Dom
19
May
2013

Homilía Domingo de Pentecostés

Año litúrgico 2012 - 2013 - (Ciclo C)

Con el Espíritu se nos da el don del Amor

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

La escena de Pentecostés narrada por el autor de los Hechos de los Apóstoles es muy rica en símbolos con gran significado religioso. Lucas narra la llegada del Espíritu como se narraban en el Antiguo Testamento las manifestaciones de Dios. En especial, en los textos en los que Dios hace Alianza con su pueblo en el Sinaí (la fiesta judía de Pentecostés hacía memoria de este acontecimiento), se habla también de fenómenos parecidos: ruidos, vientos recios, estruendos, truenos… Es el momento de la fundación de Israel como pueblo de Dios. Lo mismo acontece en el Nuevo Testamento. Ya reunidos por Jesús, se constituye ahora la comunidad plenamente en Iglesia, en comunidad que ora, predica y convive: sin miedo, con alegría, con paz.

Israel recibió en el Sinaí una Ley, tesoro estimadísimo por los judíos, orgullo de su pueblo y don eminente de Dios. La Iglesia, el día de Pentecostés, recibe también un regalo, el don por antonomasia, la mismísima persona del Espíritu Santo. Es la Nueva Ley, que hace posible la creación de una humanidad nueva, una vida nueva que es participación anticipada de la vida divina. Una vida de libertad, de paz, de alegría, de perdón y de comunidad.

¿En qué consiste esa Nueva Ley, ese Don mayúsculo? Se trata del Amor mayúsculo que es Dios. Como decía santo Tomás de Aquino, no podemos esperar de Dios un regalo mejor que Él mismo. Y así es. Con el Espíritu lo que se nos da es el don del Amor, que no es sino la vida de Dios, Dios mismo. Ese Amor, esa Ley, es lo que nos hace capaces de perdonar, de cerrar las heridas, de vencer el miedo y de construir una sociedad más humana, más justa. Para eso está fundada la Iglesia, esa es su misión.

Pablo desglosa admirablemente qué significa el don del amor en su imagen del cuerpo de Cristo. Todos somos incorporados a Cristo por haber bebido de un mismo Espíritu. Igual que el cuerpo posee muchos miembros y sin embargo es uno solo, lo mismo en la Iglesia: hay muchos dones, ministerios y funciones, pero todos destinados a la consecución del bien común. En la creación de una humanidad nueva, de un gran cuerpo del que cada uno de nosotros formamos parte, el Espíritu hace posible la unidad gracias a la diversidad (y no la unidad a pesar de la diversidad): siendo diferentes, teniendo cada uno características personales y gozando de dones distintos, todos tenemos que estar implicados en la construcción de la comunidad humana. Es el Espíritu el que suscita la pluralidad: la variedad y la diferencia son dones graciosos del mismo Dios. Somos homicidas de nosotros mismos si pretendemos uniformar lo que Dios ha hecho diverso. Anulando las diferencias suscitadas por el mismo Espíritu amputamos el cuerpo de Cristo.

Por eso el don del Espíritu es expresado en el texto de los Hechos como el don de “hablar lenguas extranjeras”. A pesar de mantener cada uno sus diferencias personales, culturales y lingüísticas, a todos llegaba la Buena Nueva. El don de lenguas nos habla de la universalidad intrínseca al Evangelio. Su oferta de bienaventuranza es para todos los hombres y mujeres el mundo. No porque deban uniformarse, sino porque deben perdonarse y trabajar en la construcción del bien común. Respetando las diferencias, conjugando la diversidad de lenguas en una gramática humana universal.

En el texto hay también una clara resonancia al capítulo 11 del Génesis, donde los humanos, movidos por su orgullo fueron castigados a no entenderse, quedando la humanidad fracturada, rota. Lo que allí obró la soberbia y el orgullo, la rebeldía contra Dios, es deshecho por lo que obra ahora la humildad y la obediencia de Cristo al Padre. Gracias a esa relación entre el Padre y el Hijo podemos gozar del don del Espíritu, que convierte la diferencia en comunión, la tristeza en alegría, el miedo en anuncio.

El regalo ya ha sido hecho. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Ahora nos toca ser dóciles a ese Espíritu, escuchar sus mociones, dejarnos aconsejar por la suavidad de su caricia. Su soplo es suave en nuestro rostro, pero es fuego en nuestras entrañas: nos llama a salir, a exponeros al daño que supone amar y dar la vida por la comunión de los hombres y las mujeres de este mundo.

A ello hacía alusión el Papa Francisco en su carta a la Conferencia Episcopal Argentina: “Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia encerrada es la autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide experimentar «la dulce y confortadora alegría de evangelizar»”.