Sáb
7
Mar
2015

Evangelio del día

Segunda semana de Cuaresma

Ese –Jesús- acoge a los pecadores y come con ellos

Primera lectura

Lectura de la profecía de Miqueas 7, 14-15. 18-20

Pastorea a tu pueblo, Señor, con tu cayado,
al rebaño de tu heredad,
que anda solo en la espesura,
en medio del bosque;
que se apaciente como antes
en Basán y Galaad.

Como cuando saliste de Egipto,
les haré ver prodigios.

¿Qué Dios hay como tú,
capaz de perdonar el pecado,
de pasar por alto la falta
del resto de tu heredad?

No conserva para siempre su cólera,
pues le gusta la misericordia.

Volverá a compadecerse de nosotros,
destrozará nuestras culpas,
arrojará nuestros pecados
a lo hondo del mar.

Concederás a Jacob tu fidelidad
y a Abrahán tu bondad,
como antaño prometiste a nuestros padres.

Salmo de hoy

Salmo 102, 1-2. 3-4. 9-10. 11-12 R/. El Señor es compasivo y misericordioso

Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios. R/.

Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa,
y te colma de gracia y de ternura. R/.

No está siempre acusando
ni guarda rencor perpetuo;
no nos trata como merecen nuestros pecados
ni nos paga según nuestras culpas. R/.

Como se levanta el cielo sobre la tierra,
se levanta su bondad sobre los que lo temen;
como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos. R/.

Evangelio del día

Lectura del santo evangelio según san Lucas 15, 1-3. 11-32

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».

Jesús les dijo esta parábola:

«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”.

El padre les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.

Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.

Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían ¡os cerdos, pero nadie le daba nada.

Recapacitando entonces, se dijo:
“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.

Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.

Su hijo le dijo:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.

Pero el padre dijo a sus criados:
“Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.

Y empezaron a celebrar el banquete.

Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.

Este le contestó:
“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.

Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.

Entonces él respondió a su padre:
“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.

El padre le dijo:
“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».

Reflexión del Evangelio de hoy

Si hay un tiempo litúrgico oportuno y propio para reflexionar sobre la Penitencia, quizá ninguno como la Cuaresma. Y, si hay alguna parábola donde con más claridad y belleza se nos hable de conversión y penitencia, quizá ninguna como la del “Hijo pródigo”. Esto es lo que se nos ofrece hoy: el ejemplo de dos jóvenes, cuyo comportamiento con su padre no puede ser peor. Pero, uno de ellos recapacita, se convierte y vuelve; el otro, como no se ha ido –o no ha entrado nunca- no puede volver, y, aunque no sabemos si se convierte o no, sí vemos que es al que más falta le hace. Y tenemos también a Dios representado en el padre de ambos. Este es el auténtico “pródigo”, y no el hijo pequeño. La dificultad está –la mía, para, por respeto, no señalar a nadie-, en que me cuesta mucho, si es que lo logro, reconocerme en el hijo menor, en sus excesos, egoísmo, arrogancia y dureza de corazón, incluidos “cerdos” y “bellotas”, que también juegan su papel. Como tampoco me he ido –y menos dando un portazo- de la casa paterna –o, al menos, eso creo-, no necesito volver. No sé por qué me parece que somos más de uno los “hermanos mayores”.

  •  Los hijos

El “hijo menor” representa a todos los que “se marchan de casa y viven perdidamente”. O quizá mejor, a todos los que lo hemos hecho alguna o las veces que haya sido. Se trata de alguien egoísta y presuntuoso que, en el mejor de los casos, busca realizarse, viviendo su vida. Sueña con el dinero y con lo que él entiende por “buena vida”, al margen de la monotonía y aburrimiento, piensa él, del hogar familiar. Y lo realiza, sin importarle su padre, su hermano ni el terrible sufrimiento que su conducta ocasiona. Y se fue a dilapidar sus bienes viviendo perdidamente. Si, después de sus experiencias, el muchacho regresó a la casa paterna, no fue por afecto familiar, ni porque estuviese arrepentido de veras. Fue porque se creía definitivamente fracasado, había perdido la partida y lo único que deseaba era volver a comer aunque fuera como los criados de su padre. Pero, vuelve. Y eso le salva.

El “hijo mayor” es distinto, ¡es un cumplidor! Pero un cumplidor duro, agriado, envenenado. Envidia a los pecadores a los que no tiene el coraje de imitar. “Volvía de trabajar”, como siempre. Sin desobedecer nunca. Pero, también sin amar nunca. En su padre no ve a un padre sino a un patrono. Sus relaciones con su padre son más contractuales que filiales. “Te he servido muchos años...; no he transgredido ninguno de tus mandatos”; “no me has dado ni siquiera un cabrito...” Ni siquiera admite llamar hermano a su hermano, sino “ese hijo tuyo”. Ese carácter ingrato no suscita en nosotros ninguna simpatía. Nos sentimos inclinados a sospechar de sus méritos y a reprocharle duramente su falta de corazón. 

  • El padre

El padre es el personaje importante. De cuanto hemos estudiado y conocemos de Dios, no recuerdo una descripción más conmovedora que esta parábola del gran perdón de Dios que nos contó su hijo Jesús. Decidme en qué podríamos mejorar los hombres, puestos a hacer misericordia, el texto de Lucas: “Cuando su hijo aún estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo”. ¿Os imagináis a Dios oteando el horizonte, corriendo, conmoviéndose, abrazando y besando al joven contra su corazón? Fijaos lo que hace un padre para que su hijo se vuelva a sentir hijo, al verse inundado de amor. Corre a su encuentro, lo cubre de besos, interrumpe su confesión aprendida de memoria, lo viste, lo calza, lo adorna y celebra en su honor un festín.

Desde que Jesús dijo esta parábola y constatamos que, de una u otra forma, todos alguna vez, al menos, nos hemos ido -¡Dios sabe cómo!- del hogar, la única conversión es volver, volver al hogar, volver a los brazos del Padre. ¿Aunque sólo sea por los cerdos y bellotas? Aunque así sea. Aunque, como el hijo menor, creamos que en el hogar sólo hay trabajo y jornaleros, hay que volver. Ya se encargará el Padre de abrazarnos, calzarnos, vestirnos y volver a besarnos como sólo un Padre y una Madre saben hacer. Y, no hagáis caso de hermanos mayores, que siempre habrá. Lo nuestro es volver. Lo del Padre, ¿qué le vamos a decir nosotros?, ya lo sabe él.

Fray Hermelindo Fernández Rodríguez

Fray Hermelindo Fernández Rodríguez
(1938-2018)