupa nuestra mente y nuestro corazón. Ya no hay agobios, solo el canto de Vísperas, el rezo del Rosario y la Oración personal. El trabajo nos ha ayudado a lo largo del día para preparar este momento privilegiado de encuentro con el Señor. Así, nuestro trabajo es un trabajo humanizante, redentor, solidario. Nosotros no tenemos una familia en la que gastar los ratos de ocio que deja el trabajo, nuestra familia es mucho más extensa y por lo tanto entra en nuestra relación con Dios. Nuestro trabajo y oración van unidos inseparablemente y forman un todo.