Mié
20
Ago
2014
Los últimos serán los primeros y los primeros los últimos

San Bernardo de Claraval

San Bernardo de Claraval

fue el gran contemplativo que llenó todo el siglo XII con obras admirables de apostolado en diversos campos, Fue un alma que vivió en radicalidad su vocación monástica centrada totalmente en Cristo, de la que derivaron sus grandes actuaciones a favor de la sociedad de aquellos tiempos, aquejada de profundas lacras.

Abad, doctor de la Iglesia
Castillo de Fontaines (Borgoña, Francia), 1090 − Claraval, 20-agosto-1153

En el Mundo

Nacido en el castillo de Fontaines —Borgoña— en el año 1090, San Bernardo de Claraval fue el tercero de seis hermanos con que Dios bendijo el hogar de Tescelín y Alicia de Montbar. Poco sabemos de su infancia, fuera de algunas leyendas en las cuales no es posible detenerse. Sólo nos fijaremos en la acaecida en Chatillón una noche de Navidad, cuando era muy pequeño. Habiendo llegado con sus padres demasiado pronto, se quedó dormido. Entonces se desplegó ante su alma angelical el misterio de Belén y contempló al Niño recién nacido en brazos de su Madre. De esta visión imaginaria arranca aquella dulzura que depositará luego en sus escritos, mereciendo el título de Doctor Melifluo.

Pocos años hacía que el Cister había comenzado a irradiar celebridad en la comarca, bajo un ideal de vida santa tan austero, que pocos se comprometían a entrar por aquel camino estrecho. El abad Esteban Harding temía por el porvenir de su obra, Pero Dios suscitó a Bernardo, quien, puesto al habla con él y lograda su admisión en Cister, comenzó a hacer un intenso apostolado vocacional. No es fácil encontrar un pretendiente a la vida religiosa que haya tenido la osadía de iniciar una campaña semejante con tan felices resultados. Bernardo la puso en marcha entre sus amigos y parientes y tales razones les expuso que arrastraba a todos de manera irresistible.

Abad de Claraval

Llegado el día prefijado, se presentó Bernardo en Cister seguido de treinta candidatos; todos abrazaron la vida religiosa con ansias de verdadera entrega, y todos perseveraron fieles en su vocación… Gracias a él y a sus compañeros, la Orden del Cister se consolidó y propagó a la mayor parte de las naciones europeas, hasta el punto de considerarle muchos como fundador del Cister. Bernardo le comunicó un impulso espectacular, de los más grandes que se conocen en la Iglesia, porque las vocaciones continuaron afluyendo al Cister, hasta el punto de que ya en 1113 fue preciso hacer la primera fundación en la Ferté.

Al año siguiente surgía la segunda, Pontigny, y en 1115 salía la tercera, Claraval, a cuyo frente puso San Esteban a Bernardo, recién salido del noviciado, con sólo 25 años. El tiempo demostró el gran acierto de Esteban en elegirle para capitanear aquel grupo de monjes que echaron los cimientos de esta abadía, una de las más célebres de todos los tiempos. A pesar de ser una persona enfermiza, el joven abad llegaría a ser una auténtica lumbrera de la Iglesia.

Claraval sería durante siglos foco potente de irradiación espiritual, cuyo benéfico influjo se extendió a toda Europa. San Bernardo inmortalizó su abadía: es el gran propagador del monacato en el siglo XII, el reformador de costumbres, la personificación más genuina de la orden. A su lado se forjaron legiones de monjes que llevarían a todas partes un considerable bagaje de experiencias en los caminos de Dios, así como en el campo de la cultura, del arte y en el trabajo agrícola. La labor colonizadora de los monjes del Cister puede situarse entre las más brillantes que se han visto en el campo monástico de todos los tiempos. Cuando falleció, el 20 de agosto de 1153, dejaba tras de sí más de cincuenta abadías fundadas de nueva planta, y otras tantas recibidas en filiación de distintas observancias.

Digamos no obstante, que no todo fue perfecto en él. Las excesivas penitencias a que se entregó en sus primeros tiempos de formación, estragaron de tal manera su salud, que toda su vida tendría que lamentar sus consecuencias, por haber quedado su naturaleza muy debilitada. Además, en sus primeros tiempos de abad, podemos decir que participaba algo del proceder de un excesivo integrismo en el sentido de que quería a sus hijos tan perfectos, que no concebía que se dieran en ellos faltas provenientes de la flaqueza humana.

En consecuencia estaba convirtiendo Claraval en un verdadero purgatorio, pero tenía la particularidad de ser hombre humilde y comprensivo: escuchó las advertencias de los monjes avezados en años y curtidos en la virtud, que le recordaron que aquel no era el camino a seguir, que no estaba entre ángeles, sino entre criaturas débiles e imperfectas que trataban de conseguir la virtud. Escuchó tales amonestaciones cariñosas, cambió de proceder, y luego llegó a hacer esta confidencia: «Si la misericordia fuera pecado, yo no me podría salvar».

Hombre de Iglesia

Bernardo hubiera deseado permanecer en su monasterio dedicado a la contemplación. Para eso abandonó el mundo y se retiró al claustro. Pero la Iglesia contaba con Bernardo en el turbulento siglo XII para asegurar el orden, la paz y la ortodoxia.

Dentro del mundo monástico, Bernardo ha de intervenir en las luchas entre cluniacenses y cistercienses. Su obra Apología da por zanjada la cuestión, a base de una sabiduría que no es de este mundo y una humildad propia de los santos.

En cuestiones de vida eclesial, Bernardo asiste al Concilio de Troyes, que afrontaba el asunto delicado de la organización de la vida y la regla de los templarios. Es Bernardo quien lleva la voz cantante, que todos aceptan como lo más idóneo. Mucho más grave fue el Cisma del antipapa Anacleto II frente al papa Inocencio II. Con gran habilidad y amor a la Iglesia, Bernardo logró que el antipapa pidiera perdón al papa y la Iglesia recobrara su unidad. Pero su intervención en la vida y el magisterio de los papas llegó a su culmen cuando fue elegido para obispo de Roma el abad cisterciense Eugenio de Pisa, que tendría por nombre Eugenio III. Aunque por una parte se pone en su sitio − « Ya no me atrevo a llamaros hijo, pues el hijo se ha convertido en padre» −, no tiene ningún reparo en decirle que debe llevar a cabo la urgente reforma del clero y de la vida de la Iglesia en todos sus estamentos.

El mismo papa Eugenio III no encontró en toda la Iglesia a nadie más idóneo para predicar la Segunda Cruzada, a fin de rescatar los Santos Lugares del dominio musulmán. En marzo de 1146, en la asamblea de Vézelay, ante los reyes de Francia, obispos, abades y caballeros de toda la cristiandad, leyó Bernardo la bula del papa, y con tal elocuencia habló después a los asistentes que, desde los reyes hasta los guerreros de profesión, pasando por los nobles, se alistaron en la Cruzada en nombre del Señor. Luego recorrería gran parte de Europa − un hombre de salud quebrantada y con más de cincuenta y seis años − para enardecer a las multitudes y lograr el resultado que el papa sintetiza con estas palabras: «Las ciudades y los castillos quedan vacíos, y apenas se hallará un hombre por cada siete mujeres. Europa se lanza con sus mejores fuerzas a la conquista de Tierra Santa».

Finalmente, Bernardo actúa como defensor de la verdad, frente a los errores de su tiempo. Así, en el Concilio de Sens, el abad de Claraval señala públicamente diecisiete proposiciones erróneas de Abelardo sobre artículos del credo católico, desde la Trinidad hasta la moral cristiana. Y Abelardo acepta el veredicto de Bernardo y somete su doctrina a los criterios católicos expuestos por el santo. Asimismo, el discípulo de Abelardo, Gilberto de la Porrée, reconoció sus errores, puestos de manifiesto por Bernardo en el Concilio de Reims.

Espiritualidad y Teologia

Los dos años transcurridos en Cister, en la escuela de Esteban Harding, fueron suficientes para forjar en Bernardo una espiritualidad sólida que se iría consolidando con el correr de los años, merced a una meditación asidua de la Palabra de Dios, que la convertiría en vida propia, y a la fidelidad exquisita al soplo del Espíritu, que se derramaba efusivo en su alma por medio de gracias abundantes. Los amores del corazón de Bernardo se centraron en todo aquello que era capaz de llevar las almas a Dios. Pero entre esos grandes amores, había un binomio que resaltaba por encima de todos, mejor dicho, los aglutinaba en apretado haz, eran Cristo y María.

Sí el Apóstol de las gentes proclamaba ante sus discípulos que su «vivir era Cristo, San Bernardo no lo decía con palabras, lo manifestaban sus obras de fidelidad a la gracia, lo pregonaban a diario aquel celo proselitista que le distinguía, aquella ansia de llevar las almas al Redentor. Todos sus misterios le son familiares, en su contemplación se sumerge cada día, y de ellos extrae sin cesar material para alimentar la vida espiritual de sus monjes.

El monje Medardo, abad de un monasterio próximo a Claraval, contó a sus monjes que cierto religioso —todos creyeron que se refería a sí mismo— tuvo la dicha de presenciar un día a San Bernardo arrodillado devotamente delante de un Santo Cristo «al que besaba con toda devoción», y vio cómo Cristo desprendió sus brazos de la cruz y estrechaba al santo contra su pecho. El monje, estupefacto ante aquel prodigio inaudito, no quiso acercarse para no interrumpir aquella intimidad con Cristo, o darle a entender que le estaba espiando, y se retiró en silencio, pensado que «aquel santo hombre por su oración y su vida era verdaderamente sobrehumano» (Exordio magno, 2, 7). Ribalta, inmortalizó esta escena en un precioso cuadro que se puede contemplar en el Museo del Prado de Madrid.

Hubo en Claraval un monje joven que, cediendo a los consejos de un familiar suyo –en una de las prolongadas ausencias de Bernardo– salió al mundo y se hizo clérigo regular. Al volver el santo y encontrarse con aquella novedad desagradable, le escribió una carta en que desahoga sus sentimientos paternales, y nos descubre algunos quilates de ese amor acendrado a Cristo. Citamos unos conceptos: «¡Qué pena! ¿Cómo te has cansado tan pronto de Cristo, cuando está escrito de él: Miel y leche debajo de su lengua? No comprendo cómo el sabor de una comida tan dulce te produzca náuseas, en el caso de que llegaras a gustar qué dulce es el Señor. Pero estoy seguro de que aún no lo has gustado e ignoras a qué sabe Cristo; por eso no te apetece, por no haberlo experimentado. Y si lo has gustado y no te supo a miel, es señal de que no tienes normal el paladar. Porque él, que es la misma sabiduría de Dios, dice: El que me come tendrá más hambre, y el que me bebe, tendrá más sed. Mas, ¿cómo puede tener hambre y sed de Cristo, quien se sacia cada día con bellotas de los cerdos? No se puede beber a la vez el cáliz de Cristo y el cáliz de los demonios...»

Bernardo y María

Si Bernardo fue un amante apasionado de Cristo, no menos lo fue de la Virgen Madre: son dos amores inseparables, habiendo vivido intensamente la filiación mariana y enseñado a las almas los caminos seguros para llegar a poder vivirla también. Es uno de los escritores marianos que más han influido en el fomento de la piedad mariana de todos los tiempos, en la nutrición de la devoción mariana universal de todos los tiempos.

La devoción mariana era lo que más inculcaba a sus hijos. No es de extrañar que Bernardo la llevara muy prendida en su alma y se le aumentara al ingresar en el Cister. Hablar de María es para San Bernardo un gran placer, constituye una delicia que llena y transforma su ser… En su concepto María es el camino más recto y seguro para acercarnos a Jesús, cuando dice: «Ya habéis advertido, si no me engaño, que la Virgen es el camino real por donde viene el Salvador... Teniendo, pues, ya a la vista el camino, procuremos también nosotros, amadísimos, subir por él al mismo Señor que por ella bajó a nosotros y venir por ella a la gracia del mismo que por ella vino a nuestra miseria».

En el sermón de la Asunción, San Bernardo…, gozándose de la maternidad con el honor de la virginidad, nos descubre preciosidades inauditas encerradas en el corazón de la Virgen: «Una cosa hay en la cual no tuvo antes semejante ni la tendrá jamás, es el haberse juntado en ella los gozos de la maternidad con el honor de la virginidad. Esta idea de la maternidad divina la lleva el santo tan metida en el alma, que hablando a sus monjes, se expresaba en estos términos: «Que sea Virgen y Madre una misma, es cosa indudablemente admirable y singular. Jamás se oyó decir que una virgen diera a luz, ni que una madre permaneciese virgen. Nunca, según el orden de las cosas, se halla la virginidad donde está la fecundidad, ni la fecundidad donde se conserva íntegra la virginidad. Ésta es única en quien la fecundidad y virginidad se abrazaron mutuamente. En María se hizo una vez lo que nunca fue hecho ni se hará jamás; porque ella es la que no tiene primera semejante, ni segunda que la siga».

Quizá la nota más destacada en el santo es su insistencia reiterada en defender por todos los medios la perpetua virginidad de María, antes del parto, en el parto y después del parto. Con qué delicadeza, con qué finura y respeto trata este punto el Doctor Melifluo, cuando nos pondera la sublimidad de Cristo, en su modo de comportarse con aquella Madre que dio el sí generoso a la obra redentora no obstante su propósito firme de permanecer virgen: «¿A quién podrá parecer áspero aquel que a su misma Madre no le ocasionó la menor molestia ni lesión en el momento de su nacimiento?» «¡Oh milagros verdaderamente nuevos! La concepción fue sin menoscabo del pudor, el alumbramiento sin dolor. La maldición de Eva se mudó en nuestra Virgen, por haber dado a luz a su hijo sin dolor; se mudó, repito, la maldición en bendición, como había sido predicho por su prima Isabel: Bendita tú entre las mujeres».

La estrella del mar

Si San Bernardo supo adentrarse como pocos en las profundidades inconmensurables del nombre de Jesús, algo parecido le sucede cuando escribe respecto del dulce nombre de María, acertando a extraer de él preciosidades sin cuento, que recreaban su alma y la hacían arder en llamaradas de amor intenso hacia la Virgen Madre. En el nombre de María supo encontrar un verdadero hontanar de gracias, un revulsivo contra todos los achaques de que está tan atosigada la naturaleza humana. Dice San Bernardo: «¡Oh!, quienquiera que tú seas, el que en la impetuosa corriente de este mundo te miras más bien fluctuar entre borrascas y tempestades, que andar por tierra firme, no apartes los ojos del resplandor de esta estrella, si no quieres verte sumergido bajo las aguas.

»Si se levantaren vientos de tentaciones, si tropezares en escollos de tribulaciones: mira a la estrella, invoca a María. Si te ves sacudido por las olas de la soberbia, de la detracción, de la ambición o de la envidia, mira a la estrella, invoca a María.

»Si la ira, la avaricia, el deleite carnal, sacudieren con furia la navecilla de tu alma, vuelve los ojos a María.

»Si, turbado ante el recuerdo de tus enormes pecados, o aturdido por la deformidad de tu conciencia, o aterrado ante el pavor del juicio, comienzas a sumergirte en la sima sin fondo de la tristeza o en el abismo de la desesperación, piensa en María. En los peligros, en las angustias, en las cosas dudosas, piensa en María, invoca a María. Que María no se aparte de tu boca, que no se aparte de tu corazón, y a fin de obtener los sufragios de su intercesión, no te apartes de los ejemplos de su vida.

»Si la sigues, no te descaminarás; si recurres a ella, no te desesperarás; si en ella piensas, no te perderás; si ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; si te dejas llevar por ella, no te fatigarás; si ella te ampara, llegarás felizmente al puerto. Así experimentarás en ti mismo con cuánta razón se dijo: Y el nombre de la Virgen era María.»

Damián Yáñez, O.C.S.O.

Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.