Humildes, buscad al Señor y revivirá vuestro corazón

Primera lectura

Lectura del libro del Génesis 49,29-32;50,15-26a:

En aquellos días, Jacob dio las siguientes instrucciones a sus hijos:
« Cuando me reúna con los míos, enterradme con mis padres en la cueva del campo de Efrón, el hitita, la cueva del campo de Macpela frente a Mambré, en la tierra de Canaán, la que compró Abrahán a Efrón, el hitita, como sepulcro en propiedad. Allí enterraron a Abrahán y Sara, su mujer; allí enterraron a Isaac y a Rebeca, su mujer; allí enterré yo a Lía. El campo y la cueva fueron comprados a los hititas».
Cuando los hermanos de José vieron que había muerto su padre, se dijeron:
«A ver si José nos guarda rencor y quiere pagarnos todo el mal que le hicimos».
Y mandaron decir a José:
«Antes de morir tu padre nos encargó: "Esto diréis a José: Perdona a tus hermanos su crimen y su pecado y el mal que te hicieron". Por tanto, perdona el crimen de los siervos del Dios de tu padre”».
José, al oírlo, se echó a llorar. Entonces vinieron los hermanos, se postraron ante él, y le dijeron:
«Aquí nos tienes, somos tus siervos».
Pero José les respondió:
«No temáis ¿soy yo acaso Dios? Vosotros intentasteis hacerme mal, pero Dios intentaba hacer bien, para dar vida a un pueblo numeroso, como hoy somos. Por tanto, no temáis; yo os mantendré a vosotros y a vuestros hijos».
Y los consoló, hablándoles al corazón.
José habitó en Egipto con la familia de su padre y vivió ciento diez años. José llegó a conocer a los descendientes de Efraín, hasta la tercera generación, y también a los hijos de Maquir, hijo de Manasés, que nacieron sobre sus rodillas.
Más adelante, José dijo a sus hermanos:
«Yo voy a morir. Dios cuidará de vosotros y os llevará de esta tierra a la tierra que juró dar a Abrahán, Isaac y Jacob».
Luego José hizo jurar a los hijos de Israel:
«Cuando Dios os visite, os llevaréis mis huesos de aquí».
José murió a los ciento diez años.

Salmo de hoy

Salmo 104,1-2.3-4.6-7 R/. Humildes, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón

Dad gracias al Señor, invocad su nombre,
dad a conocer sus hazañas a los pueblos.
Cantadle al son de instrumentos,
hablad de sus maravillas. R.

Gloriaos de su nombre santo,
que se alegren los que buscan al Señor.
Recurrid al Señor y a su poder,
buscad continuamente su rostro. R.

¡Estirpe de Abrahán, su siervo;
hijos de Jacob, su elegido!
El Señor es nuestro Dios,
él gobierna toda la tierra. R.

Evangelio del día

Lectura del santo evangelio según san Mateo 10,24-33

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles:
«Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo; ya le basta al discípulo con ser como su maestro, y al esclavo como su amo. Si al dueño de la casa lo han llamado Belzebú, ¡cuánto más a los criados!
No les tengáis miedo, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse.
Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído, pregonadlo desde la azotea.
No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la “gehenna”. ¿No se venden un par de gorriones por unos céntimos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; valéis más vosotros que muchos gorriones.
A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los cielos».

Reflexión del Evangelio de hoy

El largo camino de la reconciliación a la fraternidad

Es genial cómo el Génesis refleja la realidad más cercana y humana a todos: las relaciones filiales y fraternas.  Va desgranando historias donde estas relaciones de parentesco desvelan sus conflictos y tragedias.  Y también se descubren los pasajes de reconciliación más bellos.  Es el caso de José, sus hermanos y Jacob, el padre.

Restaurar la fraternidad cuando ésta se ha roto es un camino largo y lleno de claros y oscuros, porque todo lo humano permea nuestras relaciones.  Después del perdón, el encuentro, la reconciliación, viene la tarea de reconstruir.  Y brotan las dudas, la desconfianza, el miedo.  “A ver si José nos guarda rencor y quiere pagarnos el mal que le hicimos”.

Pero José ha hecho también su camino interior para restaurar esa fraternidad y ha encontrado las claves que permitirán que se haga realidad en su familia.  “No tengáis miedo ¿soy yo acaso Dios?”  Se reconoce con humildad un ser humano, como sus hermanos lo son, y que es a Dios a quien compete juzgar, proteger y velar por su pueblo, por cada uno. “Vosotros intentasteis hacerme mal, pero Dios intentaba hacer bien, para dar vida a un pueblo numeroso…”.  Si sabemos leer la vida, la historia, desde Dios, todo lo humano cobrará su sentido.

“Y los consoló, hablándoles al corazón”. Las recriminaciones, las amenazas o los razonamientos distantes no generan la confianza necesaria para vivir como hermanos.  La clave de la fraternidad está en llegar al corazón del otro y reconocerse como hijos de un Dios que nos ama y quiere ante todo el bien para todos.  Entonces se hace posible el reencuentro profundo, el que no reaviva las diferencias sino que provoca unión, fraternidad.

Todos vivimos relaciones familiares y comunitarias; y es todo un reto vivirlas desde la fe, especialmente en las situaciones de conflicto y las de dolor.  Y creo que no hay mejores palabras que las de José a sus hermanos: “No temáis…Dios cuidará de vosotros”.

El largo camino del miedo a la confianza

Llama la atención en este pasaje evangélico de hoy la de veces que Jesús les repite a los apóstoles: “No tengáis miedo”.  El miedo siempre es mal consejero y aún peor compañero de camino.  Decía una hermana de mi comunidad frecuentemente: “no hay sustos, sino ‘asustaos’”.  Y encierra mucha sabiduría, aunque no por ello resulte sencillo vivirlo.  La única forma de superar el miedo es la confianza.

Me atrevo a decir que para muchos cristianos de hoy, los que vivimos nuestra fe de una forma un tanto plácida y acomodada, estas palabras nos suenan un poco extrañas.  Seguro que los que se saben perseguidos tienen una experiencia diferente.  Pero eso no quiere decir que no nos paralizan muchos temores: al simple cambio, a no ser significativos ni relevantes socialmente, a perder prestigio o buena fama, a no controlar ciertas cosas, a perder nuestras comodidades… Si no tuviéramos miedos seríamos totalmente libres y no nos importaría arriesgar lo que fuera para anunciar el Evangelio.  La creatividad y el riesgo del anuncio no tendrían cortapisas.

Lo peor del miedo es que nos paralice, nos endurezca el corazón y apague la bondad que Dios ha puesto en cada uno.  Debemos recuperar esa sana imprudencia de la juventud, la que permite soñar, buscar ideales, arriesgar la vida.  Y eso sólo es posible desde la confianza en Dios.  ¿Qué más da lo que pueda ocurrir? “Un discípulo no es más que su maestro”.  Vivamos y proclamemos sin miedo que sí, que es posible la fraternidad y el bien para todos.  La fe ha de abrirnos a la esperanza, esa que ponemos plenamente en Dios.  Porque nos sabemos en sus manos y que El siempre cuidará de los suyos.

Si nos sentimos entrañablemente amados por Dios, así como somos, sin más, entonces seremos capaces de dar lo mejor que Él ha puesto en nosotros, de vivir desde nuestra bondad y verdad.  Y podremos también construir una fraternidad donde cada cual pueda sentirse en paz, aceptado, alegre, vivo, él mismo, amado y bendecido.