Mié
8
Ago
2012

Homilía Santo Domingo de Guzmán

Año litúrgico 2011 - 2012 - (Ciclo B)

Qué hermosos son los pies del mensajero que anuncia la paz

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Es sabido que en la lejanía del tiempo los profetas del Antiguo Testamento preparan la venida de Cristo y la anuncian por medio de diversas imágenes. Una de ellas, la del mensajero puesto en camino para llevar de una parte a otra buenas noticias, que es lo que todos esperan.

Pero el anuncio profético no termina en Cristo. Por medio de él se dirige y se adentra en su Iglesia para ilustrarla y confortarla en la peregrinación terrena hacia el encuentro definitivo con su cabeza. Las palabras de Isaías resuenan con particular fuerza en esta solemnidad, y ayudan a descubrir uno de los «advientos intermedios» del Señor de que habla Benedicto XVI, que se dan antes de que llegue el definitivo en el esplendor de su gloria.

Domingo encarna una de estas modalidades de adviento, una de esas venidas intermedias de Cristo que hacen época. Por medio de ella Dios ha querido renovar su Iglesia y centrar la historia más plenamente en el que es su principio y su fin.

Los pies de Domingo, que aparecen desnudos en el aludido icono, son calificados de hermosos por el profeta. Experimentaron de manera bien directa e inmediata las diferentes características del terreno, polvoriento por las sequías estivales, cubierto de hielos y nieves durante los crudos y largos inviernos de los Alpes, donde aquel hermano cooperador español que lo acompañaba no podía dar ya ni un paso más. Las plantas de sus pies probaron zonas pedregosas y resbaladizas a consecuencia de las lluvias, así como valles cubiertos de praderas floridas que presentaban una gama de colores casi infinitos.

Sobre esta tierra dispar de Europa, que consideraba tan suya, porque es un regalo de Dios para los hombres, se deslizaban sus pies, a un ritmo adecuado, el que le permitía y facilitaba mantenerse en coloquio continuo de amigo a amigo con el que, desde el bautismo, tenía las llaves de su alma. Era su oración un diálogo amistoso y comprometido, de comunión atenta y perseverante con el que se dignó convertirlo en enviado, y depositar en él un mensaje, jamás agotado, aunque bebía con avidez del agua de la Palabra, que brotaba de sus manantiales los libros del Antiguo y el Nuevo Testamento, como si quisiera consumirlos del todo, y esto ya desde aquellos años venturosos de formación en la ciudad de Palencia.

El caminar de Domingo no seguía un curso distraído. Tampoco se asemejaba a una huida. No se movía hacia metas que distanciaban de Dios. En sus recorridos descubría entre los moradores del mundo aspiraciones hacia la bueno y, a la vez, desalientos, generosidad y egoísmo, libertad y esclavitud, solidaridad y ambición, verdad y error, buena voluntad y equivocaciones sin cuento, valentía y falta de valor, ansia de paz y guerras inveteradas, manifestaciones de renovación y cómodo estancamiento, fidelidad y traición, aprovechamiento y pérdida de la jornada diaria, amor y odio, venganza y misericordia.

Tanto lo uno como lo otro lo insertaba por distintos motivos en una oración, que compuso y lo acompañó siempre, al menos desde el estreno de su sacerdocio en Osma. Era esta: «Dígnate, Señor, concederme la verdadera caridad, eficaz para cuidarme y procurar la salvación de los hombres. Estoy convencido de que solo comenzaré a ser de verdad miembro de Cristo, cuando ponga todo mi empeño en desgastarme para ganar almas, según el modelo del Salvador de todos, el Señor Jesús, que se inmoló totalmente por nuestra salvación».

Fue embajador de buenas noticias: las que recibía de su Señor con las manos abiertas. Ante ellas manifestaba asombro, las agradecía, reverenciaba, se inclinaba, besaba su escritura trazada en el códice que siempre portaba consigo y que permaneció incólume tras permanecer un tiempo en el fondo de un río. Interiorizaba el mensaje en un clima de plegaria nunca interrumpida. Lo proclamaba con palabra de fuego, igualdad de ánimo, lágrimas de compasión, alegría y serenidad, con bondad y placidez, también con firmeza, que era fruto de fidelidad a la divina voluntad madurada largamente.

En el icono que nos sirve en esta ocasión de punto de partida la mirada de Domingo contiene una invitación insistente. La misma que hacía a sus hermanos y hermanas cuando los enviaba hacia París, Madrid, Tolosa, Roma o Bolonia: «Id a predicar; sé muy bien lo que me hago». La gracia de la misión es un tesoro para compartir y enriquecerlo todavía más con su uso. La semilla debe esparcirse. El trigo no puede ocultarse al pueblo. Los enviados no deben buscar reposo satisfecho junto a las parvas del grano en la era.

Los vigías seguidores de Domingo se siente como impelidos a gritar, incluso a cantar a coro. Ante todo, en aquella liturgia al modo breve y solemne que él estableció en su grupo eclesial, para que, lejos de impedir el estudio y la predicación, facilitara ambas cosas. En aquella liturgia que tiene como corazón la Eucaristía en la que, con ojos de fe, se contempla cara a cara al Señor, que vuelve a Sión, porque ni por un instante puede abandonar al hombre. Lo ha plasmado a su imagen y semejanza y lo ha elevado a la dignidad de hijo y amigo.

Buen preámbulo el de esta solemnidad de Santo Domingo para comenzar con ánimo un Año de la Fe, guiados por el que, a coro, los testigos del proceso canonización en el Languedoc, proclamaban amante sin reservas de la misma: de la fe, y de su hija, la paz.