Mié
13
Jun
2018
No he venido a abolir, sino a dar plenitud

San Antonio de Padua

San Antonio de Padua

Antonio de Padua fue un predicador y teólogo portugués que perteneció a la Orden Franciscana. Fue sobre todo un predicador y un confesor incansable, alcanzando una capacidad de prédica proverbial. Alternó períodos de retiro con la vida apostólica itinerante. Le veneramos como santo y doctor de la Iglesia.

Presbítero franciscano, doctor de la Iglesia

Lisboa (Portugal), 15-agosto-1191/92 - Campo di Ponte (Italia), 13-junio-1231

Virgilio Gamboso, franciscano conventual, gran conocedor y estudioso del santo, escribe: «Antonio vivió una serie interesante y muy numerosa de desplantes y trasplantes, comenzando por su ruptura con el ambiente familiar perplejo y hostil. Lo vemos capaz de firmeza unida a diplomacia, no sólo cuando se aleja sin dejar residuos de conflictos insuperables con los jóvenes padres y sus proyectos sobre el dotadísimo primogénito; cuando deja la canónica de San Vicente para pasar a la de Santa Cruz, cuando abandona esta forma de vida religiosa para unirse a la entonces discutida orden franciscana; cuando se exilia hacia la aventura de Marrakech, que se presentaba cruenta, y así sucesivamente».

Primeros años

Antonio de Padua nació en Lisboa en 1191-92. La tradición fija su nacimiento el 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la Virgen. Sus padres son Martín de Alfonso, caballero al servicio del rey Alfonso I de Portugal, según el testimonio tardío de Marcos de Lisboa, descendiente de la familia de los Bouillón, y María, de la familia Taveira. […] En el bautismo, celebrado en la catedral, le pusieron por nombre Fernando.

La entrada en la canónica de San Vicente es el primer paso de una serie de trazos elocuentes y nada despreciables en su proyecto de vida. La llamada es de Dios, y a cada uno le «da» (Dios es dador, regalador) la oportunidad de encontrarse con él de una manera específica, y por el camino que él traza, porque él es el camino. Familiares y amigos no comprenden su opción de vida. Intentarán con todos sus medios recuperar a Fernando, considerado un extraviado de la familia y la sociedad. […]

Fernando Martins pide ser trasladado al monasterio de Santa Cruz de Coimbra, la «casa madre» de la orden en Portugal. […] En la formación va a tener, en San Vicente, maestros de gran talla, como el Maestro Pedro, prior de San Vicente, y Petrus Petri, hombre eminente en gramática, medicina, lógica y teología, además de ser un gran predicador; y en Santa Cruz de Coimbra, centro intelectual de gran importancia; la escuela de los Victorinos de París dejará en Fernando una profunda huella agustiniana, y la influencia de la personalidad de Hugo de San Víctor. […]

Fernando Martins se hace franciscano

El año 1219 Fernando Martins, ya sacerdote y con una buena cultura teológica, va a ser cuestionado por las notas peculiares de la nueva orden franciscana: su vida de fraternidad, su predicación, su acercamiento a los pobres y marginados de la sociedad y de la Iglesia, su itinerancia, el servicio y trabajo para ganarse el sustento, el recurso a la limosna sólo en caso de necesidad...

La tensión que vivía dentro de sí por el clima turbador que se daba en el monasterio y la savia renovadora que percibía en la fraternidad franciscana de Olivais, le permitirán profundizar y discernir el futuro de su vida evangélica ante el Señor, y al servicio de la Iglesia y la sociedad; no sin antes causarle una profunda crisis espiritual.

Un hecho le animó a dar el paso decisivo hacia la nueva orden: la llegada a Coimbra, y en concreto a Santa Cruz, de los restos mortales de los protomártires franciscanos (Bernardo y compañeros muertos en Marrakech. El emir permitió al príncipe Pedro de Portugal, hermano del rey Alfonso II, desterrado en Ceuta, recoger sus restos. Los acompañó hasta Astorga, luego su capellán, Juan Roberti, condujo las reliquias a Coimbra, a la iglesia de Santa Cruz. Para acoger y acompañar las reliquias de los mártires, el ministro provincial de España, Juan Parenti, fue a la capital del reino. El recibió a Fernando Martins en la fraternidad de los hermanos menores. […] En esa misma ceremonia, Fernando se cambió de nombre. Deja el nombre de Fernando por el de Antonio, con el que actualmente lo conocemos. Este hecho, aparentemente insignificante, aporta unas notas peculiares a la vida de Fernando.

Cuenta la tradición que un compañero, al despedirle, le dijo: «¡Vete, ahora te harás santo!» A lo que Antonio le contestó: «Si un día lo soy y lo llegas a saber, darás gloria a Dios.

Según la tradición, [Antonio junto] con el hermano Felipe de Castilla en el otoño de 1219 se dirigen hacia Marruecos, probablemente a Ceuta, aunque en muchas ciudades del Norte de África había pequeños grupos de comerciantes genoveses, pisanos, catalanes, que amparaban a los misioneros franciscanos. Antonio emprende un viaje que radicaliza su opción de vida religiosa, al mismo tiempo que entre su decisión y los criterios de su familia, con el contraste y la tensión que esto ha producido ya en ambas partes, no sólo se va a poner tierra de por medio, sino también mar.
Nada más llegar a Marruecos, las ilusiones y el ideal de Antonio van a ser segados por la hermana enfermedad. Una fiebre altísima, la «fiebre malaria», agotaba su organismo. Los cristianos y el mismo hermano Felipe temen por su vida, por lo que determinan que vuelva a Portugal y una vez sano regrese de nuevo. […]

Antonio estuvo unos meses en Marruecos. Fueron meses de desolación, pero no tiempo perdido. Aprendió a reconciliarse con las circunstancias del momento y del ambiente. Su salud se vio comprometida para siempre, con achaques diversos. Supo asumir la muerte de un proyecto, ayudando a nacer otro nuevo, que se irá estructurando con el tiempo y la colaboración de los hermanos de la orden.

Con la llegada de la primavera, el mar se abrió a la navegación. Todos recomendaban a Antonio que volviese a su tierra, que volviese a Portugal. Apremiado por la enfermedad y los consejos, Antonio –nos dicen las crónicas– toma una nave que se dirigía a las costas de España. Una vez en ellas, se encaminaría hacia Portugal. Sin embargo, las primeras biografías antonianas narran que una tempestad condujo la nave hacia Oriente y que encalló en las costas sicilianas. […] Antonio se detiene en Milazzo, donde había una pequeña fraternidad de hermanos menores, quedándose allí el tiempo imprescindible para terminar de recuperarse.

[…] Débil y enfermizo corno estaba, pudo llegar de todas las maneras al capítulo de las Esteras de 1221. Durante el capítulo, Antonio tuvo la oportunidad de encontrarse con el ministro provincial de España, Juan Parenti, y los hermanos españoles y portugueses que le acompañaban. Antonio decidió no volver con el grupo de hermanos que regresaban a la provincia de España. Antonio, débil y enfermo como estaba, se unirá al proyecto del hermano Gracián, ministro provincial de la Romaña, que abarcaba todo el Norte de Italia.

En la distribución que hace el hermano Gracián de los frailes de su provincia, a Antonio lo envía al eremitorio de Montepaolo, un lugar propicio para la recuperación física y el fortalecimiento y robustez espiritual.

De Montepaolo a Francia, pasando por Bolonia

Después de su recuperación física y espiritual en Montepaolo, el ministro provincial Gracián le presenta y ofrece un nuevo campo misionero: la predicación en la provincia de Romaña, en la que abundan los grandes centros urbanos (Bolonia, Cremona, Parma, Rímini, Milán, Verona, Piacenza), donde prevalece la industria, el comercio y la naciente banca, hay mucha mano de obra barata procedente de los campos, y en todos estos lugares se difunde la propaganda de doctrinas ,«cátaras», cuyos exponentes se hallan en conflicto con el Evangelio y la Iglesia.

Ante esta situación, Antonio escribe: «La predicación debe ser recta, para que no aparte el predicador con sus obras de lo que dice en el sermón. De hecho, pierde su fuerza la palabra cuando no va ayudada por las obras». Y añade: «Los predicadores deben primero ejercitarse en el aire de la contemplación con deseos de felicidad celestial, para después ser capaces de alimentarse a sí mismos y a otros con el pan de la palabra de Dios».

En Rímini, Antonio predicó al pueblo, y constató que no era fácil ganarse el aprecio de la gente. Sufrió mucho, se vio aislado, teniendo que trasladar los -altavoces de la buena noticia fuera de la ciudad, al puerto, a la desembocadura de los ríos, al lado de los «menores» de la sociedad: la mano de obra barata, que de día entraba en la ciudad para realizar los más variados oficios y por la tarde la abandonaba para descansar en los suburbios extramuros de la ciudad, los pescadores y obreros del puerto constituyen el grupo de los que en la predicación están en la primera fila de los «menores» (los peces más pequeños, dice la leyenda), luego otros y otros; también los grandes de la ciudad (los peces mayores de la leyenda), curiosos más que oyentes de sus palabras, le espían la vida, pero el miedo a perder a los «menores» hará que muchos cambien sus actitudes religiosas y sociales.

El hermano Gracián pedirá a Antonio que abandone la predicación itinerante y vaya a Bolonia. […] A Antonio se le encomienda la enseñanza de la misma a sus hermanos los franciscanos. […] No se detuvo mucho tiempo en la capital de Emilia-Romaña. Pronto, la obediencia lo destinó a las ciudades del Sur de Francia. […]

En esas tierras francesas, Antonio mantuvo su posición no con amenazas o componendas, sino con el ejemplo de la vida evangélica, la predicación y la catequesis al pueblo cristiano, y el diálogo y la disputa —pública y privada— con quienes tenían ideas distintas de las suyas y del sentir de la Iglesia.

En Padua

En Padua va a pasar el último año de su vida, y se enamorará de tal manera de esta ciudad y sus habitantes que su nombre aparecerá lapidario al lado del de Antonio el «minorita»», el franciscano.

Padua, ciudad universitaria, le entusiasmó y Antonio la amó, y Padua le devolvió amor y se enamoró de Antonio. La ciudad era nueva, reconstruida casi en su totalidad, después del incendio que sufrió en 1174. Antonio se instala primero en la Arcella, al lado de las damianitas. Pero el centro de actividades antonianas será el convento levantado al lado de la capilla de Santa María Madre de Dios (Sandia Marfil Mater Domini), hoy capilla de la Virgen Mora, que el obispo Jaime Corrado, amigo del movimiento franciscano, había concedido a los frailes, extramuros de la ciudad.

Retirado en el convento de Padua, ciertamente no descansará. El cardenal Rinaldo dei Segni, luego papa con el nombre de Alejandro IV, le pidió que escribiese un ciclo de sermones sobre las fiestas del año litúrgico. Éste fue el regalo que dejó a sus hermanos y a la posteridad. No son sermones para predicar. Eran un instrumento de formación y trabajo para que los hermanos menores preparasen las catequesis que dirigían al pueblo.

Al encuentro de su Señor

Antonio volvió de Verona fatigado y cansado. El viaje, el encuentro con Ezzelino y sus consejeros, y la enfermedad (el asma, la hidropesía, los dolores de cabeza y de estómago, así como otros achaques) repercutieron en su físico. Con la esperanza de mejorar, buscó un poco de soledad y silencio en Camposampiero, propiedad del conde Tiso. El día 13 de junio, a la hora de la comida, ya en la mesa, tuvo un desvanecimiento. Iba perdiendo las fuerzas, mientras la enfermedad empeoraba. Cuando volvió en sí se encontraba acostado. Consciente de que la hora se aproximaba, dijo al hermano Rogelio: »Hermano, si estás de acuerdo, quisiera ir a Padua, al lugar de Santa María, para quitar todo peso a estos hermanos», recuerda la Assidua. Colocado Antonio sobre un carro tirado por bueyes, se encaminaron hacia Padua. En Arcella, junto al convento de las damianitas de Santa Clara, pidió confesión y, recibida la absolución, entonó el himno "iOh gloriosa Señora!» Mientras le iban faltando las fuerzas, su rostro manifestaba una paz interior tal que alguno de los presentes le preguntó: «¿Qué ves?» A lo que replicó Antonio: »Veo a mi Señor»
Antonio murió la tarde del 13 de junio de 1231, un viernes.

Escritos y doctrina

Los escritos auténticos que nos han llegado de Antonio de Padua son los Sermones Dominicales y los Sermones in solemnitatibus Sanctorum. Han llegado hasta nosostros en trece códices de los siglos XIII y XIV, entre ellos el famoso «Códice del tesoro», denominado así porque se exponía entre las reliquias del santo.

Los Sermones contienen el pensamiento y la doctrina de Antonio. Su teología tiene un carácter y una finalidad particulares, corno él mismo nos comunica en el prólogo de su obra: «Para gloria de Dios, edificación de las almas y consuelo de quienes lo lean o lo oigan entendiendo debidamente las Sagradas Escrituras, con ideas del Antiguo y del Nuevo Testamento, formarnos una cuadriga para que el alma, como Elías, se levante por encima de los bienes terrenos y viviendo santamente llegue al cielo... He reunido estos temas relacionándolos entre sí, según me lo ha concedido la gracia de Dios, y mi pobre y limitada capacidad ha cooperado... Me siento incapaz de tamaña e incomparable responsabilidad, pero he debido ceder a la amable petición de los hermanos».

Como maestro de doctrina espiritual y teología mística, Antonio se halla en línea con la corriente agustiniana y, dentro de ella, destaca la influencia de la escuela de San Víctor de París. Tampoco hay que olvidar el influjo de la espiritualidad de Francisco de Asís.

Culto y devoción

El oficio litúrgico de San Antonio entró en la orden franciscana poco después de la canonización del santo, y lo propagaron los franciscanos. Sixto V, papa franciscano conventual, extendió la fiesta del santo a toda la Iglesia, Pío XII confirmó y extendió a toda la Iglesia, por medio de la bula Exulta Lusitania felix, del 16 de enero de 1946, el culto a San Antonio como «Doctor de la Iglesia», aunque como tal era considerado en el oficio de los franciscanos desde el siglo XIV.
Dentro de las devociones al santo más popular y más venerado por el pueblo cristiano, es famosa, desde poco después cle su muerte, en torno al 1235, la del responsorio Si buscas milagros, sacado del oficio ritmado escrito por fray Julián de Espira.

Otras manifestaciones de culto antoniano son: el martes de San Antonio, que recuerda los funerales del santo y los milagros que ocurrieron aquel día; el pan de los pobres y la Caritas antoniana, donde se entrelazan la devoción y las instituciones asistenciales a favor de los más desvalidos de la sociedad.

Fr. Agustino Gardin, O.F.M.Conv.
Ministro general

Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.