Dom
25
Feb
2018

Homilía II Domingo de Cuaresma

Año litúrgico 2017 - 2018 - (Ciclo B)

Escuchadlo

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

El misterio que celebramos debe generar en nosotros un profundo agradecimiento, pues es revelación de Dios y confirmación de su divina voluntad de salvación. Se trata de una intervención divina para revelarnos y confirmarnos en nuestras creencias. El evangelio de hoy no va de milagros ni de remedio de necesidades físicas. Si algo trata de curar es nuestra poca fe.

Sucede que no estamos acostumbrados en nuestro mundo a que alguien gratuitamente nos abra los secretos inaccesibles sin pedir retribución. La gratuidad ciertamente no caracteriza nuestro mundo.

Subió a una montaña alta con ellos

     Para comunicar secretos del corazón hay que apartarse a un lugar escondido. Y, a ser posible, alto, inaccesible a los demás, pues así se resguarda la intimidad. Al igual que la oración, en lugares separados e íntimos. El bullicio de las aglomeraciones impide la serenidad de ánimo  y tener los oídos a la escucha. Siempre se han preferido lugares apartados, inaccesibles o recónditos para las grandes comunicaciones. Así se había hecho en los grandes momentos de la historia de Israel, como en el caso de Moisés o en la revelación a Abraham. Ahora es el Tabor el lugar elegido por Jesús para conducir allí a los discípulos más cercanos e íntimos.

En el monte se recuerda el sacrificio de Abraham, a quien Dios pide que sacrifique todas sus creencias y proyectos humanos, incluso las promesas del mismo Dios, como leemos en la primera lectura de hoy. De todo hay que prescindir para abandonarse totalmente en las manos de Dios. Por eso dice Heb 11,17: “Abrahán ofreció a su hijo único… pensando que Dios tiene poder para resucitar de entre los muertos”. En el monte Sinaí Dios manifiesta su voluntad de liberar al hombre estableciendo una alianza con él. A ese lugar se dirigió en condiciones precarias Elías, padre de los profetas. Es también en el Monte Carmelo donde Yahvé manifiesta su poder sobre toda clase de  ídolos de gentiles.

Por ello en la montaña se realizó la mayor teofanía en que Jesús reveló su sacrificio  agradable al Padre y El lo resucitó. Fue un sacrificio agradable a Dios como lo fue el sacrificio de Isaac en la total disponibilidad que significaba de la persona hacia su Dios. La redención se consumó por una total disponibilidad de lo humano en manos de Dios.

Este es mi Hijo amado

     Y se narra la voz de la divinidad: Este es mi Hijo amado.  Es la primera afirmación del mismo Dios sobre Jesús; no de un ángel ni persona humana. La afirmación más rotunda de la naturaleza divina de Jesús. Tanto que pienso que los discípulos no la captaron en ese momento  y sólo lo pudieron relatar tras la resurrección. Con fe plena. La fe de toda la Iglesia no ha podido confesar mejor la naturaleza de Jesús. Es la rúbrica divina a nuestra fe. Todo seguimiento a Jesús y toda aceptación de sus muchas enseñanzas llevan esta rúbrica, están confirmadas así por Dios. Es la misma firma que da Dios en el bautismo de Jesús, donde también una voz venida de lo alto aseguró:   “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17).

Es la paternidad divina que no tiene parangón con ninguna humana. En esta afirmación de la filiación de Jesús está totalmente ausente San José. Se trata de una filiación distinta de la humana y en la que San José no puede ser incluido ni aludido. Por eso en el mensaje de Jesús ser hijo de Abrahán no implica ninguna descendencia en la sangre ni en el cuerpo, sino un vínculo de fe y confianza en Dios, de la que Abrahán es el primer destinatario y San José el más próximo al aceptar en su fe el misterio de la concepción milagrosa de María.

Escuchadlo

Y Dios asigna una tarea a cumplir. Todo acto de amor supone la fe en la persona que se ama. Pero ¿cómo se podrá hoy escuchar la voz de Dios? Los ruidos  ensordecedores de los medios de comunicación, el bullicio enorme de los gritos del público y los decibelios agrandados de nuestra vida social hacen imposible oír esta voz, escuchar este murmullo espiritual. No hay manera de percibir esa voz suave de Jesús en las grandes aglomeraciones que reinan en nuestro mundo. Su voz insinuante se pierde en las cascadas de ruidos en que se desenvuelve nuestra vida y la hace insoportable. 

Es lo que de antiguo habían dicho los profetas: “Escuchad esta palabra que el Señor ha pronunciado contra vosotros”, grita el profeta con la autoridad de Dios (Am 3,1); “Escucha Israel”, repite cada día el piadoso israelita (Dt 6,4) y el mismo Jesús se expresa así: “Escuchad” (Mc 4,3). Escuchar no es sólo aplicar el oído sino también abrir el corazón (Hch 16,14) y poner en práctica lo que se nos dice (Mt 7,24ss).

Quien tiene el corazón depravado, aunque sea miembro del pueblo de Dios, no sintoniza con esas palabras, como los judíos a los que dice Jesús: “Vosotros no podéis escuchar mi palabra… porque no sois de Dios” (Ju 8, 43.47). Por eso en los tiempos mesiánicos hasta los sordos escucharán la palabra de Dios y la obedecerán (Mt 11,5). También la Virgen María reveló ese sentido religioso de escuchar a Dios: “Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28). Guardar, de eso se trata; una cosa es oír el evangelio y otra escuchar la Palabra de Dios. Todo ello depende de la docilidad y el asentimiento íntimo que se da a la palabra escuchada. La voluntad de Dios es seguramente escuchar a Jesús, secundarle, seguirle y cumplir lo que él dijo.

Bajaron de la montaña y … discutían qué quería decir resucitar de entre los muertos

Es la inteligencia humana siempre hay dudas cuando se trata de comprender la Palabra de Dios. Y esta vez es en torno al gran misterio de nuestra vida: resucitar, algo que nadie puede hacer por sí mismo, que es exclusivo del poder de Dios; que no es un fruto del empeño de la persona ni efecto de sus carismas, sino que es dádiva de Dios.

Eso significa bajar de la montaña: pasar de una experiencia momentánea de lo divino al fragor y la lucha de la inteligencia humana por tratar de comprender las cosas de la fe. Tarea ardua, pero que es la vida misma del fiel. La fe no vive en estado de montaña sino en el llano terrestre; no con vestiduras blancas y creando placenteras chozas donde pasar el tiempo, como quería el ingenuo Pedro, sino en la llanura de la vida ordinaria y en el fragor de la lucha cotidiana. Hoy hay quienes aceptarían una resurrección que no pasara por la muerte. La cosa va de hijos de Dios por adopción, que es como hay que entender la resurrección.