Lun
25
Dic
2017

Homilía Natividad del Señor

Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Misa de medianoche

La noche no interrumpe tu historia con el hombre;

la noche es tiempo de salvación.

Liturgia de las Horas, Himno del Martes de la II Semana.

La noche, símbolo de la oscuridad, de las sombras, de la amenaza, de lo desconocido, de las fuerzas invisibles, del mal… La noche que compendia en sí todos los temores, los miedos del hombre… esa noche es, ahora, tiempo de salvación.

Si la noche es proclamada tiempo de salvación, la noche se convierte en tiempo de esperanza: la noche no es el fin de nada, si el hombre aprende a comprender la noche como el tránsito necesario hacia la luz del nuevo día: el que la noche es el paso, es la Pascua, la Pascua del Señor, el paso de Dios que salva. La noche es momento privilegiado de la presencia de Dios, de la acción de Dios en favor de los hombres. Una acción que tiene lugar en la oscuridad, en lo oculto, ajeno a las miradas de lo hombre, acción invisible a los ojos humanos (“sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”- nos recordará el Principito de Saint Exupery), pues pertenece al misterio: es misterio, misterio de salvación. En el silencio de la noche, Dios urde su plan de salvación para los hombres, en el silencio de la noche, en la oscuridad del seno materno, la salvación del hombre se gesta en su misma carne. El hombre salvado por el hombre.

La noche es el paso del Señor. Así lo han comprendido los autores de los libros bíblicos. La medianoche, la oscuridad más densa, apuntando ya al nuevo día, es el momento, el clímax, la expresión misma del misterio, Dios mismo tocando el mundo («Así dice Yaveh: hacia media noche pasaré yo a  través de Egipto [Ex 1,4]).

Dios mismo tocando el mundo, ¿cabe esperar experiencia más sublime? Sublime porque es a la vez lo más terrible para el hombre (aquel israelita que no soporta la visión, ni aún la voz de Dios, aún todavía menos su contacto, porque teme que si ve, oye, o toca, morirá) y lo más excelso y bello, siendo la misma luz que permite ver  y descubrir la grandeza de la Creación, pero que, además, la crea y recrea, siendo el mismo hombre la cumbre de la Creación.

Experiencia – misterio – en que el hombre se siente tocado en su carne y no muere, sino que renace; experiencia – misterio – de renacer a la luz que le permite ver sin morir, que le permite ver la grandeza de su propio ser al descubrir en su misma carne la divinidad; experiencia – misterio – de escuchar al fin la Palabra, vuelta ahora palabra humana que manifiesta que la gloria de Dios en medio de los hombres está en la debilidad de la carne. El temor al misterio, el temor a Dios, el temor a verlo, el temor a escucharlo, el temor a tocarlo, desaparece al ver, escuchar y tocar a Dios mismo en su misma carne. (¡No temáis!)

El misterio de la Humanidad de Dios es el misterio del hombre, misterio desvelado en la noche vuelta luz (les envolvió la claridad de la gloria del Señor); misterio proclamado en la noche cuando aquel terrible alarido (Y se elevará en todo el país de Egipto un alarido tan grande como  nunca lo hubo, ni lo habrá [Ex 11,6]) se vuelve cántico de alabanza (¡Gloria a Dios en el cielos y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor!).

La noche no interrumpe tu historia con el hombre. La noche recrea tu historia con el hombre; la noche recrea la historia del hombre; la noche recrea al hombre; la noche es el comienzo de una nueva historia de los hombres, es el comienzo de una nueva historia de Dios con los hombres.

Misa del día

Ahora, en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo.

Una palabra. Una palabra pronunciada ante la Nada: “Hágase”. Una palabra: una voluntad. Y todo fue.

Una palabra. Una palabra humana. Una palabra humana pronunciada ante el Todo: “Hágase en mí”. Una palabra humana: una voluntad humana. Y todo ha sido hecho nuevo.

Al principio, todo fue hecho y todo fue hecho para el hombre, pero sin el hombre, sin contar con el hombre. Ahora, la voluntad del hombre cuenta: la voluntad del hombre tiene poder creador.

¿Hay, pues, dos palabras? No, sino una sola y única Palabra, pero una Palabra que se ha hecho carne. Ahora la Creación ha entrado en su última y definitiva etapa, pues no estaba acabada: la Palabra creadora que había de crearlo todo no podía escapar de su misma acción creadora y se ha recreado a sí misma a su imagen y semejanza. Y ha encontrado el modelo en el mismo hombre creado, espejo de la divinidad, donde ahora se mira; Él que no ha sido visto por nadie, se mira en el espejo de aquel hecho igual en todo al hombre menos en el pecado. Y nada de ello podía hacerse sin la voluntad del hombre pronunciada en aquel sí a la vez histórico y cósmico que posibilita el que todo llegue a su plenitud. Con toda propiedad puede, pues, autoproclamarse aquella Palabra como el Hijo del Hombre, pues en verdad lo es.

Y así como la voluntad creadora de Dios, afecta al mismo Dios, también la voluntad pronunciada del hombre ha de afectar al mismo hombre, aunque no todos se reconozcan en esa voluntad.

A cuantos le recibieron les da el poder de ser hijos de Dios, si creen en su nombre.

¿Qué poder es este?

Poner nombre es expresión de potestad sobre aquello que se nombra. En los textos bíblicos buena cuenta se nos da de esto. Poner nombre a algo es casi lo mismo que darle existencia o nuevo estatus. Es llamarlo a una nueva existencia conforme al significado del nombre puesto. Y eso es potestad del mismo Dios, quien, pronunciando un nombre, llama a la criatura a la existencia; también, y especialmente al hombre. Y no duda en cambiar el nombre a quienes unge con su palabra, con su bendición, para la misión: desde Adán, Abraham, Moisés, los profetas… Jesucristo. La Palabra creadora crea y recrea nombrando las cosas.

Pero esa potestad de pronunciar el nombre también lo ha depositado en el hombre desde el comienzo, haciéndole nombrar a los animales, a las plantas,…. a toda la creación, en fin, dándoles significado y sentido y afirmado su dominio sobre la creación.

Poner nombre es dar sentido a las cosas, darle significado, comprenderlo y aprehenderlo. Es reconocerlo.

Pero el nombre, no sólo dice acerca de lo nombrado, sino también de aquel que nombra, por la relación que surge con lo nombrado. Poner nombre afecta a lo nombrado, pero a la vez también al que nombra. Por ello, la Palabra creadora, que crea y recrea nombrando las cosas, se ve afectada por su misma acción. Por ello, el hombre que dice un nombre se ve afectado en sí mismo en su nombrar; al poner nombre, dice acerca de quién es él.

Poner nombre es un gran poder; también una gran responsabilidad.

Mesías, Hijo de David, Hijo del Hombre, El Siervo del Señor, El Profeta Escatológico, Maestro, Cristo, El Señor, El Sumo Sacerdote, El Verbo, El Hijo de Dios… muchos son los nombres con que el hombre ha nombrado a aquel Jesús, hijo de María, nacido en aquel pequeño pueblo de Nazaret. Todos ellos dan un sentido, un significado a quien nombran. Todos ellos reconocen algo de él en él; pero sobre todo, pronunciarlos implica y afecta al que los pronuncia. Nombrar a Jesús de Nazaret así ha cambiado a la humanidad; pero ninguno ha transformado tanto al hombre como llamarlo Hijo de Dios. Llamar a Jesús Hijo de Dios ha creado una nueva relación entre Dios y el hombre y ha recreado al hombre mismo, a aquel que le reconoce como tal para nombrarle así. Pues en la acción de reconocerle a él como Hijo de Dios, el hombre se reconoce a sí mismo. Reconociéndole, llamándole Hijo de Dios, el hombre se reconoce a sí mismo, carne de la misma carne, como hijo de Dios.

Una palabra pronunciada. Una palabra pronunciada ante una cruz. Una palabra: un nombre. Un nombre: una palabra que cambia el mundo: “Verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios”