Santo Domingo, el santo que encendió fuegos: el predicador que no hizo ruido, pero cambió el mundo
Un carisma vivo que sigue ardiendo y puede renovar la Iglesia
No levantó ejércitos, no escribió tratados, no fundó un imperio. Pero donde pasó, dejó encendida una llama. Era castellano, recio y sencillo. Un hombre discreto, silencioso y firme. Un servidor, como Juan el Bautista, que supo desaparecer para que Cristo brillara. En una Europa desgarrada por la ignorancia, la división y el miedo, Domingo de Guzmán tuvo un sueño que parecía imposible: anunciar el amor de Dios con la fuerza de la palabra, con la pobreza de vida y con el testimonio de la luz de la verdad.
Hoy, en su fiesta, no celebramos un personaje del pasado. Celebramos una llamada que sigue ardiendo. Porque el carisma de Domingo no es un adorno del ayer: es una urgencia del presente.
¿Qué tuvo de especial este hombre que parece no haber hecho ruido, y sin embargo cambió el mundo? ¿Y qué tiene que decirnos hoy a nosotros, especialmente a quienes predicamos desde la Provincia de Hispania de la Orden de Predicadores, tierra que le vio nacer?

De Castilla al mundo: un corazón universal
Domingo nació en Caleruega, pequeño rincón de Castilla. Su tierra le dio el temple: sobriedad, profundidad, sentido del deber, amor al silencio, capacidad de sacrificio. Pero su corazón pronto se volvió más grande que su pueblo. Desde sus años de estudio en Palencia, hasta sus viajes por Francia y Roma, Domingo escuchaba las preguntas de su tiempo y se dejaba tocar por el sufrimiento de los demás.
No fue un reformador de despacho, ni un ideólogo de salón. Fue un caminante peregrino del Evangelio. Un hombre con los pies en el polvo del camino y los ojos puestos en el Cielo. Castellano de cuerpo, católico de alma, siempre en salida, siempre buscando dónde hacía falta encender una luz.
El sueño que prendió fuego: predicar a Cristo
Domingo no quiso otra cosa que predicar a Cristo. Pero no de cualquier manera. Para él, predicar no era dar discursos: era una forma de vivir. El predicador debía hablar de Dios con su vida, con su estudio, con su ejemplo, con su oración y con su humildad.
No quiso poder ni privilegios. Fundó una Orden libre, itinerante, fraterna, pobre, sin clausuras mentales, ni seguridades. Quería hermanos dispuestos a ir a pie, sin nada, con el Evangelio en la boca y la misericordia en el corazón.
Su estilo era nuevo, provocador, profundamente evangélico: predicar en medio del pueblo, abrazar a los que se habían alejado, responder con ternura a los errores, enseñar con paciencia, escuchar con hondura.
El éxito callado de un servidor
Domingo no buscó protagonismo. Por eso muchos no lo conocen. Como el Bautista, vivió para señalar al que debía venir. Nunca se puso en el centro. No fundó una marca personal, ni dejó frases para enmarcar. Pero fundó una forma de vivir el Evangelio que sigue viva ocho siglos después.
Y esa es su grandeza. Su éxito no está en las estatuas, sino en la fecundidad de su semilla: la Orden de Predicadores ha dado santos, mártires, teólogos, misioneros, místicas, mártires, mujeres y hombres que han llevado la luz del Evangelio a los rincones más oscuros del mundo. Y sigue viva, no por tradición, sino por necesidad. Porque este mundo cansado de palabras vacías y verdades a medias necesita predicadores con alma, con verdad, con compasión.
Un carisma que puede renovar la Iglesia
Domingo no fundó una estructura: fundó una forma de estar en la Iglesia y en el mundo. Un estilo de vida que sigue siendo luz para todos los tiempos:
- Buscar la verdad con pasión, sin miedo a las preguntas.
- Estudiar para servir, no para sobresalir.
- Predicar con libertad, sin diluir el Evangelio ni imponerlo a golpes.
- Vivir con alegría, porque la verdad se contagia mejor con una sonrisa.
- Abrazar la pobreza, para que la palabra suene auténtica.
- Orar con fuego, porque solo arde quien antes se ha dejado encender por Dios.
Este carisma no es exclusivo de frailes y monjas. Es una invitación para todo cristiano: vivir como testigos, hablar con sentido, amar con verdad. Domingo no quiso admiradores. Quiso imitadores discretos, pero predicadores con la vida.
¿Y nosotros?
Celebrar a Santo Domingo es ponernos frente a un espejo que nos confronta y nos inspira.
¿Tenemos pasión por la verdad o solo repetimos lo que se espera?
¿Estudiamos para comprender o para discutir?
¿Predicamos a Cristo o a nosotros mismos?
¿Vivimos con humildad o buscamos aplausos?
¿Somos servidores o influencers del Evangelio?
La Iglesia y la Orden necesita predicadores con fuego en el corazón y luz en los ojos. Como Domingo de Guzmán.
En la escuela del fuego
Domingo murió pobre, sin más riqueza que el amor de sus hermanos y el fruto de su entrega. Sus últimas palabras fueron una herencia y un mandato:
“Tened caridad, guardad la humildad, poseed la pobreza voluntaria”.
Esa es la semilla. Esa es la revolución, no hace falta hacer ruido. Basta arder, basta predicar con fuego y humildad.
Un llamado para hoy
En este 8 de agosto, desde la tierra que lo vio nacer, la Provincia de Hispania sigue encendiendo fuegos. No fuegos que destruyen, sino fuegos que iluminan, que calientan, que despiertan corazones dormidos.
Tú también puedes ser parte de ese fuego.
Tú también puedes ser predicador.
Con tu palabra, con tu trabajo, con tu vida entregada, con tu oración encendida.
La llama está viva. El mundo sigue esperando.
Y tú, ¿te animas a predicar?
Fr. Carlos Ávila O.P