Dom
14
Oct
2012

Homilía XXVIII Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2011 - 2012 - (Ciclo B)

Que difícil va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

  • Es conveniente conjugar la lectura del Nuevo Testamento y el Evangelio.

En la carta a los hebreos el eje es la palabra: tajante, alcanza la entraña y es eficaz. Eficaz, pero hay que responder. La eficacia se comprueba en mi respuesta. Siempre libre, siempre aplazable, siempre rechazada. Quiero dejarme vencer por la palabra, abrir los pulmones de mi espíritu, que me llegue, que arribe a mi vida esa palabra.

Tanto si miramos el mundo que nos envuelve como si giramos hacia nuestra vida diaria más concreta, aparentemente más trivial, parece que muchas veces andamos perdidos, sin saber qué hacer, sin encontrar un sendero de fiar. Cuando me oriento en la vida, encuentro sentido. Esa orientación sólo puede venir del encuentro de la palabra acogida con la realidad que me rodea o con la mía propia. Y aquí tropezamos, siempre tropezamos, con Jesús y el Evangelio.

Hay que insistir en la radicalidad de la llamada evangélica. No podemos echar agua al vino. Es mejor decir no puedo, que traicionar el Evangelio. Lo cierto es que en nuestra conciencia no nos engañamos, pero nos buscamos dispensas. Nos enredamos en interpretaciones cómodas. Y, al final, se nos escapa el Evangelio mismo y nuestra vida se vuelve irremediablemente confusa.

La llamada a compartir los bienes de este mundo se sostiene en una actitud última. Nadie es el dueño de la tierra. Sólo Dios es el Señor. Quien se considera amo es un ladrón. Y nunca hay que pensar que los poderes de este mundo son una fatalidad que debemos aceptar y que no puede cambiarse. La afirmación de Dios es también la negación de la fatalidad.

A veces, al leer el texto evangélico, se nos invita a llevar un comportamiento “recto”, “honesto”. ¿Lo llamaremos prudente? ¿Lo llamaremos equilibrado? Ante tanta desgracia, hay que calificar sin cautela: esa “prudencia” es mendaz.
También podemos recoger algo que se dice: ¿a qué tanta historia con los pobres? ¿No van las cosas por otro lado? Hay que aclararlo sin cansarse. No se trata de que el pobre sea un santo o esté dotado de cualidades que le hacen más relevante. Al contrario. Es el que no cuenta. No son sus maravillosas cualidades, es aquél ante quien se vuelve el rostro. Compartir el pan con quien tiene hambre, aliarse con el pobre, el huérfano, el extranjero, aliarse con esa nada de mundo: ahí está el sello de la fraternidad, emblema de la trascendencia humilde, tímida, de Dios.

La fraternidad está inscrita en la humanidad. La marca que distingue a la humanidad, que la eleva, es la fraternidad. Es el trazo que Dios deja al sustentar a la humanidad y la huella de su recuerdo que, tantas veces, queda en suspenso. Fraternidad de cada uno con cada uno, hacerse cargo de cada uno. Sólo siendo responsable de cada uno de los otros, sólo entonces, soy fraterno. Sólo cuando ayudo al caído a ponerse en pie, estoy haciendo, y digo haciendo, que todos somos hermano.

No se trata sólo de renunciar a los bienes de este mundo. Hay que compartir. Y compartir con el pobre. El único modo de vivir una vida fraterna, de construir una sociedad fraterna, de trabajar por el Reino, es comprometiéndonos con los que realmente, en su vida, están desmintiendo esa fraternidad ficticia. El pobre, el extranjero…, nada en este mundo en crisis, pero implacable. Fuera los no rentables, los demás a marcar el paso. Bien por los fuertes. ¡Ay del que no tiene!
Sin cansancio hemos de alzar la voz en esta crisis que lastima a la mayoría y que está llevando al desaliento y a la desesperanza a tantos y tantos. ¿Dónde estamos nosotros?

¿Cómo se deja notar Dios? La pobreza tiene mucho que ver. Hay que hablar sin miedo de la debilidad de Dios. Ni el pobre ni Dios entran en los juegos brillantes de luz y de poder que se imponen en este mundo. La verdad de Dios es una verdad desplazada. O exiliada. Ese exilio nos está diciendo que este mundo no es suficiente, que estamos llamados siempre a otra cosa a respirar un aire distinto.

Ser pobre nos lleva tan hacia dentro como hacia fuera. Extirpar el deseo de posesión o de dominio, permite la libertad de dentro. Despeja las fantasías y las ansiedades interiores, abre el espíritu, sereno, libre, sin crispación, lo ahueca y lo ahonda. Ahí, en esa serenidad de dentro, apagados los ruidos compulsivos, despierta el alma a la presencia de un Dios que no deja de darse y cuidar de nuestra vida. Ser pobre es remontar hacia la desnudez de una vida que para sí misma sólo quiere a Dios. Así camina una vida desnuda y sin complejos. Ser pobre es vivir y hacer de otra manera. Una perspectiva distinta. Las cosas, los otros, se nos presentan en su verdad esencial, sin ropaje y sin máscara. Y una mirada compasiva nos devuelve la ternura que nos reconcilia con todo.

Y algo que nunca debemos olvidar: la realidad. Aquí no valen las batallas mentales ni las historias imaginadas ni mañana haré ni el quizá podría hacer… Hay que afirmar la inserción real y sin sueños de la opción evangélica. Tan adentro vivimos que, al cabo, estamos en la plena luz de la plaza pública, jugándonosla con los caídos de este mundo, diciendo y haciendo que las vidas humanas estén en pie. Con gratitud.

Por los pobres… Es el proyecto del Reino, es la marca de la comunidad seguidora de Jesús, es… Es la verdad. La verdad más directa: compartir el pan con quien tiene hambre, justamente porque tiene hambre. Las otras consideraciones vienen después. Nada hay más blasfemo que protegernos en esa especie de solidaridad “espiritual” que sólo es cinismo. Y al final, al final, estar con los débiles de este mundo nos hace ganar un cierto derecho a llaméanos seguidores de Jesús.