Mié
8
Dic
2021

Homilía La Inmaculada Concepción

Año litúrgico 2021 - 2022 - (Ciclo C)

No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios

Pautas para la homilía de hoy


Evangelio de hoy en audio

Reflexión del Evangelio de hoy

En la historia de la espiritualidad mariana, entre los acontecimientos más fascinantes destaca el proceso que desembocó en la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. En dicho proceso, un hecho muy importante fue el surgimiento de la devoción a María en el siglo XII, en tiempos de la espiritualidad románica. Por entonces, el pueblo fiel tenía un respeto reverencial por la «Theotokos», es decir, la Madre de Dios, pues desde el siglo V a María se la representaba como si fuese una reina madre, sentada muy seria y erguida en un trono, con su Hijo en las rodillas.

Este cambio fue provocado por el surgimiento de la devoción a «Nuestra Señora», título creado por un monje cisterciense: san Bernardo de Claraval, que fue quien –en la primera mitad del siglo XII– empezó a proclamar en sus homilías que María, más que una solemne reina, es una tierna Madre y, como tal, es «Nuestra Señora». Esto, obviamente, llenaba de amor mariano el corazón de los que le escuchaban. San Bernardo también predicaba sobre el Jesús humano –y divino– de los Evangelios, que murió por nosotros en la Cruz. De ese modo, este santo monje sembró el germen de la espiritualidad gótica.

Pues bien, justo en esta época comenzó a tomar fuerza en ciertas zonas la devoción a la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Pero, curiosamente, quien más se opuso a dicha devoción fue el propio san Bernardo, que era un gran teólogo (y es Doctor de la Iglesia), pues, si bien afirmaba que María –por gracia divina– no había cometido ningún pecado, negaba que fuese Inmaculada, ya que según su parecer, no había nada en la Biblia que indicase que no hubiese nacido sin pecado original.

Además de san Bernardo, hubo otros grandes teólogos que también rechazaron teológicamente la Inmaculada Concepción. Entre ellos destaca un dominico del siglo XIII: santo Tomás de Aquino, que era un gran devoto de la Virgen y un eminente teólogo escolástico (y es Doctor de la Iglesia). Este fraile afirmaba que Jesús redimió a su Madre del pecado original justo después de su nacimiento, pero no antes. Y, como san Bernardo, santo Tomás creía firmemente que María –por gracia divina– no había pecado nunca.

Por fortuna, poco después hubo un teólogo franciscano, el beato Duns Escoto, que mostró una forma de apoyar teológicamente la devoción a la Inmaculada Concepción, y dicha formulación «inmaculista» fue bien acogida por una parte de la Iglesia, posicionándose así frente al pensamiento «maculista» de santo Tomás.

El hecho es que la teoría de la Inmaculada Concepción generó una larga lucha teológica entre «maculistas» e «inmaculistas» que parecía que nunca se iba a acabar y provocaba cierta división en el seno de la Iglesia. Por ello, en el siglo XIX la Santa Sede decidió tomar cartas en el asunto y, tras consultar al colegio episcopal –formado por todos los obispos–, el día 8 de diciembre de 1854 el Papa Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción, afirmando que la Virgen María fue preservada de toda mancha de pecado, incluido el pecado original. La clave está en el motivo por el cual el colegio episcopal lo apoyó, pues, además de tener en cuenta el postulado del beato Duns Escoto, los obispos sobre todo prestaron atención al pueblo fiel, constatando que una buena parte de él creía firmemente que la Virgen es Inmaculada.

Aquí surge una importante pregunta. Ya que la mayoría del pueblo fiel no tiene grandes conocimientos de teología, ¿de dónde procede esa creencia tan profunda en la Inmaculada Concepción? Esto tiene una evidente respuesta espiritual: la absoluta pureza de María la experimentamos cuando, con devoción, le pedimos que interceda por nosotros ante su Hijo; la vivimos cuando, junto a ella, oramos a Dios; y la percibimos cuando, llenos de fe, contemplamos una imagen de María.

En efecto, al pedirle a ella de todo corazón que interceda por nosotros ante Dios o al contemplar una imagen suya, en ese momento sentimos en nuestro interior, con gran claridad, que María es purísima. También lo sentimos al rezar junto a ella, con fe y devoción, el santo Rosario. En ese momento, podemos experimentar como nuestro corazón se pone en sintonía con el inmaculado corazón de María y sentimos cómo ella nos transmite su pureza, sanándonos por dentro. Es algo que muchos de nosotros hemos notado interiormente. Por eso no tenemos duda de que la Virgen María fue preservada de toda mancha de pecado. Aunque quizás no lleguemos a comprenderlo teológicamente, nuestro corazón lo ha experimentado con la misma claridad con la que nuestros ojos pueden ver la luz del sol. Esa es la clave del dogma que hoy estamos celebrando.

Pues bien, el tiempo de Adviento es muy propicio para meditar sobre la Inmaculada Concepción. Todavía sigue siendo costumbre en muchas parroquias, conventos y hogares comenzar hoy a poner el belén. Salimos al campo a recoger musgo, piñas, arena y ramitas. O vamos a comprar alguna figurita a un mercado navideño. O despejamos la mesa donde queremos poner el belén y hacemos otros preparativos. Y durante unos días vamos montando con mucha ilusión el belén, poniendo en ello lo mejor de nosotros mismos.

Ciertamente, cuando ponemos el belén con devoción, intentando plasmar en él nuestra fe, hacemos todo lo posible para que éste sea bello y puro. Los creyentes actuamos así porque, dado que nuestro corazón ha experimentado la belleza, la pureza y el amor del Niño Jesús y de su Madre, sentimos inconscientemente la necesidad de expresarlo en el belén. Y así, poner el belén pasa a ser un gratificante ejercicio espiritual. Y podemos compartir esta experiencia con nuestra familia, con nuestra comunidad o con otros miembros de nuestra parroquia.

Acabado el Adviento, durante el tiempo de Navidad, les invito a hacer otro sencillo ejercicio espiritual: contemplen pausadamente belenes que han sido hechos con fe y devoción, y mediten íntimamente qué les transmiten. Les aseguro que, en el fondo de su alma, experimentarán la belleza, la pureza y el amor del Niño Jesús y de su Madre, y sentirán una profunda consolación espiritual.

Así es, la Virgen María es inmaculadamente pura, y con suma generosidad nos transmite su pureza cuando oramos junto a ella, cuando le pedimos que interceda por nosotros o cuando contemplamos con fe una imagen suya, o un sencillo belén. Esto es lo que hoy, con mucha razón, y con mucha devoción, la Iglesia festeja.