Mar
6
Ene
2009

Homilía La Epifanía del Señor

Hemos visto salir la estrella del Señor y venimos con regalos a adorarle

Introducción

Las cosas existen para nosotros en tanto que se nos manifiestan, es decir, en la medidad en que tomamos conciencia de su existencia. Esto, que es algo fácil de entender, es lo que en nuestra cultura del mercado se convierte además en un postulado: lo que no se “publicita” no se vende. En realidad no existe. El que no sale en la fotografía es inexistente, se dice en el argot de la política. El buen paño ya no se vende en el arca. Sin escaparate no hay mercancía. En esta línea de la necesidad de aparecer en público es corriente escuchar expresiones en las que aparece el verbo “revelar”:  se ha revelado como un gran político, como un magnífico estratega, como un fácil comunicador, etc.

El nacimiento de Jesús, así como la continuidad de su vida de Nazaret, fue acontecimiento oculto. Pero en el plan de Dios “nada hay oculto que no acabe por revelarse” diría luego Jesús. Dios nos revela lo esencial para nuestro ser. Nuestra fe es respuesta a una revelación. O lo que os lo mismo a una manifestación, a una epifanía, de Dios y de su proyecto para nosotros. La revelación es ante todo la persona de Jesús. El niño que nace en un establo en un lugar perdido de Judea, que recibe el homenaje de unos pobres pastores, pero es olvidado por las fuerzas sociales y religiosas, necesita salir a la luz, ser revelado: no sólo a los judíos, sino a todos los pueblos: a los gentiles también, a aquellos que no pertenecen ni a al pueblo ni a religión judía, a los Magos.

La liturgia distingue tres revelaciones o epifanías: la que se hace ante los gentiles, que es la fiesta que hoy celebramos, la manifestación ante los Magos; la epifanía ante los discípulos de Juan, que se celebra en la fiesta del Bautismo del Señor, el próximo domingo; la epifanía ante sus propios discípulos, que se recuerda en el domingo siguiente con el evangelio de las bodas de Caná.