Dom
6
May
2018

Homilía VI Domingo de Pascua

Año litúrgico 2017 - 2018 - (Ciclo B)

Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que  él nos amó a nosotros primero y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados.  Esta es la buena  noticia que la liturgia de este domingo nos invita a vivir y a anunciar con gozo al mundo entero.  Juan sabe bien que el amor es fundamental en la vida de los discípulos de Jesús porque lo aprendió directamente de él como testigo privilegiado.

Ante todo, dejémonos amar por Dios   

Frecuentemente enfatizamos nuestro esfuerzo en la búsqueda de Dios, que a menudo, da la impresión  de guardar silencio hasta el punto  de  parecernos indiferente. En realidad, el gran buscador  es él mismo. No te hubiera encontrado  yo si Tú no me hubieras buscado primero, dice S. Agustín. Dios está siempre presente, esperando entrar en comunión con nosotros, tomando la iniciativa. Muchas páginas de la Biblia  nos muestran un Dios que parece no darse por satisfecho  hasta que encuentra descanso en el corazón del hombre. Para que lo sintamos más cercano se hace uno con nosotros y se implica de lleno en nuestra historia. Dios se convierte en un mendicante de amor porque, mientras extiende su mano para pedir amor, ya nos lo está dando a raudales. Es Dios quien nos ama primero con un amor totalmente gratuito e inmerecido por nuestra parte.

Pero ser amado significa dejarse transformar por el amor que uno recibe, involucrándose en su lógica. Como Dios quiere incluir a todos en esta lógical, Jesús Resucitado ha vencido el poder que impide la vida plena a la humanidad. Por tanto, también nosotros debemos querer sinceramente el bien de los hermanos.

Sigamos al Maestro

Entrar en esta dinámica de amor al que nos invita Jesús significa participar de la alegría de Dios: "Os he dicho todo esto para que participéis en mi gozo y vuestro gozo sea completo. El gozo de Jesús consiste en ser amado infinitamente por el Padre y   en amar  a los suyos hasta el final. Esta misma plenitud de alegría quiere comunicarla a los discípulos. Que no tengan miedo a la vida ya que pueden contar con su amor fiel y poderoso; que no se cierren en un individualismo estéril, dado que pueden  dar  vida  a los hermanos con su empeño y dedicación.

Jesús sólo les dio este mandamiento: Que os améis unos a otros como yo os he amado . No es un mandato caprichoso y arbitrario, sino una necesidad que surge de la propia identidad de Jesús. Ha vivido una existencia como la nuestra, hecha de trabajo, de predicación, de relaciones humanas. No fue una existencia mágica, estaba completamente integrado en la vida de su tiempo, en lugares concretos, con personas concretas. Pero Jesús transformó todo ello en amor auténtico; habló y actuó impulsado por el deseo de comunicar alegría y vida a los demás. Su mandato consiste en que el discípulo de Cristo sea cristiano en su manera de pensar y actuar.

¿De qué amor  se trata?

En su primera carta, Juan nos revela la naturaleza  y la fuente de este extraordinario amor: "Amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios". El apóstol habla aquí de un amor diferente del que normalmente queremos expresar con este término. El amor para nosotros es un complejo de sentimientos, hecho de atracción física, deseo, pasión, satisfacción… En general, amamos algo o a alguien porque es bueno para nosotros. Dios, en cambio, no ama  para recibir algo sino para dar y darse. Así es como vivió Jesús.

Juan nos invita  a profundizar más  en la calidad de ese amor del que habla. No tiene su origen en nosotros sino en Dios. Es un amor que proviene de una relación con Dios, además de con otras personas. Por lo tanto, no se trata de un amor puramente humano, que dependa solamente de nuestra capacidad de amar. Es sólo unidos a Cristo por la fe como seremos capaces  de vivir y difundir este amor a los demás. Un amor que, ante todo, es servicio. La voluntad de servicio hacia  los hermanos debe animar toda nuestra vida cristiana, sea cual sea el lugar o la vocación en la que Dios nos llama a vivir. Es en los hermanos donde Dios quiere que descubramos su imagen, a veces  desfigurada.

En nuestra sociedad los lazos de afecto y amistad son frágiles. No obstante tantos medios para comunicarse hay mucha soledad y, al mismo tiempo, vivimos cada vez más preocupados por la defensa de nuestro bienestar personal. Los lazos de afecto entre las personas basados solamente en el amor humano no son estables y fácilmente se deterioran y rompen. Parece cada vez más difícil  vincularse de por vida con relaciones permanentes. Sólo  el amor desinteresado que viene de Dios por medio de Jesús Resucitado puede ayudarnos a romper el muro de egoísmo que tiende a separarnos unos de otros. Sólo Jesús tiene autoridad para decirnos: Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si aceptamos este hermoso reto podremos experimentar esta fuerza que regenera y sana nuestras relaciones. Este amor es el sello distintivo de quien ha nacido de Dios y conoce a Dios. Pero no es propiedad adquirida de una vez por todas, ni pertenece por derecho a este o aquél  grupo. El amor de Dios no conoce límites de ningún tipo, rompe todas las barreras de raza, cultura, nación e incluso de fe, como leemos en los Hechos de los Apóstoles cuando el Espíritu también llenó la casa del pagano Cornelio.

Jesús no nos da este mandato del amor como una ley para hacer nuestra vida más dura y pesada, sino como un manantial de alegría: "Os he dicho todo esto para que participéis en mi gozo”.  Cuando falta la armonía y la comunión, se crea un vacío que nada ni nadie puede llenar de alegría y de paz.