Vie
1
Ene
2021

Homilía Santa María, Madre de Dios

Conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón

Pautas para la homilía de hoy


Evangelio de hoy en audio

Reflexión del Evangelio de hoy

El Dios de toda bendición

Qué seguridad nos da comenzar el año escuchando esta lectura del libro de los Números, donde aparece la fórmula de bendición que Dios enseña a Moisés. Es la “bendición sacerdotal” con la que Aarón y sus hijos han de bendecir al pueblo de Israel en nombre de Dios, siempre cerca de los suyos. Esta bendición es todo un compromiso divino de cercanía y providencia, de bendición y protección, iluminando su Rostro sobre nosotros, concediéndonos su favor y su paz porque se fija en nosotros. Y todo servido personalmente: “sobre ti, en ti”.  Invoquemos con fe el Nombre de Dios, como lo hacía Israel, empezando el año con buen pie en la tierra firme del amor de Dios y del amor a Dios.

Ilumine su Rostro

El Salmo 66, Responsorial de la liturgia de hoy, sigue insistiendo en el hecho de que Dios “ilumine su Rostro sobre nosotros”. Dios en Cristo ha hecho brillar su Rostro sobre nosotros. Dios en Cristo brilla en medio de nuestra carne para destruir nuestras oscuridades. Es la verdadera bendición de Dios sobre nosotros como fruto de su piedad para con el mundo. Esta noticia maravillosa debe ser conocida: “conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación... que canten de alegría las naciones…que te alaben los pueblos…que lo teman hasta los confines del orbe”. Ese temor es reconocimiento, gozoso estremecimiento ante la maravillosa luz con la que Dios se manifiesta. Una luz poderosa que trae a nuestro mundo “justicia y rectitud”: todo se recompone, todo se endereza, se equilibra, vuelve a su “orden” primordial. Nuestro “caos” vuelve a convertirse en “cosmos” (orden) por efecto de tan admirable Luz.

Tiempo del cumplimiento

Pablo recapitula, con estas hermosas palabras de su carta a los Gálatas, el misterio de nuestra redención. Hemos llegado al tiempo del cumplimiento de las promesas antiguas: la “plenitud de los tiempos”. No existe tiempo más pleno que el que es testigo de la prometida acción salvadora de Dios. En el misterio de su Hijo “nacido de una Mujer”, es decir, en nuestra carne para salvarla, y nacido “bajo la Ley” inaugurando el tiempo de la gracia, Dios nos ha hecho sus hijos de adopción enviándonos el mismo Espíritu de su Hijo “que clama Abba”. Tenemos por gracia la misma experiencia de Dios que tiene Jesús. Ahora conocemos más a Dios y lo que quiere ser para nosotros. Gracias al misterio de la maternidad divina de María, Dios nos ha hecho partícipes en la filiación de su Hijo al modo de adopción. En nuestro desvalimiento, en medio de nuestra prodigalidad, ha tenido inmensa misericordia de nosotros. En Cristo nos perdona, nos hace “hijos” y “herederos” como el Hijo.  Por este nacimiento salvador de Cristo dejaremos de ser esclavos y llegaremos a ser “hijos” libres. Esa ha sido su amorosa voluntad.

En el corazón de María

El evangelio que proclamamos en esta Solemnidad es la continuación de aquel de la Misa de Nochebuena. Así se nos da a entender la unidad que existe entre estas dos fiestas: la Navidad y su Octava. Entonces, a los pastores se les anunció el nacimiento del Salvador: “Hoy en la ciudad de David os ha nacido el Salvador”, y ahora estos pastores van a comprobarlo. El ángel les había “evangelizado”, les había anunciado una Buena Noticia. Efectivamente, ellos comprueban en Belén la veracidad del anuncio celeste: “encontraron a María y a José y al Niño acostado en el pesebre”. Se admiran y cuentan. Comienza la fe. María, por su parte, “guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón”. María, la Madre, está viviendo la Navidad. La Navidad acontece en el corazón de aquel que tiene ojos grandes para admirar y dejarse seducir a la vez por tan humilde y sublime misterio. María interioriza este Misterio inefable y lo tamiza a la luz de Dios que habla en el corazón, verdadero pesebre, donde el Emmanuel quiere encontrar sitio y recostarse, quedarse. En María, la Virgen contemplativa, está la clave para vivir la Navidad como misterio permanente en nuestra vida. Los pastores han “visto y oído”, son los sentidos de la fe, y por tanto no les queda otra cosa que “evangelizar”, “proclamar”, convirtiéndose ellos ahora en “ángeles”, enviados para comunicar un mensaje de salvación a todo el que se cruce con ellos.

El evangelio termina señalando el hecho trascendental que acontecía en las casas hebreas a los ocho días del nacimiento de un niño: su circuncisión, el signo de pertenencia al pueblo de Israel, y la imposición del nombre que determinaría la misión de la criatura durante toda su vida. Siguiendo las indicaciones dadas por el ángel, el Niño es llamado “Jesús”: “Dios salva, Salvador”. Esa será su misión, para eso “ha puesto su tienda entre nosotros”.