Vosotros sois la sal de la tierra… la luz del mundo

Primera lectura

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 18-22

Hermanos:
¡Dios me es testigo!
La palabra que os dirigimos no es sí y no.
Pues el Hijo de Dios, Jesucristo, que fue anunciado entre vosotros por mí, por Silvano y por Timoteo, no fue si y no, sino que en él solo hubo sí. Pues todas las promesas de Dios han alcanzado su sí en el. Así por medio de él, decimos nuestro “Amén” a Dios, para gloria suya a través de nosotros.
Es Dios quien nos confirma en Cristo a nosotros junto con vosotros; y además nos ungió, nos selló y ha puesto su Espíritu como prenda en nuestros corazones.

Salmo de hoy

Salmo 118. R. Haz brillar, Señor, tu rostro sobre tu siervo.

Tus preceptos son admirables,
por eso los guarda mi alma. R.

La explicación de tus palabras ilumina,
da inteligencia a los ignorantes. R.

Abro la boca y respiro,
ansiando tus mandamientos. R.

Vuélvete a mí y ten misericordia,
como es tu norma con los que aman tu nombre. R.

Asegura mis pasos con tu promesa,
que ninguna maldad me domine. R.

Haz brillar tu rostro sobre tu siervo,
enséñame tus leyes. R.

Evangelio del día

Lectura del santo evangelio según san Mateo 5, 13-16

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos».

Reflexión del Evangelio de hoy

La palabra que os dirigimos no fue primero “sí” y luego “no”

Bien sabemos que en nosotros, por aquello de nuestra debilidad congénita, nuestro “sí” puede llegar a ser un “no”. Que podemos empeñar nuestra palabra y nuestra vida en una dirección y, luego, caminar en dirección contraria y vivir en contra de lo que habíamos decidido y prometido. Entre nosotros no siempre nuestro “sí” es un “sí”, puede llegar a ser también un “no”.

En Jesús nos cabe esta posibilidad. Su “sí” siempre es un “sí”. Se mantiene en sus enseñanzas, en sus promesas, en todo lo que nos dice… Si nos asegura que el camino que nos señala lleva a la vida es que verdaderamente lleva a la vida, si nos asegura que “el que come mi cuerpo y bebe mi sangre está en mí y yo en él” es que es así y se cumple, si nos promete que no nos dejará huérfanos, que él es la resurrección y la vida y que el que cree en él aunque muera, vivirá para siempre, y que, después del paso obligado de nuestra muerte, él nos espera para invitarnos y hacernos disfrutar del banquete de su amor para toda una eternidad… es que todas estas palabras suyas van a ser una “sí”, se van a cumplir.

Nuestro Padre Dios viene en nuestra ayuda, es el que “nos confirma en Cristo” para que nuestro “sí” sea siempre un “sí”.

Vosotros sois la sal de la tierra… la luz del mundo

Las palabras de Jesús cobran especial importancia en los momentos en que estamos viviendo. En nuestra sociedad todavía hay muchos que no han oído hablar de Jesús ni de su evangelio, y otros que se ha separado de él en este proceso que llamamos descristianización. La única manera de que le conozcan, a él y a su mensaje, es a través de nosotros, de nuestras palabras y de nuestra vida. “Vosotros sois la sal de la tierra…. Vosotros sois la luz del mundo”.

Con la ayuda del mismo Jesús, tenemos que presentarles su persona, su mensaje, su evangelio, sus promesas… algo capaz de alegrar la vida de cualquier persona, algo capaz de llenar de sentido, de esperanza a cualquier persona. No podemos recluirnos en nuestras iglesias, en nuestros grupos y comunidades. Tenemos que salir a las “periferias”, a los que desconocen a Jesús o se han apartado de él para ofrecerles el mejor tesoro que podemos gozar los seres humanos. “Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo”.

San Antonio de Padua nació en Lisboa en 1195. Con 15 años entró en los agustinos y luego, siendo ya sacerdote, pasó a la Orden de los Franciscanos con el deseo de ir a misiones en África. Tuvo que regresar a Europa debido a una grave enfermedad. Fue un gran predicador, combatió a los herejes y murió en Padua a los 36 años.