Lun
26
Abr
2021

Evangelio del día

Cuarta Semana de Pascua

Vosotros sois la sal de la tierra

Primera lectura

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 2, 1-10

Yo mismo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado.
También yo me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.
Sabiduría, sí, hablamos entre los perfectos; pero una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo, condenados a perecer, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria.
Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido; pues, si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria.
Sino, como está escrito:
«Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman».
Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu; pues el Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios.

Salmo de hoy

Salmo 118, 99-100. 101-102. 103-104 R. Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero.

Soy más docto que todos mis maestros,
porque medito tus preceptos.
Soy más sagaz que los ancianos,
porque cumplo tus mandatos. R.

Aparto mi pie de toda senda mala,
para guardar tu palabra;
no me aparto de tus mandamientos,
porque tú me has instruido. R.

¡Qué dulce al paladar tu promesa:
más que miel en la boca!
Considero tus mandatos,
y odio el camino de la mentira. R.

Evangelio del día

Lectura del santo evangelio según san Mateo 5, 13-16

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?

No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.

Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.

Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.

Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielos».

Evangelio de hoy en audio

Reflexión del Evangelio de hoy

Que vuestra fe se apoye en el poder de Dios

Vivir la Pascua significa dejarnos encontrar por el Resucitado, acoger la Vida que Él nos da para desplegarla en nosotros y en nuestro mundo. Esta es la misión a la que somos invitados.

Misión que sólo podemos realizar por tanto si, el Señor nos ha tocado la vida y nos hemos dejado transformar por Él. Esto significa conocer a Cristo para Pablo: vivir la experiencia de sentirse amado y salvado por un Dios que  ha salido a su encuentro, en el camino de Damasco; un Dios con rostro de crucificado, a quien él ha perseguido y ante quien cae de rodillas para decir: “Me amó y se entregó por mí”; un Dios cuya Gracia ha sido más fuerte que su cerrazón y su pecado.

Ante este Cristo, a quién Pablo lleva impreso en sus entrañas y que se convierte en el motor, fuerza y sabiduría de su vida y predicación ¿qué puede decir un ser humano? ¿Qué palabra o gesto humano puede expresar tanto amor? ¿Cómo no sentir en la predicación “temor y temblor” como sintió Pablo? Y sin embargo el Señor le envía, nos envía, con nuestras limitaciones y pobrezas, y precisamente con ellas, a ser sus testigos. Sólo nos pide poner nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra voz, nuestras manos y nuestros pies a su servicio y sobre todo la confianza en la fuerza del Espíritu, capaz de revelarnos aquello que nuestro corazón, en el fondo, desea y que Dios Padre nos ha entregado en su Hijo.

Preguntémonos hoy: en nuestro deseo de anunciar a Cristo y de acompañar el crecimiento en la fe de las personas, ¿en qué o en quién nos apoyamos? ¿A qué le damos importancia? ¿Confiamos en la fuerza de Dios para tocar y transformar los corazones de aquellos a quienes queremos anunciar su Palabra?

Vosotros sois la sal de la tierra

Muchas veces, al escuchar este pasaje del Evangelio, hemos visto en Él una especie de tarea a realizar, algo a lo que tenemos que llegar como cristianos. Pero si nos fijamos, el texto no nos dice que “debamos ser sal o luz” de la tierra, sino que de hecho lo somos. Es algo que pertenece a nuestra esencia, que nos define, que se refiere a nuestra identidad. Por eso, os invito a profundizar en estos dos símbolos tan cotidianos en nuestra vida, de los cuales sólo tomamos conciencia cuando nos faltan o cuando están presentes en exceso. ¿Qué nos aportan y qué nos llama la atención de ellos?

Seguramente cada uno de nosotros descubrirá muchos matices; a mí hoy se me presenta con fuerza la capacidad de uno y otro elemento para hacer que, allí donde están presentes, todo queda realzado. En el caso de la sal, el sabor de los platos; y en el caso de la luz, la forma, el color y el brillo de cada elemento que recibe esa luz. Valoramos la sal, no de forma aislada, sino dentro del guiso que vamos a comer. ¿Para qué serviría la sal si no? Y valoramos la luz, cuando vemos  las cosas con claridad y nitidez. Y porque sabemos lo que significa un buen guiso y lo que significa poder disfrutar de la visión de la creación, nos damos cuenta de cuán necesarias son la sal y la luz para la vida.

Si cada uno de nosotros somos sal y luz del mundo, significa que no podemos ser plenamente lo que somos sin abrirnos por un lado a recibir, de Dios, de los otros y de la creación, la sal y la luz que necesitamos y que permite que salga lo más valioso y auténtico de nosotros mismos; pero que al mismo sólo puede manifestarse como tal si se entrega gratuitamente a los demás, que necesitan también abrirse a nuestro don para poder ser en plenitud.

Identificar el ser de la persona y su misión con ser sal y luz del mundo, me invita hoy a tomar conciencia de nuestra interdependencia, y de la importancia de vivir al  servicio del bien común y de la fraternidad. No como una opción entre otras, sino como la única que expresa nuestra verdadera identidad humana.