Dom
8
Abr
2018

Homilía II Domingo de Pascua

Año litúrgico 2017 - 2018 - (Ciclo B)

¡Dichosos los que no han visto y han creído!

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Terminada la octava de pascua, la Palabra de Dios de este domingo gira en torno a la centralidad de la fe en Jesús resucitado, como núcleo del kerigma cristiano que debemos anunciar al mundo: ¡El crucificado ha resucitado! El creyente, no es propiamente quien convivió directamente con Jesús. No pocos de sus conciudadanos lo vieron caminar por sus ciudades, anunciar la Buena Nueva del Reino, curar enfermos, y, sin embargo, no se convirtieron en creyentes. El creyente se constituye como tal cuando se da el encuentro personal, íntimo, profundo, con el Jesús que se nos revela resucitado. La incredulidad de Tomás se convierte en una bendición para nosotros que no vimos a Jesús con nuestros propios ojos, hace unos 2000 años, cuando predicó en Galilea y murió crucificado en Jerusalén. Creemos sin haberlo visto, humanamente hablando, pero sí, habiéndolo experimentado resucitado y vivo en nuestras vidas, tantos siglos después. Esto es lo que nos hace receptores de la alabanza del Jesús resucitado: ¡Dichos los que no han visto y han creído!

Las dudas de Tomás son las dudas de todos. La razón no lo alcanza a entender el misterio que supone el hecho en sí de la resurrección de Jesús. Se siente desbordada. Impotente. La fe no se impone por la fuerza. Menos aún, requiere de una cruzada contra el mundo para que sea aceptado el mensaje de que Jesús venció la muerte. La fe surge como don del Señor resucitado, fruto del encuentro personal con Él. Donde Dios toma la iniciativa y el hombre responde libremente. Sin esta experiencia de encuentro personal con el Jesús resucitado la fe no nace. Antes que un conjunto de verdades, es una experiencia interior, un encuentro vivo, un don que se acoge libremente y transforma la existencia. Don pascual del Espíritu que ha sido derramado en nuestros corazones. El punto de arranque de la vida cristiana. Al que debemos volver permanentemente para renovar nuestras vidas como creyentes.

Sí que la fe en Jesús resucitado nos exigirá, como respuesta e imperativo interior del Espíritu en nosotros, a que demos testimonio de esta experiencia pascual ante los demás. Que la anunciemos, con nuestra predicación y estilo de vida evangélica. Que superemos todos los miedos interiores que nos paralizan. Gracias al testimonio de quienes convivieron con Jesús y, especialmente, lo vieron resucitado, los que pudieron identificar al crucificado por sus llagas y heridas con el resucitado glorioso y vencedor de la muerte, podemos hoy identificar nuestra propia experiencia de fe con la de los primeros cristianos. Posiblemente, no todo el mundo creerá en la veracidad de la experiencia personal del Jesús resucitado vivo en nosotros. Ni en la Palabra misma de Dios que lo atestigua. Dudarán de que Jesús haya resucitado verdaderamente. Incluso, nosotros como creyentes, no pocas veces nos invaden todo tipo de dudas de fe. Todos nos debemos acoger a la Divina Misericordia de Dios y pedir humildemente el don de la fe. Y, al reencontrarnos nuevamente con Él, responder como Tomás: ¡Señor mío y Dios mío! E invitar a todo el mundo al encuentro personal con Jesús resucitado, como inicio de una vida nueva, renovada, iluminada por la luz pascual.

Fe y amor van juntos.  El creyente es aquel cuya fe le permite, además, contemplar al Señor resucitado en todo crucificado. En el prójimo y en sí mismo. El resucitado no es un “espíritu desencarnado”, sino alguien real y concreto, con sus llagas y padecimientos. El creyente lo puede “tocar” en los enfermos, los marginados, los que padecen soledad, violencia y todo tipo de afrenta a su dignidad. También “`palparlo” compartiendo sus propias heridas, su enfermedad o sufrimientos, despertando esperanza en su vida y dándole paz y consuelo en el dolor. Experimentarlo vivo, como Alguien que asume su causa y le da esperanza pascual.

La autenticidad de la fe en Jesús resucitado lleva al creyente a compartir, no sólo su “bien espiritual” –su fe–, sino también los bienes materiales y privilegios de que dispone en su vida, por ejemplo, sociales, económicos, sanitarios, educativos, jurídicos, con los necesitados de todo tipo: emigrantes, refugiados, personas sin techo, sin trabajo, sin cobertura social, sin acceso a derechos humanos básicos, con otras creencias o ideologías, alejados de la Iglesia... No se puede creer y no amar. Vivir la fe sin romper los muros que nos separan, no anhelar que lleguemos a tener la humanidad entera “un solo corazón y una sola alma”. Para el creyente, el prójimo es un hermano o una hermana que, aunque no comparta su misma fe, lo considera igual en dignidad, hijo e hija de Dios, hermano y hermana en Cristo.

La presencia de Jesús resucitado en medio de la comunidad da paz y quita miedos. La victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, es la victoria de Dios sobre el poder que impide la vida total y plena a la humanidad. Como creyentes no podemos seguir encerrados en un mundo de miedos, paralizados, desanimados, con sentimientos de fracaso. Nuestra esperanza no está puesta en si nuestros templos están llenos o vacíos de fieles, sino en el poder de la resurrección de Jesús sobre el pecado y la muerte. Por Él tenemos asegurada la victoria final: de que un mundo diferente es posible como don del resucitado. Él es quien garantiza que el bien vencerá al mal. Que la humanidad entera gozará de los bienes del resucitado. La esperanza que alienta al creyente en su vida de testigo del resucitado.