Dom
24
Nov
2019

Homilía XXXIV Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2018 - 2019 - (Ciclo C)

Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Un rey diverso y contracultural

La fiesta fue instituida por Pio XI en 1925 para animar a los católicos a manifestar públicamente su fe y así expresar que en la Iglesia quien manda verdaderamente es Cristo. Lo había fijado para el domingo anterior a la solemnidad de todos los santos. Pero fue san Pablo VI que en 1970 lo trasladó al último domingo del tiempo ordinario para darle el sentido escatológico y cósmico del reinado de Cristo y así apuntaba al tiempo de adviento que anuncia la venida gloriosa del Señor Jesús.

En tiempos de Jesús y los primeros cristianos, el emperador era el hombre más poderoso de la tierra. Los reyes de la antigüedad y de la época moderna tampoco estaban lejos de esta imagen imponente, poderosa, maravillosa, lleno de riquezas, honor y glorias. Eran personas que estaban por encima del resto de la humanidad. Pero este imaginario nos puede traicionar si lo queremos aplicar a Jesús como rey. El rey de los judíos, título que recibió como burla y manifestado en la cruz, es diverso, no se parece en nada a los reyes de ese mundo ni el nuestro.

La narración que nos ofrece Lucas de los últimos momentos de Jesús en la cruz junto a otros dos ladrones es más bien dramático, humillante y hasta cierto punto, repulsivo para los lectores de su época. Un rey no puede terminar así, un maestro no puede terminar así, un buen hombre no puede terminar así; «algo habrá hecho», sería uno de los argumentos para excusarse de esta triste final. Uno de los ladrones lo reconoce como el cristo, el mesías, al igual que los jefes, aunque fuera en tono desafiante y de burla. El otro ladrón lo defiende y lo reconoce implícitamente como rey al decirle: «acuérdate de mí cuando estés en tu reino», al igual que los soldados que lo llamaban «rey de los judíos».

Esta es la imagen de Cristo rey que nos ofrece Lucas: crucificado en medio de bandidos, burlado por los jefes y soldados; insultado por uno de los ladrones y defendido por el otro; abandonado por sus discípulos que se mantenían a distancia; contemplado por las mujeres y a la vista de todo el pueblo. Un final infeliz en todos los sentidos y que no tiene nada que ver con las películas en donde los buenos siempre ganan.

En la cultura del sigo I, en la cuenca del Mediterráneo por donde se expandían los primeros cristianos, el emperador o el rey era alguien poderoso, con autoridad, riquezas, temido, servido y hasta adorado por casi todos los súbditos del imperio. Jesús, el Cristo Rey es contracultural y diverso. Es otro tipo de rey.

Esto nos debería llevar a preguntarnos honestamente: ¿qué imagen de Jesús tengo?; ¿cuál es la imagen de Cristo Rey que yo creo e intento seguir?; ¿lo confundo con los reyes de este mundo o con los jefes de nuestros países?; ¿cómo influye la imagen de un Cristo rey en mi práctica cristiana?

Un rey que acoge a los pecadores

A lo largo del Evangelio de Lucas que hemos leído y celebrado en el año había una constante: las malas compañías de Jesús. Varias veces el Evangelista remarcaba que Jesús se juntaba con prostitutas y publicanos; pecadores y marginados social y religiosamente. Ahora en el final de su vida, también lo ponen junto a dos malhechores. Durante su ministerio, Jesús siempre acogió a todos, comprendió a todos y ofreció la misericordia a aquellos que lo necesitaban y reconocían. Ahora en el desenlace de su vida, también sigue acogiendo y prometiendo salvación. Vemos que Jesús no responde a las ofensas y ultrajes de los jefes, soldados o uno de los ladrones, pero ahora se digna responder y recibir en su reino al otro ladrón, al que reconoce su culpa y teme a Dios. En resumen, al que se arrepiente. Aquel que en la tradición llamamos «el buen ladrón». Coherente con lo que ha predicado y anunciado con su vida, sus milagros y denuncias, ahora corrige ligeramente al ladrón y le promete que «hoy» estará en el paraíso con él. Hoy, no en un futuro incierto. ¿Hay alguna promesa divina más tranquilizadora que esta?. «Estar con él», ya sea Dios con uno o uno con Dios; ya sea en la última agonía o en la vida futura. Ese es el Dios que Jesús nos ha dado a conocer. ¡El Dios que está con nosotros siempre!

Este rey que reina desde la cruz verdaderamente y lo expresa aquí en la acogida de un bandido social, de un marginado religioso, en fin, de un pecador; no desprecia ni margina a nadie que acude él. La misericordia de Dios no tiene límites. Fijémonos que el ladrón ya no tiene tiempo de bajar de la cruz y realizar buenas obras, de portarse bien y ser un buen discípulo y aún así estará con Jesús-rey en el paraíso. No pongamos nunca límites a la misericordia de Dios que, en todo caso, rompe nuestros esquemas mentales, religiosos y morales.

Deberíamos preguntarnos: ¿Cómo acogemos a los otros?; ¿Acogemos a aquellos/as que consideramos «pecadores»?; ¿Qué actitud tenemos ante los marginados de nuestra sociedad, ante aquellos que piensan distinto a nosotros, aquellos que no son de los nuestros?; ¿Damos oportunidad al que necesita?; ¿Creemos de verdad en el arrepentimiento de las personas?

Recordemos las palabras de un Padre de la iglesia a propósito de esto:

 “Me dirás: „¿Qué hizo de extraordinario este ladrón para merecer, después de la cruz, el paraíso?‟. Ya te respondo: 

En cuanto, en el suelo, Pedro negaba al Maestro; él, en lo alto de la cruz lo proclamaba „Señor‟ (…). El discípulo no supo aguantar la amenaza de una criada; el ladrón, ante todo un pueblo que lo circundaba, gritaba y ofendía, no se intimidó, no se detuvo en la apariencia vil de un crucificado, superó todo con los ojos de la fe, reconoció al Rey del Cielo y con ánimo inclinado ante él dijo: „Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino‟. Por favor, no subestimemos a este ladrón y no tengamos vergüenza de tomar como maestro a aquel a quien el Señor no tuvo vergüenza de introducir, delante de todos, en el paraíso; no tengamos vergüenza de tomar como maestro a aquel que, ante toda la creación, fue considerado digno de la convivencia y la felicidad celestial. Pero reflexionemos atentamente, sobre todo, para que podamos percibir el poder de la cruz”

(San Juan Crisóstomo, De cruce et latrone, I 2s: PG 49,401ss)

Un rey que salva

Una de las palabras claves del texto evangélico es la palabra «salvar». “Que se salve a sí mismo” se dice en Lc 23,35); “¡Sálvate!” en Lc 23,37b y “¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!”  en Lc 23,39c. Esta salvación está estrechamente ligada al adverbio «hoy» en el Evangelio de Lucas:

“Hoy ha nacido un salvador” (Lc 2,1)

“Hoy se ha cumplido esta Escritura” (Lc 4,21)

“Hoy hemos visto cosas maravillosas” (Lc 5,26)

“Hoy la salvación ha llegado a esta casa” (Lc 19,9).

El rey que nos propone el Evangelista es uno que salva hoy, no mañana ni pasado. Celebrar la solemnidad hoy es una apremiante invitación a proponer el Evangelio de Jesús a todas las personas. Un Evangelio que no condena sino más bien salva, un Evangelio que está de parte de los débiles y marginados de este mundo. Un Evangelio vivido por una iglesia en salida, una Iglesia que prefiere accidentarse en vez de estar enferma o bien conservada. Si Cristo es el rey del universo, antes prefiere serlo de cada uno de nosotros, y en especial de los más empobrecidos de este mundo. Su trono celestial quiere ser nuestro corazón, si lo dejamos, si le permitimos que nos salve de nuestros egoísmos, maldades, mezquindades, hipocresías, etiquetas, cerrazones, etc. Por eso, estamos invitados a decirle también hoy: «Jesús, acuérdate de mí».

Pero esto no es todo. También estamos invitados a dar gracias. Demos gracias a Dios Padre que nos hecho capaces de compartir el Reino de Jesucristo, un reino de amor y misericordia; un reino que busca justicia y paz; un reino donde el más importante es el que sirve, el que se hace pequeño y servidor de sus hermanos y hermanas. Demos gracias a Dios Padre que nos ha hecho partícipes del Reino predicado por su hijo Jesús; un reino donde todos tienen lugar; un reino donde no hay lugar para la discriminación o el desprecio; un reino que acoge a todos y a todas las personas que aceptan con sinceridad el Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Entonces sí tendrá sentido cantar con el salmista: ¡«qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor»!