Sáb
24
Dic
2022

Homilía Natividad del Señor

La gloria del Señor los envolvió de claridad

Pautas para la homilía de hoy


Evangelio de hoy en audio

Reflexión del Evangelio de hoy

Nuestro tiempo rezuma miedo por todas partes. Echar un ojo a los medios, radios, diarios, televisiones, digitales y redes, nos deja entrever que el miedo, la angustia, campan a sus anchas por nuestro mundo. Todo son amenazas de oscuridad, avisos de desgracias. Se nos dice que todo puede ser peor, que nada marcha bien, que todo está mal. Noticias de guerras, muerte y violencia. De crisis, de desesperación, de angustia y de tristeza. Hay abusos, opresión, manipulación e injusticias. La muerte nos rodea. La frustración. El malestar. Todo eso golpea nuestro tiempo. Como en la historia tantas veces ha sido.

El profeta Isaías escribe en medio del destierro y el exilio de Israel en Babilonia, pero - y he ahí una clave fundamental de la condición humana- no quiere transigir con las tinieblas de la desesperación. Hay algo constante en la vida humana por la que, aunque caminamos siempre rodeados de sombras, con la amenaza de la muerte, nos resistimos a las tinieblas. A que eso sea todo. Hay una voz profunda en el corazón humano que se levanta contra la tristeza, la desesperación y la injusticia. Hay una negativa profunda a la oscuridad, que se resiste a normalizar la agresión, el abuso o la violencia. Así no puede ser. Así no debería ser. Siempre cabe la posibilidad de que eso cambie. No está el ser humano hecho para vivir en medio de la oscuridad. El hombre está hecho para el bien, la alegría, la justicia y la luz. Aunque nos choquemos con el muro de la oscuridad, nos resistimos a que sea eso el último factor real de la existencia.

Isaías alimenta esa esperanza, aunque con la humildad, la honestidad y la sabiduría de los hombres sabios, reconoce que el ser humano por sus solas fuerzas no puede acabar con la oscuridad del mundo. Que necesita que la salvación le llegue. En su fe, la fe de un Dios que ha salvado a Israel ya en otras ocasiones, confía en que Dios volverá a salvarlo, y proféticamente anuncia que un niño traerá esa salvación. Es aquí, probablemente, ese niño un símbolo de vida futura, de esa esperanza. Es aún una esperanza y una promesa inmanente que el Dios trascendente despertará, por la que acabará el destierro y por la que el reino de David se restaurará. Una promesa inmanente, con la fe que tan sólo Dios puede darle al hombre lo que anhela...

Lo realmente fascinante de una noche como esta es la narración de Lucas que nos dice que esa esperanza irrumpe en la historia, en un tiempo concreto, real e histórico. Que Dios trae directamente la luz al hombre y que no es un mero mito, ni un deseo espiritualoide que nunca se completa. En la realidad concreta de tiempos de Augusto y Cirino, en los lugares físicos concretos y reales de la Palestina del siglo I, en medio de una familia concreta y particular, con sus nombres y su pasado y su presente, ante unos testigos y con unas pruebas concretas, esa promesa de Dios de darle cumplimiento a la esperanza del hombre de salvación, plenitud y sentido, se hace real.

Y de un modo inesperado, pues no es otro profeta el que trae el mensaje de un Dios lejano a los seres humanos, ni un rey glorioso que venza el mal, sino que en este niño el mismo Dios viene a cumplir su promesa. Se conecta así lo inmanente y lo trascendente, Dios y el hombre, la gloria y el tiempo. Por eso los ángeles y los cielos y la gloria que llena esta noche. Por eso las maravillas y portentos. La promesa de la plenitud del hombre, de la esperanza frente a la desesperación, de la luz y la belleza frente a la oscuridad, de la alegría y el gozo frente a la angustia y la tristeza, de la libertad frente a la opresión, de la justicia frente al abuso, y la paz frente a la agresión y la violencia, se hacen realidad hoy.

Por eso con el salmista podemos gritar de alegría y de gozo que hoy nos ha nacido un Salvador. Que ese niño en un pesebre, envuelto en pañales, sin sitio en la posada, en ese niño se cumple la promesa de Dios con la humanidad que ésta ha intuido en la esperanza frente a la oscuridad.

Ese niño que crecerá y vivirá, y enseñará, y se entregará hasta la muerte por amor para salvarnos, es la misma esperanza hecha carne.

Pero no nos olvidemos, Pablo en su carta a Tito lo recuerda, la salvación exige también del hombre. No nos salvará Dios sin nosotros mismos. Hay trascendencia en la inmanencia, y mística y misterio en la Encarnación y la salvación, esa es la parte de Dios, pero al ser humano se le exige también algo. Pablo lo dice. El misterio de la Navidad nos exige dos cosas: una vida distinta frente al mundo superficial y egoísta, es decir, vivir en la luz frente a la oscuridad; pero también nos exige paciencia para los tiempos de Dios frente al tiempo del hombre.

El tiempo es todo lo que tenemos y toca vivirlo de modo adecuado a lo que el hombre es. Una vida en el tiempo que se llene de honestidad, bondad, justicia, esperanza... y de paciencia. Lo escatológico de fines y esperas de venidas en gloria y majestad de Dios a la tierra, como hemos pedido en el Adviento, está muy presente en Pablo, pero como de ese misterio no sabemos el día ni la hora, Pablo nos recuerda que algo sí podemos hacer mientras. Vivir desde el amor y vivir en la paciente espera con Dios.

En ello late la idea y la conciencia de que el Reino de Dios se va haciendo poco a poco, que va dando pasos de justicia y de amor entre los hombres, pero también que siempre, aquí, donde conviven luz y oscuridad, será imperfecto. El más allá será la plenitud, pero eso no quiere decir que en el aquí y el ahora no se puedan dar pasos para construir algo de los anhelos del hombre.

El niño que nace hoy nos trae la esperanza de la luz y de la salvación. También, obviamente, para nuestro mundo de hoy, de oscuridad y calamidades y amenazas y desesperación. Ese niño que hoy nos nace viene para recordarnos que la esperanza es posible. Viene para volver a traernos la esperanza que tanto necesitamos. El niño que hoy nace es de nuevo una invitación a la humanidad a cambiar su vida, a alimentar la luz y la esperanza y la bondad frente a la oscuridad y la injusticia y la violencia. Pero es también una prueba de que la promesa de Dios es real y se cumple. Que la luz y el bien y la belleza y la justicia y la vida vencen a cualquier oscuridad y cualquier miedo. Que la muerte no tiene la última palabra.