Veré a Dios, mis propios ojos lo verán

Primera lectura

Lectura del libro de Job 19,1.23-27a:

Respondió Job a sus amigos: «¡Ojalá se escribieran mis palabras, ojalá se grabaran en cobre, con cincel de hierro y en plomo se escribieran para siempre en la roca! Yo sé que está vivo mi Redentor, y que al final se alzará sobre el polvo: después que me arranquen la piel, ya sin carne, veré a Dios; yo mismo lo veré, y no otro, mis propios ojos lo verán.»

Salmo de hoy

Salmo 24 R/. A ti, Señor, levanto mi alma

Recuerda, Señor, que tu ternura
y tu misericordia son eternas;
acuérdate de mí con misericordia,
por tu bondad, Señor. R/.
Ensancha mi corazón oprimido
y sácame de mis tribulaciones.
Mira mis trabajos y mis penas
y perdona todos mis pecados. R/.
Guarda mi vida y líbrame,
no quede yo defraudado de haber acudido a ti.
La inocencia y la rectitud me protegerán,
porque espero en ti. R/.

Segunda lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 3,20-21

Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo.

Evangelio del día

Lectura del santo evangelio según san Juan 11, 17-27

Cuando Jesús llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén: unos tres kilómetros; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: - Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá. Jesús le dijo: - Tu hermano resucitará. Marta respondió: -Sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dice: - Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Ella le contestó: -Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.

Reflexión del Evangelio de hoy

  • “Veré a Dios, mis propios ojos lo verán”

Los hombres de todos los tiempos y de toda condición, grandes pensadores y personas sencillas y anónimas, han dado vueltas y vueltas, con la cabeza, con el corazón, en torno a nuestro destino último. Las dos respuestas posibles nos las conocemos. Primera: todo se acaba con la muerte. Segunda: hay vida después de la muerte porque la persona humana es inmortal.

Los cristianos nos apuntamos a la segunda respuesta y, por eso, celebramos hoy el triunfo final de todos los fieles difuntos. ¿En qué nos basamos para ello? Hay un primer dato que bien podemos calificar de universal. El deseo de felicidad, de una vida plenamente feliz, recorre el corazón de todo hombre. No hace falta ahondar mucho en nuestra alma para encontrar en ella este deseo. Nos gustaría vivir siempre, pero no de cualquier manera, no como vivimos ahora donde la luz y las tinieblas se mezclan, donde la alegría y los dolores están entrelazados. Nos gustaría vivir disfrutando continuamente de la plena felicidad, donde todo lo negativo, eso que ahora nos hace sufrir, desapareciera para siempre. Nos gustaría vivir así, no 20, 30, 100 años, sino durante toda una eternidad.

Pero nuestro fundamento fuerte para afirmar la existencia de esa vida eterna y plenamente feliz, está en una Persona, está en Cristo Jesús, nuestro Maestro y Señor. Él ha venido de parte de Dios, su Padre para asegurarnos que ese anhelo de inmortalidad, que inunda nuestro interior, se va a ver satisfecho, porque nuestro buen Dios nos va a regalar la vida plenamente feliz después de nuestra muerte. “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá: y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.

Nosotros, somos los que nos fiamos de Jesús. “Sé de quien me he fiado”. Después de todo lo que ha hecho y sigue haciendo en nosotros y por nosotros, con el apóstol Santo Tomás, le decimos: “Señor mío y Dios mío”, y nuestro corazón seducido se atreve a gritar: “Veré a Dios; yo mismo lo veré, y no otro, mis propios ojos lo verán”. Nuestra vida acaba bien, tiene un final feliz, y por toda la eternidad.