Evangelio del día
Octava de Navidad

Introducción a la semana

Esta Semana se distingue por celebrar a tres clases de testigos de Jesús: a los testigos de su nacimiento, los mártires inocentes, que, sin saberlo, murieron en lugar de él; a uno de los testigos de su muerte y resurrección, Esteban, el primero de los mártires propiamente cristianos; y al testigo por antonomasia de su amor, Juan, el discípulo amado, de quien se leen estos días fragmentos de la primera de sus cartas.

En esta apenas se habla de otra cosa que de amor, sobre todo del amor fraterno, que caracteriza desde entonces a la espiritualidad genuinamente cristiana (recordemos que ese discípulo había reclinado su cabeza sobre el pecho del Maestro y le habían quedado grabados para siempre en el alma los latidos de su corazón). No obstante, esa carta comienza con una proclamación del primigenio testimonio apostólico sobre Cristo: lo que hemos oído, lo que hemos visto, lo que hemos tocado con nuestras manos… De esa experiencia inigualable deriva la importancia y la necesidad de vivir en comunión con Dios, que es luz y que es amor, a través de la fe en Cristo y del amor a los hermanos.

El contenido de las lecturas evangélicas de los primeros días de la semana recogen esas referencias: la fe de Juan (“vio y creyó”, cuando se acercó con Pedro al sepulcro de Cristo vacío) y la muerte cruenta de los niños por orden de Herodes (la fiesta de Esteban no se celebra este año, por coincidir con el domingo de la Sagrada Familia). Los demás días de la octava nos ofrecen algunas escenas de la infancia de Jesús y de su misterio, que ayudan a situarnos en el ambiente cristiano de este tiempo: la presentación del niño en el templo, como un judío más, la bendición de la profetisa Ana y la vuelta a Nazaret para continuar viviendo el misterio de Dios –del que se hace eco el prólogo del evangelio de Juan- dentro de la rutina cotidiana, al igual que cualquiera de nosotros.

Días de la semana