Dom
2
Oct
2011

Homilía XXVII Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2010 - 2011 - (Ciclo A)

Por sus frutos los conoceréis

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Resulta de particular interés indagar a quién va dirigido un texto bíblico. En el caso concreto del evangelio de hoy, el texto forma parte de una diatriba que Jesús mantiene con los sacerdotes y los maestros de la ley. Los capítulos 21 a 23 de Mt constituyen una unidad que comienza con la entrada triunfante de Jesús en Jerusalén, cuando es identificado como el “profeta Jesús” (Mt 21,11), como el auténtico profeta de Dios contrapuesto a los falsos profetas, aquellos que “ni entran en el reino de los cielos ni dejan entrar a los que quieren entrar” (Mt 23,13), y cuyos frutos de hipocresía conducirán a la ruina de Jerusalén (Mt 23, 38). Dos textos significativos respecto a esto preceden al evangelio de hoy: el rechazo del Templo y su culto, declarado “cueva de ladrones” (Mt 21, 12-13); y el rechazo de los estudiosos de la ley, de los “sabios”, en la imagen de una higuera (símbolo del estudio en Israel), que Jesús maldice (“nunca más brote de ti fruto alguno”), pues no da más que “hojas” (palabras vacías) y no frutos (auténtica fe) (Mt 21, 18-22).

Y he aquí que la parábola del evangelio de hoy, junto a los textos anteriores, está dirigida a un público formado por los “jefes de los sacerdotes y los fariseos” - según reza el versículo final omitido en la liturgia de hoy (Mt 21,45) - así como lo que sigue en los capítulos 22 y 23 y que culmina con la ruina de Jerusalén. En otras palabras, todas estas acusaciones de Jesús no van dirigidas al pueblo, sino a sus líderes, particularmente a sus líderes espirituales, al culto y a la ley, esto es, a la expresión y a la interpretación de la Revelación de Dios. Jesús no culpa al pueblo de la ruina de Jerusalén – de la ruina de la fe – sino a los sacerdotes y a los “teólogos” del momento, porque no dan fruto e impiden a otros darlo.

La clave es darse cuenta de que esos “frutos” que Jesús reclama son frutos de fe, es decir, personas con fe, con auténtica fe. La ruina de la religión –esto es, de la relación de la humanidad con su Dios-, y con ella, de la sociedad, se debe a la falta de personas, hombres y mujeres con auténtica fe. Y Dios ha confiado en manos de algunos - “los labradores arrendatarios” - cultivar esa fe, cultivar a las personas en la fe auténtica. Pero ni el culto, ni la teología, ni la moral, ni el derecho canónico,… son garantía de ese cultivo en la auténtica fe. Aún más, como obra de manos humanas que son, tienden, en demasiadas ocasiones, a ocultar, envueltos en excesos de gestos y palabras, lo que debieran hacer patente, secuestrando así “la herencia”, los frutos que debieran ser para Dios. Cuántas veces tantos y tantos constructos elaborados a lo largo de la historia del cristianismo – también hoy - no han conseguido que la fe de los hombres y mujeres, que debía llegar hasta Dios mismo, se haya quedado en las excesivas mediaciones humanas que los labradores han puesto entre medias, impidiendo, más que facilitando, la entrada en el reino de los cielos, como Jesús denuncia. Ante tanto abandono de la Iglesia, ¿acaso podemos culpar a nuestros hermanos de deserción?

¿Y cuál es la propuesta de Jesús? Él mismo; Él es el heredero; Él es el camino, la verdad, la vida. Si matamos al heredero, ya no habrá camino, ni verdad, ni vida; ya no habrá herencia.
Pero, ¿cuál es esa alternativa que plantea Jesús, en sí mismo, frente al Templo y a la Ley, para que el fruto verdaderamente fructifique, para que hombres y mujeres alcancen, mediante la auténtica fe, a su verdadero Señor, que es Dios mismo? Sólo una observación: Jesucristo se ha encarnado en esta tierra, en hombres y mujeres, en realidades y proyectos, en comunidades e individuos, haciendo de nuestra realidad vital, la mediación definitiva de Dios. Empañar o desviar la atención de esta revelación de Dios encarnado en las realidades del mundo, es “matar al heredero”. Aún con todo, la sangre del heredero derramada en esta tierra ha abonado las realidades de este mundo para que produzcan frutos de verdadera fe: a nosotros, el pueblo “de Dios”.

En tanto, y para que no se me tilde de profeta de calamidades, aún en la situación actual, estoy convencido de que Dios se ha valido para que, a pesar de tantos obstáculos interpuestos a la entrada en su reino, éste continúe creciendo y engrosándose en una sociedad que igual crece en descristianización que en pobreza y miseria. Porque, en definitiva, ¿acaso no es el reino de Dios de los pobres? Y, bien sabemos, pobres siempre tendremos entre nosotros. Es más cada día crece su número de forma exponencial, gracias a la sociedad que procede del cristianismo.

Un “mea culpa” escapa de mis labios, pues, aunque parte de ese pueblo que busca la fe auténtica, no me puedo excluir de mi condición de “labrador arrendatario”.