Jue
19
Mar
2009

Evangelio del día

Tercera Semana de Cuaresma

Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo

San José

San José

José ha pasado en silencio por las páginas evangélicas. Es sólo —y nada menos— un creyente que presta atención al Dios que se le muestra en los sueños, que se admira ante la presencia del misterio en su hijo. José es el hombre de la escucha y del silencio.

Esposo de la Santísima Virgen María,
patrono de la Iglesia universal
y de los seminarios
Nazaret, siglos I a.C.-I d.C.


En la solemnidad de San José, la liturgia de las horas nos ofrece un sermón de San Bernardino de Siena, en el cual se presenta al carpintero de Nazaret como una especie de eje entre los dos testamentos: José viene a ser el broche del Antiguo Testamento, broche' en el que fructifica la promesa hecha a los patriarcas y los profetas. Sólo él poseyó de una manera corporal lo que para ellos había sido mera promesa».

José pertenecía al linaje de David (Mt 1, 20; Lc 1, 27 y 2, 4). Las tradiciones evangélicas discrepan al darnos el nombre de su padre, bien porque apelen a la ley del levirato, bien porque una de ellas se refiera al abuelo. Era hijo de Jacob (Mt 1, 15-16) o de Leví (Lc 3, 24). Para los cristianos no es más que un anillo en las listas genealógicas.

José es el hombre de la escucha y del silencio. Es el que, en los sueños, descubre el proyecto de Dios, como lo había hecho el patriarca José, vendido por sus hermanos (Gn 37, 6-9).

José es el creyente que, al cumplir la Ley del Señor, descubre la llegada del tiempo del Espíritu de Dios. José es el padre que, al buscar a su hijo perdido, descubre el misterio de la paternidad de Dios.

El hijo del carpintero

[…] Después del viaje a Jerusalén en el que Jesús se manifestó a los doctores de su pueblo, toda la familia volvió a Nazaret. Continúa el silencio. El texto evangélico resume aquellos años en una escueta observación: «Jesús vivía sujeto a ellos. Progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres», (Lc 2, 52). Si María guardaba todas estas cosas en su corazón, es de suponer que también José meditara en su interior los acontecimientos, ordinarios y silenciosos, que se desarrollaban ante sus ojos.

José de Nazaret es calificado por los Evangelios como un tecton, un artesano de la madera. Era un carpintero e hizo de Jesús un carpintero, como sabemos por los comentarios que la gente le dedica cuando, ya adulto, vuelve a la aldea de su infancia: «,¿No es éste el carpintero, el hijo de María?» (Mc 6, 3).

Otra tradición evangélica recuerda estos detalles de la familia al presentar la misión profética de Jesús «Al comenzar su vida pública tenía unos treinta años, y era según se creía hijo de José» (Lc. 3, 23). A continuación, Lucas incluye la genealogía ascendente de Jesús.

Sus orígenes y actividad son también evocados en la presentación que de él hace Felipe a Natanael: «Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús, el hijo de José, el de Nazaret» (Jn 1, 45). Esas palabras nos han parecido siempre una primera confesión de la fe cristiana. La búsqueda de los hombres, tema característico del Antiguo Testamento, termina en Jesús. Él es el anunciado por la Ley y los profetas. Pero el esperado no es un ser evanescente, tiene raíces personales y locales. Ante las desviaciones, demasiado espiritualistas, de algunos cristianos de los primeros tiempos era preciso afirmar la realidad encarnada del Verbo de Dios. Y entre otros procedimientos, el evangelista apela también al de su filiación y al de su lugar de origen. Creer en el Verbo de Dios exige identificarlo con el hijo de José de Nazaret.

José era considerado corno una prueba de la humanidad del que se proclamaba Camino, Verdad y Vida. Nazaret se convertía así en una especie de «lugar teológico».

Estos orígenes no fueron olvidados por el Maestro. Jesús volvió un día a su tierra y a su aldea. Enseñaba el sábado en su sinagoga, de tal manera que sus vecinos decían maravillados: «¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Jacob, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no están todas entre nosotros? Entonces, ¿de dónde le viene todo esto? Y se escandalizaban a causa de él. Mas Jesús les dijo: "Un profeta sólo en su tierra y en su casa carece de prestigio". Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su falta de fe» (Mt 13, 54-58).

El estilo de las escandalizadas admiraciones nos hace suponer que seguramente José no vivía ya por entonces. Pero su paternidad seguía siendo una referencia obligada para Jesús. Y un escándalo. Ya no por el modo de su nacimiento, sino por la imposibilidad aparente de que el hijo del artesano pudiera presentarse como un profeta, como tal profeta. Los hermanos y hermanas de Jesús pueden muy bien ser parientes cercanos, miembros de la familia amplia con la que Jesús había trans-currido su niñez.

José ha pasado en silencio por las páginas evangélicas. Es sólo —y nada menos— un creyente que presta atención al Dios que se le muestra en los sueños, que se admira ante la presencia del misterio en su hijo, que pasa a su hijo la herencia mesiánica de David y la raíz de humanidad que él ha querido abrazar para siempre, ¿Qué sentido podrían tener sus palabras ante aquel que era la Palabra hecha carne en su propio hogar?

Jose-Román Flecha Andrés.

Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.