Dom
16
Ago
2015

Homilía XX Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2014 - 2015 - (Ciclo B)

El que coma de este pan vivirá para siempre.

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Los humanos necesitamos celebrar. La celebración es parte de nuestra vida. Quien no siente la necesidad de celebrar no podemos decir que está realmente vivo. Nos reunimos con las personas a las que queremos y con las que compartimos nuestra alegría. Y todo lo celebramos comiendo y bebiendo. Comer y beber con alguien no es cualquier cosa. Compartir la mesa es signo de compartir la vida.

La comunidad de Jesús ha de ser una comunidad en la que nos sintamos llamados a compartir la vida, teniéndole a él como centro. Si no es así, no hemos entendido del todo el mensaje del Maestro. En eso consiste buena parte de lo que significa ser discípulo.

Jesús en numerosas ocasiones aparece en el Evangelio compartiendo la mesa con la gente sencilla y con los pecadores. Se mezcla con la gente del pueblo y comparte su vida. Por eso es criticado por aquellos que se creen mejores que los demás. Pero Jesús ha venido a curar y a traer la salvación a los pequeños, a los débiles y a los pecadores que se sienten necesitados del amor incondicional de Dios. Un amor que se manifiesta en el Jesús que comparte con ellos el pan, el vino.

El Evangelio de hoy nos invita a pensar en la Eucaristía. En la última cena Jesús manda a sus discípulos haced lo mismo en memoria suya, hasta que vuelva. No les invita a un mero gesto cultual. De los que se sientan con él a la mesa espera que entreguen la vida en el servicio a los demás, como lo ha expresado de un modo plástico levantándose de la mesa, quitándose el manto, arrodillándose ante cada uno y lavándoles los pies.

En el banquete de la Eucaristía, es Jesús el que se nos da como pan y como vino, su cuerpo y su sangre que nos alimenta a los creyentes. Comer su cuerpo y beber su sangre nos identifica con él y nos da las fuerzas que necesitamos para hacer vida su palabra.

Acercarnos a comer su cuerpo y beber su sangre puede parecernos algo incluso sencillo. Reconocemos que no somos dignos de recibirle, como el centurión, en nuestra casa. Nos tenemos que acoger siempre a su misericordia. Una misericordia que no tiene límites. Pero entrar verdaderamente en comunión con Jesús significa comulgar con el Evangelio, nuevo modo de ser y de vivir, que nos propone como un verdadero reto. Quien come y bebe con Jesús, pero no comulga con la causa del Evangelio, sigue estando en ayunas.

Comer y beber con Jesús nos hace entrar en comunión con él y con los demás cristianos, formando un solo cuerpo: la Iglesia comunidad. Es la Acción de Gracias de la que nos habla Pablo en la carta a los cristianos de Éfeso. A ellos y a nosotros nos exhorta a celebrarla.

La Eucaristía es como el maná del nuevo Pueblo de Dios, que camina hacia la plenitud del Reino. Es el mejor de los alimento. Nos robustece en la fe con la fuerza del Espíritu, que nos anima en el camino y el esfuerzo cotidiano.

Demasiadas veces hemos hecho de la Eucaristía un simple acto de culto. Veneramos, adoramos… nos preocupamos por seguir unas determinadas rúbricas, pero tal vez no celebramos en toda su riqueza y plenitud.

Creo que tenemos la obligación de preguntarnos el motivo por el que en nuestras Eucaristías cada vez hay más sitios vacíos. ¿Podemos siempre llamarlas con propiedad celebraciones de la fe? ¿Conectamos de verdad con la necesitad celebrativa de los creyentes de hoy? ¿Sacian nuestra hambre de Dios?

Los cristianos de nuestro siglo estamos llamados a redescubrir juntos el significado profundo de la Eucaristía y la dimensión que entraña de compromiso en la construcción del Reino. Los que comemos y bebemos con Jesús nos sentimos comprometidos, como comunidad, en la tarea de prolongar y actualizar su presencia salvadora y redentora en medio del mundo y de la historia.