Dom
4
Mar
2018

Homilía III Domingo de Cuaresma

Año litúrgico 2017 - 2018 - (Ciclo B)

No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

El Templo de Jerusalén en tiempos de Jesús

Llegamos en nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua a un momento que supone un punto de inflexión en la vida de Jesús, un momento que precipitó los acontecimientos. Este episodio que hoy contemplamos -comúnmente llamado “la expulsión de los mercaderes del Templo”- es, según señalan los historiadores, el principal desencadenante de su apresamiento y condena a muerte.

Los cuatro evangelios nos narran este hecho y para los cuatro supone un momento crucial en el que Jesús manifiesta fehaciente la oposición de su mensaje con el de las autoridades religiosas del Templo, los saduceos. Los sinópticos colocan el acontecimiento cronológicamente, al final del relato, antes del inicio de la Pasión. Juan, en cambio, lo sitúa al principio con una clara intención teológica: todo su evangelio queda de este modo enmarcado en la confrontación entre “los judíos” (como grupo diferenciado de los discípulos) y Jesús.

Para entender lo que se nos narra debemos tener en cuenta cómo funcionaba el Templo de Jerusalén en tiempos de Jesús. El Templo estaba gestionado por la poderosa minoría saducea: conservadora en lo religioso (sólo admite como Escrituras la Torá o el Pentateuco y no cree en la resurrección de los muertos), tenía mayoría en el Sanedrín y colaboraba con el poder imperial romano, lo que le reportaba notables privilegios. El funcionamiento del Templo giraba en torno al culto dado a Dios, especialmente a través de los sacrificios de animales que tenían lugar en su interior. La ley judía prescribía con detalle la realización de estos sacrificios como acción de gracias, expiación, petición o adoración a Dios. Los animales sacrificados debían ser los determinados por la ley y cumplir una serie de requisitos, como por ejemplo no tener defecto físico. También se requería entrar con dinero en el Templo para hacer las limosnas correspondientes, y no podía hacerse con moneda pagana, considerada impura, sino con la moneda acuñada por las autoridades del Templo. Esta es la razón por la cual existían puestos de venta de palomas para el sacrificio ritual y cambistas de moneda, no dentro del Templo, sino en la gran explanada donde se encontraba el Templo, el patio o Atrio de los Gentiles.

Por otra parte, la estructura del Templo estaba perfectamente jerarquizada conforme a unos pretendidos rangos de pureza: de menos puro en lo exterior a más puro en lo interior. Así, a la explanada exterior, el Atrio de los Gentiles, estaba permitida la entrada a cualquiera. En la primera estancia del Templo, el Atrio de las Mujeres, podía entrar cualquier israelita, varón o mujer. A la siguiente estancia, el Atrio de los Israelitas, sólo podían acceder los judíos varones mayores de edad sin enfermedad o defecto físico. En la siguiente estancia, el Atrio de los Sacerdotes, sólo podían estar los sacerdotes encargados de realizar los sacrificios. Y en el núcleo más interior del Templo se encontraba el Sancta Sanctorum, el lugar más sagrado, delimitado por un velo, en el que sólo podía entrar el Sumo Sacerdote una vez al año para pedir perdón por los pecados del pueblo.

No es un arrebato de ira, es un “gesto profético”

Es evidente que Jesús conocía el funcionamiento del Templo. Había estado allí muchas veces, no sólo en su vida pública, como señalan los propios evangelios, sino también, como es lógico suponer, desde niño para acudir a celebraciones importantes como la Pascua. La acción de Jesús no es, por tanto, fruto de un arrebato de indignación fortuita. Se trata de un gesto bien pensado y calculado que se enmarca dentro de la -bien conocida por los judíos- tradición profética. Como los grandes profetas, Jesús lleva su mensaje al corazón de Israel: Jerusalén. Y como ellos, acompaña sus palabras con gestos que otorgan mayor fuerza expresiva a las mismas y que, incluso, escandalizan a sus oyentes. La expulsión de los mercaderes del Templo, lejos de ser una manifestación de “ira santa” o un pasaje con el que justificar la violencia contra la impiedad (como en algunos momentos de la historia del cristianismo se ha pretendido) es la expresión más contundente de la predicación de Jesús contra la hipocresía religiosa, la cosificación de Dios en nuestro propio beneficio (idolatría, al fin y al cabo) y la discriminación de las personas basada en las normas de pureza.

No es casualidad que los evangelios nos resuman el mensaje de Jesús en el Templo con citas de los profetas Isaías y Jeremías. En ellos ya se encontraba hacía siglos una dura crítica a la hipocresía de aquellos que iban al Templo a cumplir con las normas religiosas y al salir de él seguían manchándose las manos de sangre, robos, adulterio y despreciando y oprimiendo a los pobres convirtiendo la casa de Dios en una cueva de bandidos (Is 56, 1-7, Jr 7, 1-11). Quien mercadea no son tanto los vendedores de palomas y los cambistas cuanto las autoridades religiosas, que se enriquecen con los sacrificios, y los que creen que pueden comprar a Dios con sus ofrendas.

El evangelio de Juan, además, vincula claramente la acción de Jesús con su condena a muerte al poner en su boca las palabras del Salmo 69, 10: “el celo por tu casa me cuesta la vida” y es el que más claro deja que con Jesús se ha cumplido lo anunciado por los profetas: con la llegada del Mesías el verdadero culto a Dios -es decir, la verdadera amistad con él- ya no está reservado a unos pocos y encerrado dentro de un templo construido por hombres (Zac 14, 21: “no habrá ya mercader alguno en el Templo del Señor de los ejércitos cuando llegue aquel día”).

El tiempo anunciado por los profetas ya ha llegado

¿Cuál es el verdadero culto a Dios? Un culto basado en la ley del amor que Cristo vivió e hizo posible y que no discrimina a nadie en razón de su procedencia, sexo, edad, salud o cargo religioso.

La primera lectura del libro del Éxodo aún nos habla de un Dios que castiga al pecador, pero en este conocimiento imperfecto que aún se tiene de Dios en el Antiguo Testamento ya está apuntado que Dios es más misericordioso que justiciero: “castigo el pecado de los padres en los hijos, nietos y bisnietos, cuando me aborrecen. Pero actúo con piedad por mil generaciones cuando me aman y guardan mis preceptos”. En Jesucristo se refleja el mismo rostro de Dios y en él no hay sombra alguna de venganza o de castigo. Es el ser humano el que da la espalda a Dios, Dios nunca le da la espalda al ser humano. La cruz, que después de lo vivido por Jesús hoy en el Templo está ahora más cerca, da prueba de ello. Jesucristo no busca la cruz, sino el bien del ser humano por encima de todo, aunque ello pueda conllevar la cruz.

El decálogo revelado a Moisés, es el anticipo a la ley del amor, que ha de llevarnos más allá: a la entrega por el otro. Amarnos como Dios nos ama, como Jesús nos amó, es la ley preciosa como el oro y dulce como la miel de la que habla el Salmo. No hay que seguir buscando signos ni profundas sabidurías.