Dom
4
Jul
2021

Homilía XIV Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2020 - 2021 - (Ciclo B)

No desprecian a un profeta más que en su tierra

Introducción

Las lecturas de la misa de hoy nos proponen como modelo de conducta el «profetismo»  representado por el profeta Ezequiel en la primera lectura del Antiguo Testamento y de modo eminente y definitivo por Jesús, en el evangelio de Marcos. Al usar el proverbio de que «no desprecian a un profeta nada más que en su casa», Jesús se presenta claramente como profeta. ¿Qué es un profeta o una profetisa, puesto que en los pueblos del oriente próximo esta era una función que también ejercían las mujeres –no así la del sacerdocio–? Pues es una de las personas que realiza la mediación entre Dios y su pueblo. En los principios del profetismo bíblico, era el mediador entre Dios y el rey de Israel, por la sencilla razón de que este y su corte eran los dueños absolutos de su pueblo y los que marcaban el modo de ser y de actuar de la gente. El pueblo israelita, en realidad, no pintaba nada en las decisiones que le atañían, por lo que era lógico que el profeta se dirigiera a los poderosos para comunicarles el mensaje de Dios sobre su modo de actuar.

 Los profetas y las profetisas no hablaban por su cuenta, sino que transmitían el mensaje de Dios, veían la realidad de lo que sucedía a su alrededor con «los ojos de Dios»

Siempre ha circulado entre nosotros el dicho de que «Dios lo ve todo», queriendo expresar con ello que es un vigilante perspicaz al que nada se le escapa de cuanto hacemos los humanos. Pero deberíamos sustituir este proverbio de espía omnipresente que le atribuimos a Dios por este otro: «Dios lo ve todo de otra manera: al modo de un Padre misericordioso». Ante el hombre de la parábola atacado por salteadores y herido, pasaron un sacerdote, un levita y no vieron nada, pero el «buen» samaritano percibió con los «ojos de Dios» que allí había un hombre necesitado, al que vendó sus heridas, lo llevó a la posada y cuidó de él. (Lc 10, 30–37). Así son los profetas y las profetisas. Sus ojos son capaces de ver una realidad distinta de la que perciben los otros mortales. Para ello necesitan una relación muy profunda con Dios, de la que reciben la inspiración para hacerse con los «ojos de Dios» y ver al modo divino las cosas que suceden en la vida diaria de las personas.

Los profetas son personas amenazadas porque abordan las cuestiones más fundamentales de la sociedad, de la política, de la economía, del culto y de la religión con los ojos críticos de Dios, y esta actitud les acarrea la animadversión de los poderosos y de mucha otra gente. Jesús, el intermediario por excelencia entre Dios y los seres humanos, no fue bien recibido en Nazaret ni por su familia ni por sus paisanos. No aparecen con claridad los motivos por los que su familia y sus vecinos rechazaron a Jesús. Es muy probable que fuera la predicación del reinado de Dios. La gente esperaba un Mesías que los librara de los romanos y no uno que dijera que Dios se identificaba con el huérfano, con la viuda, con el hambriento, con el extranjero, con el enfermo o con el que estaba en la cárcel (Mt 25, 36 y ss.). La posibilidad de entender lo que dice Jesús solo se da cuando uno está dispuesto a hacerse discípulo de Jesús y a seguirle, a tener fe, como dice el evangelio de hoy.

Las iglesias de Jesús de hoy necesitan profetas y profetisas, quizás más que ningún otro carisma. Hacerse con los «ojos de Dios» requiere una relación profunda con Dios y una valentía a veces heroica para enfrentarse y desenmascarar a los corruptos, a los explotadores, a los que oprimen al emigrante, al pobre y al desvalido. Quien tenga la valentía de ser profeta o profetisa recibirá la confianza, la generosidad y la aceptación de algunas personas, pero otras muchas lo rechazarán, lo perseguirán, lo despreciarán y lo culparán. Si las iglesias de hoy no sienten estas amenazas, sino que viven muy tranquilas en un mundo de grandes injusticias, es que los profetas y las profetisas han desaparecido de estas iglesias que se llaman de Jesús.