Lun
18
Feb
2019
Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación

Primera lectura

Lectura del libro del Génesis 4,1-15.25:

El hombre conoció a Eva, su mujer, que concibió y dio a luz a Caín. Y ella dijo:
«He adquirido un hombre con la ayuda del Señor».
Después dio a luz a Abel, su hermano. Abel era pastor de ovejas, y Caín cultivaba el suelo.
Pasado un tiempo, Caín ofreció al Señor dones de los frutos del suelo; también Abel ofreció las primicias y la grasa de sus ovejas.
El Señor se fijó en Abel y en su ofrenda, pero no se fijó en Caín ni en su ofrenda; Caín se enfureció y andaba abatido.
El Señor dijo a Caín:
«Por qué te enfureces y andas abatido? ¿No estarías animado si obraras bien?; pero, si no obras bien, el pecado acecha a la puerta y te codicia, aunque tú podrás dominarlo».
Caín dijo a su hermano Abel:
«Vamos al campo».
Y, cuando estaban en el campo, Caín atacó a su hermano Abel y lo mató.
El Señor dijo a Caín:
«Dónde está Abel, tu hermano?».
Respondió Caín:
«No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?».
El Señor le replicó:
«¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo.
Por eso te maldice ese suelo que ha abierto sus fauces para recibir de tus manos la sangre de tu hermano.
Cuando cultives el suelo, no volverá a darte sus productos. Andarás errante y perdido por la tierra».
Caín contestó al Señor:
«Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Puesto que me expulsas hoy de este suelo, tendré que ocultarme de ti, andar errante y perdido por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará».
El Señor le dijo:
«El que mate a Caín lo pagará siete veces».
Y el Señor puso una señal a Caín para que, si alguien lo encontraba, no lo matase.
Adán conoció otra vez a su mujer, que dio a luz un hijo y lo llamó Set, pues dijo:
«Dios me ha dado otro descendiente en lugar de Abel, asesinado por Caín».

Salmo de hoy

Salmo 49 R/. Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza

El Dios de los dioses, el Señor, habla:
convoca la tierra de oriente a occidente.
«No te reprocho tus sacrificios,
pues siempre están tus holocaustos ante mí. R/.

¿Por qué recitas mis preceptos,
y tienes siempre en la boca mi alianza,
tú que detestas mi enseñanza
y te echas a la espalda mis mandatos? R/.

Te sientas a hablar contra tu hermano,
deshonras al hijo de tu madre;
Esto haces, ¿y me voy a callar?
¿Crees que soy como tú?
Te acusaré, te lo echaré en cara». R/.

Evangelio del día

Lectura del santo evangelio según san Marcos 8, 11-13

En aquel tiempo, se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo.
Jesús dio un profundo suspiro y dijo:
«¿Por qué esta generación reclama un signo? En verdad os digo que no se le dará un signo a esta generación».
Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla.

Reflexión del Evangelio de hoy

La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra

Los primeros capítulos del Génesis quieren dar respuesta a las grandes preguntas que el ser humano se ha planteado y sigue planteándose sobre la condición humana, icluida también la pregunta de por qué morir. Las respuestas son relatos que tienen un valor no histórico, pero sí alegórico y didáctico. ¿Por qué existen enfrentamientos, a veces brutales, entre hermanos de sangre, cuando es tanto lo que les une? ¿Por qué Dios parece escuchar la oración de unos y no la de otros? La respuesta a la primera pregunta el autor la encaja en el histórico enfrentamiento entre pastores y agricultores. Entre dos maneras distintas de vida: la del apegado a un terreno concreto, delimitado a veces por cercas, y la del que necesita libertad de espacios para que el ganado encuentre pastos. Que deriva en la cultura agrícola, por ejemplo la egipcia y la nómada judía. En el relato del Génesis, el agricultor es el malo y el pastor el bueno. Siendo de cultura judía no podía ser de otra manera. La maldad de Caín hacía hipócritas sus ofrendas rituales, su religiosidad, Dios no las aceptaba. Sí aceptaba las de Abel. Entran en juego entonces algo tan humano como los celos, la envidia, el sentirse inferior, que puede más que los lazos de sangre,  y Caín mata a su hermano. La acción fratricida de Caín es inaceptable por Dios. Pero a la vez Dios exige que su vida se mantenga, la vida cualquiera es sagrada. También la del acabó con otra vida humana. Los años que le quedan a Caín serán duros, cargará continuamente con su crimen. Dios quiere su vida y también su pena por lo que ha hecho. Aún no es tiempo de perdón. O al menos no lo era para el autor del relato.

Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación

Jesús en su tiempo de oración y reflexión en el desierto a donde el Espíritu le había llevado, había rechazado reducir su misión a realizar signos espectaculares, como tirarse del alto del templo sin consecuencias en su cuerpo o convertir las piedras en pan. Es verdad que encontramos muchas curaciones; pero es frecuente la petición de Jesús a los testigos que no comuniquen lo acontecido.  Fue su mandato a quienes le acompañaron en la gloria de la Transfiguración. Cuando el milagro es visto con muchos se dirige a quien se ha beneficiado de él para decirle, “tu fe te ha curado”. Jesús no vino a realizar números circenses, no quiso fundamentar su predicación en lo espectacular. No vino a deslumbrar sino a iluminar. Su deseo es que quienes le escuchaban y le seguían lo hicieran por la fuerza de la verdad de su palabra, por su modo de vivir, por los sentimientos que le movían; que sí, en no pocas ocasiones, le llevaron a realizar curaciones. Estos eran signos suficientes de que Dios estaba con él y de lo humano de sus sentimientos. ¿Qué necesidad de más deslumbrantes signos, que maravillasen más que instruyesen? Jesús en la discusión con los fariseos no acudía a un juicio de Dios, estilo de la Edad Media, de modo que se produjera algo espectacular que surgía del cielo que avalara su predicación. Quería confianza, fe en él, que se apoyaba en su palabra y en el testimonio de su vida.

Los dominicos recordamos hoy a Fra Angelico, el beato Juan de Fiésole, el que nos dejó en sus obras pictóricas la dulzura, la hondura de los misterios más hondos de nuestra fe, como la Anunciación.