Dom
9
Ago
2020

Homilía XIX Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2019 - 2020 - (Ciclo A)

¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!

Pautas para la homilía de hoy


Evangelio de hoy en audio

Reflexión del Evangelio de hoy

Hay que estar atentos: Dios se hace presente

El profeta Elías es, junto con Moisés, uno de los símbolos que representa los fundamentos de la fe judía: la Ley y los Profetas. Es con ellos con quienes Jesús departe familiarmente en el Tabor en el episodio de la Transfiguración. Y es Elías alguien cuyo retorno se espera en los tiempos mesiánicos: los Evangelios nos indican cómo se llegó a identificar a Jesús y a Juan Bautista con el profeta del Antiguo Testamento (Mt 16, 14; 17, 12).

El paralelismo que existe entre estas dos figuras clave del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, es notable en muchos aspectos. En la lectura del Libro de los Reyes de este domingo se destaca uno de ellos: la relación de intimidad que tienen con Yahvé. El encuentro con Dios que experimenta Elías se da en una cueva del monte Horeb o Sinaí, la misma en la que siglos antes Moisés había recibido la gracia de poder ver, no el rostro de Dios -pues ningún ser humano puede llegar a tener semejante experiencia-, sino “sus espaldas” (Ex 33, 21). Es decir, donde Moisés había tenido una experiencia de unión con Dios única.

Sin embargo, la epifanía del Sinaí que vive Elías, y que nos cuenta el Libro de los Reyes, destaca una diferencia con los acontecimientos narrados en el libro del Éxodo, y es que los grandes fenómenos del viento huracanado que descuajaba los montes y hacia trizas las peñas, el terremoto y el fuego no son manifestaciones de Dios. Será en una brisa tenue, en un ligero y blando susurro, en el que Dios se haga presente.

También vemos a Jesús, al comienzo del Evangelio de hoy, retirado a solas en un monte para orar, para -en el discreto silencio de la noche- encontrarse en plena comunión con el Padre y el Espíritu. De este momento saldrá transfigurado, tal y como experimentarán los discípulos en el lago.

La fe de los milagros no es la fe en los milagros

Los milagros que nos cuentan los Evangelios fueron considerados durante siglos como una prueba de la divinidad de Jesús. Ni siquiera sus enemigos en vida cuestionaban que realizara portentos, sino que le acusaban de hacerlos con el poder del Maligno (Mc 3, 22; Mt 12, 24; Lc 11, 15). Sin embargo, a partir del siglo XVIII, por influencia del racionalismo ilustrado, los milagros se convirtieron, para la mentalidad occidental, en un problema que había que explicar. A la mentalidad moderna le empiezan a perturbar estas acciones que interpreta como una violación de las inquebrantables leyes de la naturaleza que el mismo Dios habría establecido. Hubo algunos autores que llegaron a afirmar que si Jesús realmente había caminado sobre las aguas debió deberse, en realidad, a algún tipo mecanismo, como tablones que flotaban sobre el agua; había que salvaguardar el orden de lo natural.

Hoy día, la mayoría de los historiadores consideran probado que Jesús fue tenido en vida por alguien que verdaderamente realizó prodigios a ojos de sus contemporáneos. No se puede determinar con exactitud qué acciones concretas fueron y de qué tipo, aunque parece que principalmente se trataron de curaciones.

La fe de los milagros (es decir, la fe que originan los milagros) no es la fe en los milagros (es decir, la fe en que pueden producirse hechos extraordinarios), sino la confianza en Dios. El contenido propio de esta fe no es el hecho extraordinario en sí, sino Dios. Dios no quiere que creamos que pueden suceder cosas extrañas, sino que quiere que creamos en Él, en el amor que nos tiene, y para ayudarnos a ello buscará mil y una maneras, ordinarias y extraordinarias, en las que siempre respetará nuestra libertad de acogerle.

Se trata de Jesús, lo demás (incluso las aguas) es secundario

El Evangelio de hoy nos trae un conocido episodio que, con diferentes matices, encontramos también en los evangelios de Marcos y Juan: Jesús camina sobre las aguas del lago de Genesaret o Tiberíades (el llamado Mar de Galilea).

Este episodio recuerda, inevitablemente, otro de la vida de Jesús: el de la tempestad calmada (Mt 8, 23; Mc 4, 35; Lc 8, 22). De nuevo una barca en la que se encuentran los discípulos, una situación de peligro en la que Jesús interviene trayendo la salvación y reclamando fe y una reacción de admiración y reconocimiento por parte de los discípulos hacia el Maestro.

Los discípulos no saben cómo interpretar aquella visión, piensan que puede ser un fantasma. Ante su temor, Jesús les transmite ánimo y paz a través de su palabra. Y Pedro, como en otras ocasiones, recurre a la autoridad del Maestro y le pide poder ir junto a él, aunque ello suponga algo tan imposible como caminar sobre el agua. Al principio todo va bien, porque Pedro tiene puesta toda su confianza en el mandato de Jesús: “Ven”. Esa confianza le hace capaz ni más ni menos que de caminar sobre las aguas. Pero la fuerza del viento le asusta, surgen las dudas y comienza a hundirse. Pedro de nuevo recurre a Jesús, le pide que le salve, y Jesús le rescata del peligro. “¿Por qué has dudado?” le pregunta el Maestro. Como consecuencia de todo lo sucedido se produce la confesión de fe: “Realmente eres Hijo de Dios”.

Los teólogos medievales conocían poco del contexto histórico de la época de Jesús. Aún no se habían desarrollado suficientemente las herramientas propias de las ciencias históricas y por eso identificaban la literalidad del texto bíblico con los acontecimientos históricos. Pero, aún así, tenían muy claro que la finalidad del relato bíblico no era hacer un reportaje de lo sucedido. La Escritura tiene un sentido profundo, decían, que va más allá de lo que literalmente dice el texto. Es evidente: el mero hecho de que Jesús y Pedro caminen sobre el agua, por sí solo no genera mucho más que fascinación o desconcierto. La cuestión es qué nos está diciendo el hecho sobre Jesús, sobre sus discípulos, y sobre nuestra relación con él.

La Palabra de Jesús nos saca de la parálisis del miedo y, si confiamos en él, nos hace capaces de caminar sobre las dificultades, por grandes que estas sean. Siempre escucha nuestra oración y nos auxilia, aunque nos ahoguen las dudas y solo nos quede fe para pedir ayuda.