Dom
19
Feb
2017

Homilía Séptimo Domingo de Tiempo Ordinario

Año litúrgico 2016 - 2017 - (Ciclo A)

Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

La tentación de hacer rebajas

Conseguir lo mismo por menos, es el gran reclamo de las rebajas que muchos comercios, en esta época del año, realizan. Nunca estamos del todo a salvo del egoísmo que nos lleva a aplicar el esquema mercantilista a nuestras relaciones personales, con los demás y con Dios. A veces, incluso, buscamos “rebajas” en nuestras relaciones.

Cuando un interés egoísta guía nuestras relaciones, estas se desvirtúan por completo. Los frutos que nacen del encuentro personal se marchitan cuando tratamos de apoderarnos de ellos, cuando pretendemos adquirirlos en lugar de recibirlos como un don. Necesitamos ser amados, pero el amor no puede exigirse, el otro debe entregársenos libremente. Tampoco podemos recibir amor si permanecemos pasivos: también nosotros tenemos que poner en juego nuestra libertad. Por este motivo, la lógica de la “rebajas” no funciona en las relaciones: recibimos en función de lo que estamos dispuestos a arriesgar. En contra, por tanto, de lo que muchas veces pensamos, el amor no se reduce a los sentimientos.

Las llamadas virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) forman una suerte de comunidad trinitaria: son inseparables y dependan cada una de las otras. Decía Benedicto XVI en Spe salvi que la actual crisis de fe de la sociedad occidental es, en sus aspectos concretos, una crisis de esperanza (n.17). Podemos decir, en consecuencia, que estamos también ante una crisis de caridad, de amor. No es casualidad que su primera encíclica, la inmediatamente anterior, la dedicara al amor (Deus caritas est).

El ideal evangélico que propone y realiza en su vida Jesucristo resulta tan exigente que la tentación inmediata es la de hacer “rebajas”, desnaturalizarlo. Entonces las consecuencias son inevitables: nuestra fe y nuestra esperanza enflaquecen. Cuando nos cuesta creer y mantener viva la esperanza es porque nuestro amor es débil, porque ponemos poco en juego. ¿Cómo creer que el amor de Dios nos salva de la muerte si no tenemos experiencia profunda del poder transformador que el amor tiene en nuestra propia vida?

Algunos pensadores europeos del siglo XX creyeron que el mensaje cristiano podía ser aprovechable reduciéndolo a un código moral, a una filosofía existencialista que eliminara toda referencia a Dios y a lo religioso (aspectos que ellos consideraban mitos inaceptables para una sociedad moderna). Hacer un cristianismo sin Dios, en definitiva. El resultado fue la otra cara de la moneda: el mandamiento del amor se convierte en una carga insoportable sin la experiencia de la fe en un Dios que nos ama primero (1 Jn 4, 19). Cuando nos cuesta amar y vivir con esperanza es porque nuestra confianza en Dios languidece. ¿Cómo aspirar a amar sin límites sin la experiencia profunda de la presencia misericordiosa de Dios en nuestras vidas?

Tenemos miedo a apostar toda nuestra vida al Evangelio y -como en esos concursos de la televisión- repartimos nuestra apuesta entre varias posibilidades, por si acaso, no vaya a ser que lo perdamos todo. Debemos seguir pidiéndole a Dios valentía para “dejarlo todo” y seguir a su Hijo (Mt 19, 27).

Del “ojo por ojo” al amor que ve más allá de “los nuestros”

El progreso moral que supuso la ley del Talión al prescribir proporcionalidad entre delito y castigo va a ser llevado a plenitud en el mandamiento del amor incondicional. Así es el amor de Dios, que “manda la lluvia a justos e injustos”.

El amor al prójimo ya revelado en el AT encuentra en el NT un alcance ilimitado cuando Jesús nos pide que amemos incluso a los que nos odian. La parábola del Buen Samaritano que narra Lucas (Lc 10, 30-37) recogía -y respondía invirtiendo los términos de la discusión- la controversia rabínica de la época acerca de a quiénes debían considerar “prójimo” los judíos. Controversia que también está de fondo en la Palabra proclamada de hoy.

En el Levítico 19 se habla de evitar el odio, la venganza y el rencor hacia los hijos de Israel. Respecto a la prescripción “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, los maestros de la Ley debatían acerca del alcance y los límites del término “prójimo” y si éste era o no aplicable también a, por ejemplo, los no judíos que habitaban en tierra judía. La respuesta de Jesús es clara y radical: “amad a vuestros enemigos”.

El amor al enemigo es la expresión más contundente del amor incondicional, universal y misericordioso que Dios nos tiene y al que Dios nos llama. Amar es procurar y desearle bien al otro: el verdadero amor solo busca eso. Amar a los que nos odian no es desear su odio, al contrario, es desear que lo abandone y que acoja la misericordia que se le ofrece. Y hacer y querer el bien del otro no siempre significará hacerle sentirse bien.

En cuanto a la respuesta que el Evangelio nos propone para quienes nos agravian, evidentemente no debe interpretarse como una invitación a despreciar la propia dignidad o a prestarse a ser denigrado. ¿Qué hacer cuándo se nos hace mal? No debemos responder con mal, pero tampoco debemos permanecer impasibles. Hay que dar testimonio. Poner la otra mejilla o dar más de lo que se nos quita o pide son expresiones que manifiestan que el mal debe ser afrontado con el bien.

La perfección a la que se nos llama es a la del amor.

Dios se ha revelado haciéndosenos prójimo en Jesús. Antes mencionábamos la tentación de construir un cristianismo sin Dios; también los hay que, sin llegar tan lejos en su rebaja, pueden sentirse tentados de fabricar un cristianismo sin Encarnación.

Dios no se revela por afán exhibicionista, ni tampoco para saciar la curiosidad humana. Por medio de la Encarnación, Dios expresa lo que es (amor sin límite) a la vez que lo realiza de un modo inefable. Su amor, que llega hasta la Encarnación, nos ha introducido en lo más profundo de Sí y nos ha revelado el misterio del propio ser humano: Jesucristo es la respuesta a la pregunta por lo que somos y lo que estamos llamados a ser. Su incumbencia para nosotros es total y definitiva.

Un amor tal como el que se nos pide solo es posible si bebemos de la fuente del amor, que es Dios, la cual se nos ha abierto en Jesucristo. La perfección de Dios a la que se nos llama no es la perfección como muchas veces la imaginamos: la de un ser acabado, pleno, autónomo. Así es como solían concebirla los antiguos filósofos griegos. Pero Dios no es una ecuación: ¿por qué habría de revelarse -y mucho menos encarnarse- un ser acabado, pleno y autónomo? La perfección de Dios es la perfección de la santidad, como dice el Levítico. La perfección consiste en amar como Dios ama, incondicionalmente. Por eso, la expresión que recoge Mateo, “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”, es totalmente equivalente a la que encontramos en Lucas: “sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36).

El amor es la única fuerza capaz de cambiar a las personas respetando su libertad. Desde esta perspectiva debemos contemplar la misteriosa relación entre la intervención amorosa de Dios (la gracia) y la libertad humana. “Seréis como Dios” (Gn 3, 5), este es el anhelo profundo que Dios ha puesto en nuestros corazones. No pretendamos, como Adán y Eva, adquirir o apoderarnos de su cumplimiento. Pidámosle a Dios que nos ayude a abrirnos, por medio del amor, para acogerlo como don realizado en Jesucristo, Nuestro Señor.