Dom
17
Jul
2011

Homilía XVI Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2010 - 2011 - (Ciclo A)

Dejadlos crecer juntos

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

  • ¿Por qué existe el mal en el mundo?

Es el dilema que persigue al ser humano desde sus orígenes. Ese que ha atravesado cada uno de los tramos de su Historia. Los medios de comunicación, día a día, en directo, nos meten en las guerras más crueles, en las casas de las mujeres asesinadas o en las cárceles donde se ejecuta violentamente a los presos. No parece haber una respuesta sensata ante un problema que no desaparece sino que se arrastra por los siglos. La filosofía, la psiquiatría, la sociología y hasta las religiones ofrecen respuestas. También el evangelio de hoy aporta la suya: el mal es inevitable, forma parte de lo humano, de la fragilidad de la tierra donde se echa la semilla, o del corazón del enemigo que siembra en la noche. Es evidente que está ahí. No es una maldición de los dioses, ni tampoco un castigo que jamás pueda levantarse. El mal tiene su origen en la fragilidad humana.

  • ¿Quién siembra el mal?

La Historia sagrada pone su origen en el principio, en la oscuridad, entre los seres más débiles. El texto del evangelio de hoy lo coloca en la noche, personalizado en un “enemigo” sin nombre ni rostro, cuando todo está a oscuras. Todos sembramos el mal: este es el punto de partida. Aunque no seamos criminales, defraudadores o asesinos, somos cómplices de él. Y si no, basta con analizar nuestras reacciones en momentos de violencia o tensión. Muchas veces, sin querer, hemos sido enemigos y nos hemos creado rivales. Otras, hemos levantado –tal vez por confusión- barreras y odios, buscando sencillamente lo bueno. El mal forma parte de la oscuridad que rodea nuestra vida y la vida del mundo, de la oscuridad de no hablar claro, de no tener claros los sentimientos…

  • ¿Cuál es la solución para erradicar el mal?

La Historia no ha dado con una que satisfaga a todos. Lo más serio que ha inventado ha sido la justicia, “dar a cada uno lo suyo”, que no es la solución definitiva. ¿Quién no recuerda aquella película clásica de “Pena de muerte” en que las familias de los asesinados no se sentían satisfechas ni reparadas, tras aniquilar al asesino la propia justicia? Tampoco las cárceles logran acabar con los delitos, ni restauran a los criminales; antes bien los envuelven en un círculo de maldad del que difícilmente pueden salir, y nos contagian el miedo, al mal y al malvado… La justicia humana se basa en la venganza. El evangelio propone otra alternativa: aprender a convivir con él. Detrás de cada acción existe un actor, y detrás de cada delito un hermano. Que no es muy diferente a mí, o que quizás no haya tenido mis oportunidades. ¡No son tan claros a veces los papeles de víctima y culpable!

La respuesta cristiana al mal y al malvado es la de misericordia. “Dejadlos crecer juntos” es lo que indica el dueño del trigo a la cizaña que nace en la tierra. No es tan fácil para el agricultor distinguir entre ambas cuando son pequeñas plantas, dado su parecido. El riesgo de acabar con la cizaña por medio del fuego, o de las grandes guerras, o de la violencia, es que no se calcula el mal y el dolor que pueda venir con él. ¡El perdón no tiene efectos secundarios negativos! Sana al que lo recibe y dignifica al que lo entrega…

  • La venganza no pertenece a la humanidad

No forma parte de los designios de Dios para el mundo ni para los hombres. Al contrario: la persigue para acabar con ella. El mayor dolor de Caín fue ser perdonado. Quizás la gran novedad de Cristo fue introducir una alternativa al conflicto, y hacerlo desde los planes de Dios. El perdón redime y engrandece al que lo ofrece. Construye una sociedad de personas reparadas, hermanas. Adelanta el Reino. Cada día, en el padrenuestro, pedimos el perdón a Dios condicionado por nuestro perdón a los hermanos. Lo cristiano es perdonar, porque dignifica, porque nos hace semejantes a nuestro Dios. Aunque suponga un esfuerzo constante, una actitud de exigencia, un ir “contra corriente”…

  • Dios es grande no porque juzgue, sino porque perdona

De eso habla la primera lectura. El poder de Dios se traduce en su justicia. ¡Sólo podían juzgar los poderosos, los que tenían autoridad para ello! Y la justicia de Dios no es venganza: “juzga con moderación”, “gobierna con gran indulgencia”, “da lugar al arrepentimiento”. Existe una pedagogía en el juicio de Dios que requiere en nosotros un aprendizaje para nuestros juicios humanos. El poder no lo tiene el violento o el que amenaza, sino el misericordioso, el que perdona y se compadece. De este modo podríamos analizar nuestras actitudes y las de quienes en esta tierra nuestra ostentan cualquier tipo de poder…

  • El Espíritu engrandece y dignifica nuestra debilidad

Si el mal está en el origen de lo humano, en la debilidad con la que estamos marcados. Si perdonar es superar el mal, “convivir con él” en misericordia. Si se requiere una exigente pedagogía para acabar con el mal por medio del perdón… Entonces es que Dios tiene que poner de su parte. Eso es lo que añade la segunda lectura a lo que venimos diciendo. El Espíritu de Dios hace posible que el corazón humano se haga fuerte en el amor, en la tolerancia, en la compasión y la misericordia. En cada Eucaristía volvemos a pedirlo y a disponernos para recibirlo…

  • Las parábolas del Reino: el poder está en lo pequeño

En los pequeños gestos, en los pequeños “perdones” que ofrecemos. En el hecho de “sembrar” lo desapercibido, como la semilla de mostaza, en la que nadie confía, ni ve a largo plazo. En el hecho de “estar” en medio de la masa, allí donde se cuece el presente y el futuro, como la levadura de la parábola. En lo pequeño y constante. En medio de la vida diaria.