Dom
15
Sep
2019

Homilía XXIV Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2018 - 2019 - (Ciclo C)

Porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido

Introducción

Las parábolas del Evangelio de este domingo tienen un rasgo común: la alegría, el ser y el permanecer alegres. La alegría es un don del Espíritu Santo. El Papa Francisco ha definido la alegría cristiana como ‘la respiración de un cristiano’, como su aliento vital. La alegría cristiana, que nada tiene que ver con vivir en continuas carcajadas o de forma superficial y despreocupada, no es incompatible con la vivencia del sufrimiento. Es fundamento de la paz interior y del justo equilibrio que los cristianos necesitamos para vivir en la necesaria tensión entre lo que somos aquí y ahora y lo que llegaremos a ser en plenitud.

La fe en Jesús nace de un encuentro cierto, de una experiencia vital, entre el Espíritu del Señor resucitado, presente en la Historia, y el creyente. Muchos de nosotros no hemos pasado por un proceso de conversión parecido al de Pablo, que del judaísmo intransigente pasó a formar parte de la naciente comunidad cristiana, sino que, más bien, nuestra fe la hemos recibido más como herencia cultural que por una conversión personal. Hemos de adentrarnos, por lo mismo, en los misterios de la fe recibida para conocer y vivir en coherencia con el mensaje del Evangelio.

El sacramento esencial de la pertenencia cristiana es la Eucaristía, un banquete ritual en el que el mismo Jesús se hace presente en medio de nosotros en forma sacramental y que se nos ofrece como aliento y alimento. Cada domingo estamos invitados a experimentar con gozo y alegría el banquete del Señor, su comunión con Él y la dicha de reunirnos en su nombre hasta que se cumpla la promesa de su retorno glorioso y definitivo.