Dom
10
May
2009

Homilía Quinto Domingo de Pascua

Año litúrgico 2008 - 2009 - (Ciclo B)

Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos.

Introducción

En el evangelio de este domingo del tiempo pascual destaca la reiteración constante del verbo “permanecer”, que aparece ocho veces, conjugado en distintos tiempos y personas.

Quizás, esta palabra tiene para nosotros una connotación de estabilidad e inmutabilidad que dista mucho de ser la tónica general de la vida que vivimos. Podemos amanecer en un continente y encontrarnos por la noche en el extremo contrario del mundo. Pero hay cambios mucho más profundos que los producidos por variar de lugar físico. Son las transformaciones que nos afectan a niveles más hondos: el encuentro con universos culturales y religiosos muy distintos, desarraigos que conllevan una sacudida y, a veces, pérdida de referencias estables, evoluciones personales que modifican la orientación vital….

Sabemos que el permanecer del que habla Jesús en el discurso de despedida, no significa en modo alguno perdurar como lo hace una estatua o un monolito. Por el contrario, la palabra, repetida como una cantinela a lo largo del texto, tiene un carácter dinámico y activo que exige a las personas o comunidades creyentes, en muchas ocasiones, grandes dosis de perseverancia, continuidad, constancia y resistencia.

Así lo reflejan también las otras lecturas de este día. San Pablo hizo muy pronto la experiencia del costo que supuso para él ser fiel a la llamada de Jesús en el camino de Damasco. La llegada a esa ciudad, igual que la de Jerusalén, no tiene nada de entrada triunfal, sino de camino de cruz como el del Señor al que perseguía. Los “suyos” de antes, los judíos, desean su muerte y los discípulos del Resucitado sospechan de él y le temen. Las primeras comunidades cristianas, según el mismo relato de los Hechos de los Apóstoles, se edificaban y progresaban en el temor del Señor.

La segunda lectura insiste en el significado dinámico del permanecer en los escritos de san Juan. El mandamiento de Dios es creer en su Hijo y amarnos unos a otros. Ambas cosas, creer y amar, implican cambios y, a veces, muy profundos. Y añade que “conoceremos que Dios permanece en nosotros por el Espíritu que nos dio”. Y si hay alguna actuación propia del Espíritu es la de transformarnos y convertirnos para arraigarnos de verdad en Dios.