Dom
17
Feb
2019

Homilía VI Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2018 - 2019 - (Ciclo C)

Dichoso el que ha puesto su confianza en el Señor

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

La Resurrección de Jesucristo y la confianza en Dios

La resurrección de Jesucristo es el hecho central en nuestra fe cristiana. Pablo dice a los corintios: Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido. Seguiríamos con el lastre del pecado.

Creer que Cristo ha resucitado es confiar en la voluntad de Dios, que no es otra que la felicidad de la persona humana. Pero es muy cierta la contraposición que presenta hoy Jeremías entre quienes son malditos, porque están guiados por la ley de la muerte y del pecado, y quienes son benditos porque les guía Dios.

Nunca Dios prometió a su pueblo algún paraíso en el cielo. Tampoco, cuando las cosas estaban mal en la tierra, trató de que fueran pacientes hasta que en otra vida mejorara su situación. Dios les prometía cosas de este mundo y ellos se esforzaban por conquistar las promesas de Dios, aun cuando comprendían que no puede darnos en este mundo todo lo que ha preparado para nosotros.

Cuando Jesús apareció había una gran expectación sobre el Mesías anunciado. Y se presentó con las manos vacías: no repartía pan, ni distribuía tierras, ni prometía la salida de los opresores. Sin embargo, afirmaba que el Reino de Dios había llegado. No venía a cambiar milagrosamente la situación dolorosa de la humanidad. Sus seguidores no pueden esperar verse colmados de favores, de salud, de dinero, de consideración y de prestigio humano. Y aun así les dice: ¡Felices!

Jesús nos ofrece una nueva manera de estar en la tierra

Lucas presenta las bienaventuranzas como destinadas a los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los que son perseguidos, y Jesús les dice: “vuestro es el reino de Dios”, “quedaréis saciados”, “reiréis”, “vuestra recompensa será grande en el cielo”.

El término griego que usa Lucas para indicar “pobres” traduce los que, en el Antiguo Testamento, definían a una clase de personas: los desprotegidos, los explotados, los pequeños y sin voz, las víctimas de la injusticia, que con frecuencia son privados de sus derechos y de su dignidad por la arbitrariedad de los poderosos. Por eso, tienen hambre, lloran, son perseguidos.

Jesús dice que el Reino de Dios es de ellos. No proclama felices a los que viven en una situación infrahumana ni nos invita a olvidar los problemas de la tierra para pensar sólo en las cosas del cielo. Ofrece una nueva manera de estar en la tierra. Sus palabras se refieren a la vida presente. Los bienaventurados lo son no porque son pobres, porque están tristes, porque sufren… eso no es motivo de felicidad ninguna ni Dios mismo lo quiere para nadie. Su privilegio es porque Dios muestra su compasión especialmente con quienes sufren más miseria, y los desamparados del mundo están llamados a ser los primeros en beneficiarse de un Reino que impulsa valores de esperanza, justicia y amor.

Las bienaventuranzas son el programa de vida del propio Jesús. Solo llevándolas él mismo a la práctica podía tener autoridad para proponer a sus discípulos un camino de seguimiento que recorra sus mismas opciones. Manifiestan en otra forma lo que ya había dicho al inicio de su actividad en la sinagoga de Nazaret: Él es enviado por el Padre al mundo, con la misión de liberar a los oprimidos, a los pequeños, a los privados de derechos y de dignidad, a los sencillos y humildes. Les dice que Dios les ama de una forma especial y que quiere ofrecerles la vida y la libertad plenas. Por eso son “bienaventurados”.

Pero las bienaventuranzas también aparecen olvidadas, rechazadas o burladas por la práctica de la vida. Llamar felices a los muertos de hambre, a los tristes, a los perseguidos… parece una broma o una burla. Muchos, incluso llamándose cristianos, consideran que en el fondo son inaplicables. Quizá por eso se predican poco y se viven menos. Sin embargo, son el núcleo de la vida evangélica y de la felicidad según el plan de Dios.

Las contrapartes

San Lucas contrapone a lo anterior cuatro “malaventuranzas” que son el reverso de la moneda. Son palabras de Jesús que no se pueden ni ablandar ni ocultar. Él dedicó tanto o más tiempo a criticar la riqueza que a alabar la pobreza. Al contraponer “pobres” a “ricos”, “hambrientos” a “satisfechos”, “los que lloran” a “los que ríen”, los odiados y expulsados a aquellos de quienes se habla bien, indica que hay una relación que no es casual sino causal entre los componentes de cada uno de esos pares.

A la luz del Reino de Dios se desvela la terrible suerte de los que, buscando la seguridad en el poder, en la riqueza y en la alegría de la tierra, oprimen a los demás y destruyen la propia realidad de su existencia. Las palabras de Jesús denuncian la lógica de los que permanecen ciegos a descubrir los verdaderos valores de la vida y las necesidades de los demás. Les dirige una advertencia inspirada en el amor para que se conviertan y no dejen que nada se interponga entre el Reino de Dios y ellos. Advertirles no significa que Dios no tenga para ellos la misma propuesta salvadora que ofrece a los pobres y a los débiles. La salvación de Dios es para todos, pero quienes persisten en la lógica del egoísmo no tienen lugar en el Reino que Jesús vino a ofrecer.

Las bienaventuranzas siguen teniendo vigencia y son un programa de vida sumamente exigente que Jesús presenta a sus discípulos de todos los tiempos. Ofrecen una norma de vida abierta a toda la humanidad, una ética donde todos tienen cabida. Pero seguirlas es un desafío a nuestra comodidad, a nuestra manera de vivir, a muchos de los valores que propone la sociedad de nuestro tiempo… ¿Confiamos en los hombres o confiamos en Dios?