Dom
11
Abr
2021

Homilía II Domingo de Pascua

Año litúrgico 2020 - 2021 - (Ciclo B)

Hemos visto al Señor

Pautas para la homilía de hoy


Evangelio de hoy en audio

Reflexión del Evangelio de hoy

El sueño de la justa distribución

Este es un espacio para la espiritualidad, no para la economía. Sin embargo, la economía tiene algo que ver con la espiritualidad porque la economía se refiere al gobierno de la casa y la espiritualidad al gobierno de nuestro cuerpo, nuestra casa interior. Cuando en la Primera Carta a los Corintios, Pablo habla de los dones del Espíritu dice que han sido distribuidos por Dios entre muchos para que nadie se jacte y nos necesitemos los unos a los otros, porque ninguno solo posee en plenitud la riqueza del Espíritu. La clave está en no llamar ‘suyo propio” a nada de lo que se tenga, sea material o espiritual. La idea de poner todo lo que se es y se tiene al servicio de la comunidad por encima de uno mismo es primordial. Sin embargo, toda distribución justa, para que alcance a todos lo suficiente y que nadie pase necesidad, dependía de los apóstoles, que eran considerados ‘los administradores fieles’ puestos al frente de la comunidad por el mismo Señor.

Los pobres de todos los tiempos y de todos los lugares han sido, y siguen siendo, los que aspiran a convertir en realidad el sueño de la justa redistribución de todo tipo de riquezas, como bien sabemos. Según todos los indicios históricos, las primeras generaciones cristianas de la iglesia madre de Jerusalén, el principal núcleo desde donde se expandió el cristianismo, estaban conformadas, desde el punto de vista socioeconómico, en sus mayorías, por los segmentos pobres y marginales de la sociedad. Buena parte de ellos, además, eran de origen galileo, originarios del norte de Palestina, y que como migrantes en Jerusalén, en el sur, lo debieron de pasar bastante mal para subsistir. Es más, sobrevivieron gracias a la ayuda mutua que entre ellos fueron capaces de crear y establecer. El hecho que Pablo organizara una gran colecta entre las comunidades que acompañaba, más ricas y pudientes, para la iglesia de Jerusalén nos indica que se trataba de una comunidad más bien pobre y necesitada.

En la larga historia de la Iglesia, el sueño comunitario de alcanzar la justicia social y la redistribución en equidad de bienes y recursos, siempre ha estado presente. Pero este ideal fue más una aspiración que una realidad global al interior de la comunidad cristiana. Desde fechas tempranas, próximas a los inicios cristianos, se sabe por las denuncias y exhortaciones que hacen los Padres de la Iglesia del desamparo de los pobres, la codicia de los ricos y la falta de solidaridad cristiana entre algunos de los bautizados. Otro ejemplo, bastante posterior, sucedió en el siglo XIII, con la emergencia de las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, etc.) que van a intentar reconstruir y animar, desde ellas mismas, no solo el sueño originario cristiano de la justa distribución, sino que lo intentarán llevar a cabo desde sus respectivas familias religiosas. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta llegar a fechas cercanas a nosotros; uno de los más llamativos, por extendido y provocador, fue el ‘movimiento hippie’ de las últimas décadas del pasado siglo.            

Desde la misericordia y la verdad

La doctrina social de la iglesia no nace, sin embargo, de un sueño utópico, sino de la vida y predicación de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, confesado como Señor y experimentado, religiosamente, como resucitado. Habrá siempre una gran distancia entre los que ‘vieron’ al Señor resucitado y todos los demás, incluido San Pablo, que solo podemos ‘tener una vivencia’, una experiencia, de la Resurrección del Señor por la vía religiosa, es decir, provocada desde la fe. Una fe que brota en virtud del encuentro personal con la Palabra de Dios y el testimonio histórico de aquellos que lo vieron resucitado. Hemos venido a la fe porque otros nos han compartido ese testimonio, hemos creído en él y nos ha impactado.  

Desde que Jesús saliera de Nazaret hasta su muerte, en cruz, en Jerusalén su vida pública, todo lo que dijo e hizo, tenía como horizonte mostrar la cercanía y misericordia de aquel que llamaba ‘Abba’, identificado con el Dios de la Alianza del Antiguo Testamento. El desvelo de Jesús fue mostrar el empeño que ese Dios tenía por querer establecer con la humanidad, por su mediación, confesado como su Hijo y Mesías, una nueva Alianza que tuviera a las Bienaventuranzas por ‘carta magna’ en el horizonte escatológico de un juicio en el que solo seremos, al final, examinados en el amor. Testigo de todo esto fueron aquellos a los que Él mismo llamó y asoció a su propia misión, en especial, a los apóstoles, a los enviados.

En Jesús, el Cristo, confluyen la misericordia y la verdad de Dios Trinidad. La misericordia para ser verdadera tiene que ser activa y la verdad dinámica para ser cierta. La una necesita de la otra para construir la Verdad del Dios Misericordioso que pasa por el encuentro, la comunidad y el compartir. Del mismo modo que nadie puede concebirse a sí mismo, si no es por obra de otros, nadie, por sí mismo, puede alcanzar lo que pueda llegar a ser y menos aún conquistar su propia salvación. En cristiano, al menos, todo pasa por el partir y el compartir. La nuestra no es una fe destinada para unos pocos escogidos o de una doctrina reservada a unos pocos elegidos, sino un camino abierto a todos los que se dejan encontrar por el Espíritu de Jesús resucitado.

No se trata de ver para creer, sino de creer para poder ver

Aunque el ‘ver’ forma parte de la experiencia religiosa, su componente esencial es el ‘creer’. No es fácil definir o hablar en términos aceptables, para nuestro lenguaje común y coloquial, sobre la creencia. La mayoría de las veces nos sucede, además, que no ‘acertamos’ a expresar atinadamente cuando hablamos de nuestras convicciones religiosas, y peor aún si, además, percibimos en los que nos escuchan, en ‘los otros’, indiferencia, burla, hostilidad o sarcasmo. Considero que nunca ha sido fácil transmitir la fe viva y estos nuestros tiempos, dominados por la increencia generalizada y la ostentosa secularización, son particularmente retadores para los creyentes que quieran dar a conocer a Jesús, evangelizar o transmitir su fe.

Creer en el núcleo fundamental y fundacional de nuestra fe, en la resurrección, no es un asunto menor. El final del Evangelio de San Juan es una prueba de ello (el actual capítulo 21 fue un añadido posterior). Termina el Evangelio, ciertamente, haciendo una confesión de fe por parte de Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!, pero en un contexto general donde la ‘duda’, razonable por otra parte, del mismo Tomás, es un factor incómodo. Hablar de la resurrección y, más aún, experimentarla, aunque sea de forma religiosa, es algo fuera de lo común, ya que de lo que sí tenemos plena evidencia es de la muerte y de que con ella toda vida individual se termina. Es la fe del mismo creyente la que le hace dar un paso más allá.

La fe compartida, la Palabra y los Sacramentos construyen la Iglesia, nos convierten en miembros de una comunidad histórica en la que, gracias al testimonio de los que fueron testigos acreditados de la resurrección de Jesús de entre los muertos, la vida, y no la muerte, tiene la última palabra. Es la definitiva Palabra de Dios: he venido para que tengan vida eterna. Pascua, que significa ‘paso’, es atreverse a dejar el miedo a una evidencia, la muerte, por abrazar una esperanza nacida de la fe, plenitud de la vida enraizada en ese Dios que compartió nuestra condición humana, que murió por nosotros y que resucitó como primicia de nuestra propia resurrección. Feliz tiempo pascual. Alegraos, porque el Señor, en verdad, ha resucitado.