Vie
24
Jun
2016
Quedaos con Él y no conmigo.

Natividad de San Juan Bautista

Natividad de San Juan Bautista

La fiesta del nacimiento de Juan el Bautista coincide, más o menos, con el solsticio de verano. Muchas tradiciones y muchos ritos anteriores al cristianismo parecen darse cita para celebrar en este día el gozo de la luz y la fuerza y exhuberancia de la vida. La fe cristiana ha sustituido esas celebraciones paganas con el recuerdo de aquel que anunc

Anunciación a Zacarías

Juan nace de un matrimonio anciano, que sin duda había anhelado siempre el don imposible de un hijo. Ésa es su familia. La esposa, descendiente de Aarón, se llama Isabel y se dedica a sus labores del hogar. Isabel es estéril, como tantas mujeres que habían dado vida a los grandes héroes de Israel. Su esterilidad subraya, como antaño, la presencia poderosa de Dios que cambia el rumbo de la historia cuando quiere. Así que Isabel vive la alegría de una maternidad inesperada. Y el nacimiento de un niño que es causa de sorpresa para todos. […]

El nacimiento del niño está rodeado por un halo de misterio. Su padre está un día en el templo, ejerciendo el servicio sacerdotal, tal como le correspondía por turno a su grupo. Entra en el santuario a ofrecer el incienso y se encuentra con el ángel del Señor. Entra a cumplir el rito y se encuentra con el mismísimo Dios de las promesas. El temor y el gozo se suceden en el breve diálogo inicial. El ángel del Señor anuncia el nacimiento de un hijo, al que el sacerdote habrá de poner el nombre de Juan.

El sorprendido sacerdote no puede creer lo que oye. Su edad y la de su esposa son un inconveniente aparentemente insuperable. El ángel le anuncia una mudez que es al mismo tiempo un signo de la veracidad de sus palabras, un castigo transitorio por la increencia de Zacarías y, sobre todo, una señal de que la promesa se habrá de cumplir a su tiempo (Lc. 1, 19-20). Y la promesa se cumple, en efecto. Pocos días después, los esposos se dan cuenta de que Isabel espera un hijo. Es más, esa nueva vida es también la señal para su pariente María, que en la distancia, recibe seis meses después el mensaje de su propia sorprendente maternidad.

María se pone en camino para visitar a su pariente Isabel. Recorre las montañas de Judea haciendo suyos los caminos por los que en otro tiempo había pasado el arca de la alianza del Señor. Al encuentro de aquellas dos madres, el hijo de Isabel salta de gozo en el seno de Isabel (Le 1, 44). Sin duda, el evangelista ha querido preanunciar la que ha de ser su misión. Él habrá de reconocer la presencia del Mesías que llega a su pueblo, trayendo la salvación, la paz y la alegría para todos.

El nacimiento del Profeta

Se cumplieron los tiempos y nació el niño anunciado por el ángel. El Evangelio subraya explícitamente que su nacimiento llena de alegría a sus padres y del temor de Dios a sus vecinos. Son las dos reacciones típicas ante la presencia del misterio en la vida de los hombres: el temblor y la fascinación.

Con motivo de la ceremonia de la circuncisión solía imponerse el nombre al recién nacido. En esta ocasión, surge una breve disputa sobre el nombre que se ha de imponer al niño. Las gentes pretenden que se llame Zacarías, corno su padre. Pero éste parece haber tenido tiempo y silencio suficientes para meditar sobre los proyectos de Dios. Zacarías es cribe en una tablilla: Juan es su nombre.'. Y en ese momento se desata su lengua dormida. […]

La lengua de Zacarías no se desata para explicar su mudez, ni para manifestar su alegría y la fortuna alcanzada por su casa, sino para proclamar las maravillas de Dios. Para ello proclama una «berakhá», una de aquellas bendiciones a Dios que caracterizaban la oración de Israel. Y lleno del Espritu Santo profetiza: -Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo. Nos ha suscitado una fuerza salvadora en la familia de David su siervo. Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor para preparar sus caminos, para anunciar a su pueblo la salvación, por medio del perdón de los pecados» (Lc 1, 68-69.76-77).

Juan irá delante del Señor. La contraposición evoca una cuestión importante que nos remite a unos años posteriores. El evangelista conoce sin duda la existencia de un grupo de discípulos de Juan, que encontramos varias veces en los escritos del Nuevo Testamento (Hch 18, 24-19, 7). En algún momento ha debido de subsistir entre las primeras comunidades cristianas la duda sobre la legitimidad de las pretensiones mesiánicas de un maestro o el otro, de un profeta o el otro. El evangelista Lucas, ya desde este momento inicial, quiere dejar bien claras las diferencias. Juan no es el Mesías: es su precursor y mensajero. Nada más y nada menos. Así lo proclama su padre el día de la circuncisión.
De su infancia no se nos ofrece más que una pincelada más bien estereotipada, que, a la vez, resume los años de su crecimiento y nos asoma a la misión que habría de asumir: «El niño iba creciendo y se fortalecía en su interior. Y vivió en el desierto hasta el día de su manifestación a Israel» (Lc 1, 80).

La Predicación en el desierto

El desierto no sería sólo su escenario. Era el ambiente de su vida y el signo mismo de su misión. Allí había aparecido de pronto nadie sabía cómo ni de dónde. Se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Eso decían las gentes. Y ese detalle ha sido transmitido por los textos evangélicos. Era una forma de aludir al género de vida que había elegido.[…]
Juan era un hombre piadoso, coherente y sincero. Y muchos acudieron a él. Tanto los Evangelios como Flavio Josefo subrayan que era visto con respeto por los judíos. Muchos estaban insatisfechos de la situación social, política y religiosa de su pueblo y aguardaban la manifestación de Dios y de su Mesías. Esperaban una liberación de la que sólo Dios podía tener la iniciativa.

La liberación no consistía ahora en escapar del lugar de la esclavitud. Significaba, más bien, abandonar un estilo de vida. Era una «conversión», Un cambio de actitudes: dar los frutos que pedía la conversión, la «teshuvá», o retorno a Dios, que habían predicado siempre los profetas. Y eso es lo que pedía Juan.

La conversión venía motivada por la escucha de la palabra del profeta, se celebraba con el rito que la significaba y se manifestaba en el cambio de vida que la ratificaba. El rito, es decir, el bautismo en el Jordán, significaba que Dios estaba dispuesto a elegir un pueblo nuevo precisamente allí donde el pueblo de Israel había entrado en la tierra prometida. Y el cambio de vida era la exigencia lógica de aquella elección divina. Por tres veces se nos repite la pregunta típica de la conversión, puesta en labios de los oyentes de Juan: «Qué tenemos que hacer?» (Lc 3, 10.12.14). Una pregunta que, más tarde, dirigirán a Jesús un maestro cíe la Ley (Le 10, 25) y un hombre importante (Le 18, 18), que parece identificarse con el joven rico. Una pregunta que se repetirá tres veces en los Hechos de los Apóstoles, obteniendo una respuesta en la que siempre se incluye el bautismo (Hch 2, 37; 16, 30; 22, 10). […]

En el discurso de Juan se anticipan las exigencias de Jesús Y la respuesta de algunos seguidores paradigmáticos, como Zaqueo, que entregarán la mitad de sus bienes a los pobres (Le 19, 8). El discurso de Juan no trataba de cambiar el sistema. Al menos a corto plazo. Pero trataba de cambiar las conciencias. Seguramente este cambio habría de desembocar en el otro.

Juán y Jesús

Así pues, Juan no era el Mesías. Era su precursor y su siervo. Los rabinos decían que un discípulo ha de hacer por su maestro todo lo que un esclavo hace por su dueño, excepto quitarle el calzado. Sería rebajarse demasiado, Pero Juan ni siquiera se considera digno de desatar las sandalias del que viene detrás de él (Jn 1, 19-27). Él anuncia al que ha de venir. Al que no bautiza con agua, sino con viento: es decir, con el Espíritu. El que ha de venir trae en su mano el horcón para aventar en la era las mieses ya trilladas. Él ha de separar la paja del grano. Él realizará el juicio sobre lo aceptable y 10 desechable. Él será el Señor y el Juez. […]

Un día llegó Jesús hasta la ribera del Jordán, parecía uno más entre la multitud. Es como si tratase de pasar inadvertido entre la multitud. Pero Juan, el predicador exaltado y peligroso que denunciaba la corrupción, lo vió llegar a las orillas del río. Lo reconoció entre las gentes del pueblo que olían a ajo, corno decían los fariseos. Y lo señaló a gritos para que todos se enteraran de que ya nada podría seguir siendo igual: «Éste es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo., (In 1, 29).

Aquella bajada al Jordán era todo un signo. Jesús se acercó al Jordán como se había acercado Josué, es decir, como el guía que conduce a su pueblo al país de la libertad. Jesús bajó al Jordán, como había bajado Elías, el defensor de la unicidad y el señorío de Dios en una época de crisis religiosa y de apostasía global. Jesús caminó hasta el Jordán, como había hecho Eliseo, al recibir el espíritu profético, para proclamar la verdad y practicar la misericordia. Jesús se sumergió en el Jordan, como se había sumergido Naamán, el leproso, para hacerse solidario de todos los dolores de la humanidad.

Juan lo reconoció como el «cordero de Dios» (Jn 1, 29). Era aquélla una expresión que resultaba rica de contenido y de evocación. Jesús recordaba la aventura de un pueblo nómada y pastoril que había guiado sus corderos por las cañadas del desierto. Jesús evocaba el cordero de la Pascua, signo de la piedad de su pueblo y del sacrificio que sellaba la alianza con su Dios. Él era la imagen más nítida de la liberación y de la fiesta. Jesús era sin duda el cordero llevado al matadero, como repetía el cuarto «Cántico del Siervo de Yahvé. Él era el que se ofrecía por la salvación de los suyos y aun de todo el mundo.

Pero Juan dijo todavía algo más. Aquel hombre, cordero y servidor, venía a quitar el pecado del mundo. Ése era el sueño y el ideal de todos los grandes profetas de antaño. El reino de Dios habría cíe ser un reino de santidad.
Un momento antes del bautismo de Jesús, el Evangelio de San Mateo transcribe un breve diálogo entre los dos. Juan parece resistirse: él es quien debía de ser bautizado por Jesús. Pero éste le dice, con una frase un tanto misteriosa, que ambos han de cumplir «toda justicia' (cf. Mt 3, 13-15). Tanto Juan como Jesús hacen suya la voluntad de Dios. Por ellos pasa la historia de la salvación.

El mártir

Juan era tan sólo una voz. Pero una voz que inquietaba y despertaba a los espíritus dormidos. Una voz profética que anunciaba y denunciaba.

Un profeta como Juan no podía morir en una tranquila ancianidad. Pronto habría de ser encarcelado por orden de Herodes. Pero ese episodio martirial lo celebramos en otro día de fiesta, que la Iglesia ha señalado para el 29 de agosto.

José Román Flecha Andrés

 

Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.