Lun
29
Jun
2020
Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo

Santos Pedro y Pablo

Santos Pedro y Pablo

Los santos Pedro y Pablo son las columnas de la Iglesia. Por caminos a veces paralelos y a veces divergentes, pero guiados por un mismo Espíritu, extendieron el Evangelio entre los judíos y entre los paganos. Los dos entregaron su vida por el Evangelio siendo martirizados en Roma

«El día de hoy es para nosotros sagrado, porque en él celebramos el martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo. No nos referimos a unos mártires desconocidos. A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. Estos mártires, en su predicación, daban testimonio cíe lo que habían visto y, con un desinterés absoluto, dieron a conocer la verdad hasta morir por ella.»

Así se expresaba San Agustín en un sermón que hoy nos transcribe la Liturgia de las Horas.

Simón, llamado Pedro

Parece un hombre sencillo, de una pieza. Y, sin embargo, es de una complejidad inaferrable. No en vano tiene dos nombres: uno se lo dio su familia, allá en Betsaida; el otro lo recibió de Jesús. El primero venía cíe la tierra. El segundo se lo dio aquel que era la piedra angular cantada por los salmos (Mc 12, 10).

Simón es el prototipo del seguidor del Señor. Quizá por eso se nos muestra como un hombre continuamente sometido a la prueba. Su vida parece marcada por tres momentos importantes. La hora de la llamada. La hora de la pregunta. La hora de la huida y del retorno.

La hora de la llamada

[…] El relato de la vocación de Pedro parece concebido según un esquema de tres momentos. Un punto de partida: dejar las redes, la barca, la familia. Un punto de llegada: ser pescadores de hombres. Y una invitación que marca el camino: «venid conmigo».

No se pueden dejar las redes sin haber vislumbrado algo importante. Jesús lo subrayará en la parábola del tesoro y de la perla, Será difícil dejar las redes si uno no ha descubierto para qué las deja, es decir, el sentido último de la llamada.

Simón es pescador y Jesús lo llama a ser pescador de hombres. El Señor llama y pide conservar el talante y los talentos, pero con el fin de ponerlos al servicio de una nueva misión.

Tanto el dejar las redes como el ser pescadores de hombres tienen un eje, un punto de apoyo: Estar con él. Sin esa intimidad no es posible ser pescador de hombres.

La hora de la pregunta

Como todos los demás, lo siguió también hasta Cesarea de Filipo. Las fuentes del Jordán brotan allí de la roca, bajo el templete del dios Pan. Es aquél un buen lugar para el reposo. En aquel escenario, Jesús formula a sus discípulos una doble pregunta, semejante pero diversa. «¿Quién dice la gente que soy yo?» La gente ya ha advertido su presencia y lo reconoce como un profeta, equiparable a los antiguos. Pero él insiste: ,'Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» En nombre de todo el grupo, Pedro lo confiesa corno el Mesías o el Cristo, el Hijo del Dios viviente (cf, Mt 16, 16).

A la primera pregunta responden con la simple información. La segunda requiere la confesión del creyente. En aquella respuesta se encerraba toda la plenitud de la fe cristiana, como irán descubriendo los seguidores de Jesús después de su resurrección.

Jesús contesta a Pedro con una bienaventuranza que a todos los cristianos nos gustaría hacer nuestra: 'Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonas, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Son dichosos los que han recibido de Dios el don de esa certeza, que no se debe a evidencias inmediatas.

[…] La vida de Simón está marcada por la más radical de las preguntas: «¿Quién decís que soy yo?» Pero esa pregunta es también la que decide la orientación de la vida de todos los creyentes.

La hora de la huida y del retorno

[…] Pedro es el prototipo de los seguidores del Señor. En él encuentran éstos el frescor de la llamada y la radicalidad de quien lo deja todo, el entusiasmo del neófito y la hospitalidad del creyente, las dudas de la noche del espíritu y el fulgor de los días de gloria, las promesas más ingenuas y el desengaño de las propias caídas, la huida y el reencuentro, el miedo y el valor para anunciar la vida del Maestro, la identificación con su misión y la aceptación de su propia suerte.

Todo cristiano se ha visto alguna vez reflejado en Simón Pedro. En la generosidad o en la cobardía, en el fervor o en el llanto, en la intrepidez o en el hundimiento. Pero, sobre todo, en la fe de quien descubre a su Señor resucitado y lo anuncia con una fuerza que ya no proviene de la propia debilidad.

Saulo, llamado Pablo

Saulo (Saúl) pertenecía a la tribu de Benjamín. Nació en Tarso de Cilicia en los primeros años de nuestra era. Sabemos que, siendo todavía «joven» presenció y aprobó la lapidación de Esteban, hacia el año 36, y que ya se consideraba anciano cuando escribía a Filemón desde Roma, entre los años en torno al año 60.

Su puesto es definitivo en la marcha de las primeras comunidades cristianas. Y su figura es gigantesca y polifacética, como persona y como creyente.

En cuanto persona admiramos la riqueza que le daba su pertenencia a tres culturas: era hebreo de raza y religión; conocía la lengua y el estilo de las ciudades helenistas y poseía, en fin, la ciudadanía romana. Al asumir en Chipre el nombre de Paulo –Pablo–, aquel hombre levantaba acta de aquellas pertenencias. Ese caudal le abriría muchas puertas.

En cuanto creyente, sabemos que fue un celoso judío, perteneciente al grupo de los fariseos, y que, una vez convertido, habría de ser un apasionado seguidor del Mesías Jesús.

El testigo

Pablo, que se considera a sí mismo como el "abortivo» y «el menor de los apóstoles (1Co 15, 8-9), recorre las ciudades anunciando la salvación por medio de la fe en el Mesías Jesús. Entretanto, escribe a las comunidades para continuar su predicación y dar solución a los problemas que se van presentando. Y les recuerda el mensaje que recibió y que procura transmitir con fidelidad:

«Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué... Si no, ¡habríais creído en vano! Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo. Pues yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo. Pues bien, tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído» (1Co 15, 1-11).

El procurador Festo no entendió mucho de lo que se acusaba a Pablo. Pero lo que entendió era el núcleo de su vida y de su mensaje. Sabía que los judíos «solamente tenían contra él unas discusiones sobre su propia religión y sobre un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive» (Hch 25, 19).

Las discusiones sobre su religión no se limitaban al terreno ritual. Pablo sabía y predicaba que la Ley de Moisés no podía salvar al hombre y que la salvación le venía por la fe en el Mesias Jesús. De ahí, la universalidad de su mensaje. Por otra parte, la afirmación de la resurrección de aquel Jesús que predicaba era fuente de vida, de esperanza y de compromiso moral para él y para todas las comunidades que fundaba y apoyaba.

Esas dos convicciones, que mantenían su camino y alentaban su misión, le hacían escribir a los fieles de Galacia:
««Yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí. No tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justificación, entonces hubiese muerto Cristo en vano, (Ga 2, 19-21).

Apoyado en esa fe y esa certeza emprendería su último viaje, superaría un naufragio, llegaría a Roma y allí entregaría su vida por el Evangelio que había recibido y tan generosamente había difundido.

Las columnas de la Iglesia

Pedro y Pablo son las columnas de la Iglesia. Por caminos a veces paralelos y a veces divergentes, pero guiados por un mismo Espíritu, extendieron el Evangelio entre los judíos y entre los paganos.

En el prefacio de la misa de hoy se alaba a Dios por esta unidad en la diversidad:

«En los apóstoles Pedro y Pablo
has querido dar a tu Iglesia un motivo de alegría:
Pedro fue el primero en confesar la fe;
Pablo, el maestro insigne que la interpretó;
aquél fundo la primitiva Iglesia con el resto de Israel,
éste la extendió a todas las gentes.
De esta forma, Señor, por caminos diversos,
los dos congregaron la única Iglesia de Cristo,
y a los dos, coronados por el martirio,
celebra hoy tu pueblo con una misma veneración.»

Pedro y Pablo comprendieron que el mensaje evangélico no podía quedar encerrado en Jerusalén. Ambos fueron testigos del florecimientos de la comunidad de Antioquía de Siria y leyeron con ojos de fe los «signos de los tiempos» que allí les invitaban a buscar más amplios horizontes para el nombre y la vida cíe los cristianos.

En Roma anunciaron el Evangelio y en Roma dieron el último testimonio de Cristo con su propia muerte. El sepulcro cíe Pedro es venerado en la basílica Vaticana y el de Pablo en la basílica Ostiense.

En el oficio de lecturas de esta fiesta, leemos y meditamos con gusto la vibrante exhortación de San Agustín: «En un solo día celebramos el martirio de los dos apóstoles. Es que ambos eran en realidad una sola cosa, aunque fueran martirizados en días diversos. Primero lo fue Pedro, luego Pablo. Celebramos la fiesta del día de hoy, sagrado para nosotros por la sangre de los apóstoles. Procuremos imitar su fe, su vida, sus trabajos, sus sufrimientos, su testimonio y su doctrina».

José -Román Flecha Andrés

Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.