Mar
14
Abr
2020
Dime dónde lo has puesto

Primera lectura

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 2, 36-41

El día de Pentecostés, decía Pedro a los judíos:
«Con toda seguridad conozca toda la casa de Israel que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías».

Al oír esto, se les traspasó el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles:
«¿Qué tenemos que hacer, hermanos?».

Pedro les contestó:
«Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos, y para los que están lejos, para cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro».

Con estas y otras muchas razones dio testimonio y los exhortaba diciendo:
«Salvaos de esta generación perversa».

Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día fueron agregadas unas tres mil personas.

Salmo de hoy

Salmo 32, 4-5. 18-19. 20 y 22 R/. La misericordia del Señor llena la tierra

La palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra. R/.

Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme,
en los que esteran su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre. R/.

Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti. R/.

Evangelio del día

Lectura del santo evangelio según san Juan 20, 11-18

En aquel tiempo, estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús.

Ellos le preguntan:
«Mujer, ¿por qué lloras?».

Ella contesta:
«Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».

Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús.

Jesús le dice:
«Mujer, ¿por qué lloras?».

Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta:
«Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré».

Jesús le dice:
«¡María!».

Ella se vuelve y le dice.
«¡Rabbuní!», que significa: «¡Maestro!».

Jesús le dice:
«No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, ande, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”».

María la Magdalena fue y anunció a los discípulos:
«He visto al Señor y ha dicho esto».

Evangelio de hoy en audio

Reflexión del Evangelio de hoy

Estas palabras les traspasaron el corazón

Las palabras de Pedro, en el día de Pentecostés, debieron tener una fuerza extraordinaria. Sin duda, fueron dichas con tal sinceridad y tal intensidad que, como dice el texto, “traspasaron el corazón” de sus oyentes. Palabras tan llenas de fuerza y tan bien dichas, que les llegaron al alma. Todo ese discurso debió ser tan impactante que sus oyentes se sintieron impelidos a preguntar qué tenían que hacer.

Pedro los invita a la conversión. Una realidad que ha de comenzar por el bautismo, a través del cual les serán perdonados los pecados. Con ese bautismo y ese perdón, recibirán al Espíritu Santo. Hechos que introducen al cristiano en una vida nueva: la del evangelio de Jesús, donde el Espíritu conduce y guía a sus fieles, cuando éstos se dejan acompañar por su fuerza.

Pedro, con el entusiasmo propio de un temperamento primario, henchido de la experiencia vivida en la Resurrección de Jesús, se siente urgido a proclamar la Buena Nueva de Jesús e instar a dar pasos.

Tras esos primeros momentos de entrada en la Iglesia naciente, urge la necesidad de apartarse de la generación perversa. Es decir, apartarse del mal, en toda su dimensión, y apartarse, también, de los malos.

Como aquella Iglesia naciente, nosotros hemos de aprender a vivir en cristiano, cada vez con más intensidad y hacer el bien que podamos, dejando de lado al mal. Es la forma de que ese mal no anide en nuestras vidas.

 Lo, lo, lo…

María Magdalena, a quien primero se aparecerá Jesús, ha llegado al sepulcro. Allí se encuentra con dos ángeles que ocupan el lugar donde ha estado el cuerpo de Jesús y al ver su llanto le preguntan por qué llora. Busca a Jesús y no lo encuentra. Ella cree haber perdido a Jesús para siempre. Por eso, ante la reiteración de la pregunta: “¿Por qué lloras?” responde con esos tres “lo”. “Si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Da por sentado que su labor ahora es llevarse el cuerpo de Jesús.

Y, el que ella cree es el jardinero, es el mismo Jesús que con cariño pronuncia su nombre y ante la voz familiar ella siente renacer otra vez la ilusión de vivir junto a Jesús.

Qué sorpresa la suya. Ese jardinero no es otro que el mismo Jesús. Debió tirarse a sus pies, de emoción y de reconocimiento. Jesús la reconviene y le encomienda un mensaje que se convierte en una misión: anunciar a los apóstoles que Jesús, resucitado, sube al Padre, el suyo que, a la vez, es el nuestro.

Ella debió salir corriendo, llena de alegría, a hacer lo que el corazón y Jesús el pedían: anunciar a los discípulos que había visto al Señor. Proclamar que ese Jesús, que había sido ajusticiado por los romanos, muriendo en una cruz, ella lo había encontrado cuando buscaba su cuerpo en el sepulcro.

Y esa fue la misión de María Magdalena; fue la de los apóstoles y es también la nuestra.

Todo cristiano no es sino un testigo que manifiesta con su vida y con su palabra que Cristo sigue vivo porque ha resucitado. Es la misión que nos toca renovar en este tiempo de Pascua. Cuando todavía resuena en nosotros el testimonio vivo de quienes la vivieron y por él dieron la vida, debe llegar a nosotros esa necesidad. Cristo sigue vivo si tú y yo somos capaces de vivir coherentemente nuestra fe.

Desde entonces, anunciar a Jesús resucitado ha sido responsabilidad de todos los cristianos. Nos toca hoy a nosotros, aunque con frecuencia se nos olvide.

Trabajemos para que nunca desaparezca de nuestro horizonte esa luz que ha de iluminar nuestro camino. Ese ha de ser nuestro compromiso. Sigamos alegrándonos con la resurrección de Jesús y proclamemos la bondad de Dios cantando con alegría el aleluya que entona la Iglesia por todos los lugares.

 ¡¡Aleluya!!