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Octavo centenario de Santo Domingo

3 de febrero de 2017
Octavo centenario de Santo Domingo

Carta del Maestro de la Orden fr. Aniceto Fernández con motivo del Octavo centenario del nacimeinto de Santo Domingo de Guzmán

En el presente año 1970 se celebra el octavo centenario del nacimiento de Santo Domingo. En enero pasado tuve el gozo de celebrar este aniversario en el monasterio de Prulla, donde nuestro Padre puso los fundamentos de su Orden. Este año centenario dará comienzo oficialmente el día 7 de mayo de 1970 y finalizará el día 4 de agosto de 1971.

Están previstos diferentes actos y peregrinaciones, sobre todo a los lugares dominicanos: Caleruega, Tolosa, Roma y Bolonia. Hago una invitación a todas las Provincias, Conventos, Monasterios y Congregaciones dominicas para que solemnicen con fervor este tiempo durante el cual debemos dar especial­ mente gracias a Dios por haber concedido a la Iglesia el gran don de Santo Domingo.

Un aniversario no es solamente un recuerdo del pasado. Implica también el compromiso con el presente y nos exige una respuesta sobre la fidelidad a la gracia que nos fue dada con tanta generosidad.

La Iglesia pasa en el momento actual por horas difíciles. Esta situación ha dejado huellas en cada uno de nosotros y en nuestras comunidades. En otras épocas de nuestra historia, tal vez fuese suficiente renovar las formas de nuestra vida o de nuestro servicio a la Iglesia. Esta tarea es necesaria en todo m omento y nuestros capítulos nos invitan permanentemente a ella. Pero hoy esto sería insuficiente. Si vamos al fondo de las cuestiones que se plantean los hombres de nuestro tiempo, en este mundo en constante cambio, constatamos que el interrogante que se les propone y del cual nosotros mismos no podremos evadirnos, es la cuestión más radical que se puede presentar: ¿Quién decís que soy Yo?" (Mt. 16, 15) . Se trata, ante todo, de nuestra vida con Cristo, más aún que de nuestra fe en Cristo. Pues si no estamos vinculados a Él, nuestra palabra estará vacía y nuestra vida religiosa no tendrá sentido.

A esta cuestión os pide respuesta el que hoy, aunque indigno, es el sucesor de Santo Domingo. Dios quiera que la respuesta brote de lo más profundo de vosotros mismos, como en otro tiempo se expresó con las palabras del Apóstol:

¿"Señor, a quién iremos? Tu tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6, 68).

Si en nuestra respuesta no hay convicción, si el hombre interior no se fortalece en nosotros por el Espíritu del Padre, si no estamos enraizados y fundados en la caridad (Ef. 3, 16- 17), toda renovación de nuestras instituciones y de nuestras actividades nos dejará insatisfechos. En un plazo más o menos largo, llegará el fracaso: es el alma la que especifica el cuerpo.

O la búsqueda que nos especifica se orienta sobre lo esencial, es decir, sobre Aquel que es la verdad de nuestra vida y de nuestra palabra, y, entonces, los momentos de oscuridad por los que atravesamos nos conducirán a la luz; o se tienen sueños demasiado humanos sobre proyectos más o menos en conformidad con lo que el mundo presente espera de nuestra eficacia, y, entonces, se disiparán en la nada uno tras otro. Apenas habremos abierto nuevas perspectivas y suscitado nuevos compromisos, cuando ya serán “contestados”. Si no construimos sobre la roca, nos invadirá la duda y la inquietud, y no seremos ante los hombres, los testigos de la paz y de la alegría del evangelio.

En este momento de nuestra historia, las palabras del Apóstol deberían tener para nosotros un sentido especial: “No hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido. Y hablando, no un lenguaje enseñado por la humana sabiduría, sino por el Espíritu que manifiesta en términos espirituales las realidades del espíritu” (1 Cor 2, 12-13).

Se trata de perdernos en Cristo para encontrarnos con Él; no con justificaciones puramente humanas, sino con la justicia que proviene de la fe y que dará sentido y valor a todas nuestras empresas.

Santo Domingo, que nos ha llamado a continuar su obra, nos pide un examen sobre nuestra vida -sobre nuestra vida personal, sobre la de nuestros conventos, de la Orden entera- a la luz de esa vocación que él ha recibido el primero: anunciar el evangelio a los hombres y, como exigencia de este anuncio, entregar nuestras vidas al Evangelio. Es necesario elegir: o renovarnos en el misterio de Cristo, o traicionar los ideales de Santo Domingo.

Con mirada penetrante, el Padre de los Predicadores iluminado por el espíritu de Dios en el momento en que la Iglesia pasaba por los sufrimientos de engendrar una humanidad nueva, acertó a descubrir el modelo de apóstol necesario para hacer entender en su tiempo el mensaje de salvación. Él ha comprendido que, para proclamar la Cruz, no son suficientes los discursos de los sabios del mundo. Se necesitan testimonios que se identifiquen con la imagen del “Servidor" entrega­ do para la vida del mundo. La Orden que Santo Domingo ha fundado no aspira a otra cosa, puesto que recibe su inspiración de la misión de los Apóstoles.

Santo Domingo, mejor que cualquier otro, ha visto que la Palabra de Dios, para hacerse escuchar, se transmite en un lenguaje, y que, para hacerse entender por los hombres, este lenguaje debe utilizar las palabras con las que los hombres manifiestan sus miserias y sus esperanzas. Como el sembrador que arroja la simiente a la tierra en donde ha de germinar, Santo Domingo no tiene ningún temor de dispersar a sus hermanos para que, instruidos en el modo de ser de los hombres, sean capaces de anunciar el evangelio en su mismo lenguaje.

Él estaba profundamente convencido de que la “ciencia de Cristo” no es fruto de una búsqueda de lo que hay en el hombre. La "ciencia de Cristo” es la revelación, jamás salida del corazón del hombre. Para llegar al conocimiento de esta Verdad es necesario pasar por la disponibilidad del corazón humilde que cree en Dios, que hace surgir la vida de la muerte y que llama al ser de la nada. Para participar de la fecundidad de esta ciencia, es necesario estar dispuesto a la muerte como el grano de trigo.

Santo Domingo, hombre evangélico, era también el hombre de la Iglesia. Los dos no son más que unos mismo. Teniendo un sentido muy despierto para captar las necesidades de la Iglesia de su tiempo, sensible a las orientaciones de la jerarquía y participando de las preocupaciones del Pastor Supremo de la Iglesia, sabe descubrir los medios más convenientes para esas necesidades. Lo que los cátaros y valdenses realizan con una predicación que Dios ni ilumina, porque se realiza sin mandato, Santo Domingo lo realiza en la Iglesia: in medio Ecclesiae. Seguro de secundar los deseos del Soberano Pontífice, va a Roma a rogar a Inocencio III la confirmación de la Orden. Desde este momento se multiplican las bullas pontificias en su favor, que confirman y apoyan sus más importantes iniciativas apostólicas. Con esta firme sumisión a la Sede de Pedro, la libertad y la audacia del apóstol pueden desplegarse con la certeza de cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos.

Lo que se nos pide en este m omento grave de la historia de la Iglesia y de la <Orden es llevar hasta sus últimas consecuencias los interrogantes que surgen con la llamada de Santo Domingo.

¿Es Cristo a quien damos testimonio en nosotros? ¿Da Él sentido a nuestras palabras? Si la imagen de Cristo no se revela en nuestra predicación que solo habla de esperanzas humanas, ¿tendremos aún una Buena Nueva que revelar y que anunciar a este hombre que, sin saberlo, tiene hambre de la Vida que Dios le promete?

¿Es solo Cristo Jesús el que nos posee y nos impulsa hacia la realización del designio de Dios sobre el mundo? Si su presencia no es el vínculo de nuestra comunión fraterna, nuestro amor a los hombres ¿es aún el signo de la Reconciliación que nuestra palabra quiere proclamar?

¿Es Cristo la fuerza que nos hace mantenernos ante lo Invisible? ¿Sabemos aún ponernos un poco al margen, cerrar en nosotros la puerta de nuestra celda interior, glorificar al Padre que está en el secreto de nuestra alma, luchar infatigablemente en la oración en unión con Él y contra nosotros, por la Iglesia de Dios y por nuestros hermanos los hombres?

Recibir y anunciar el misterio de salvación no puede realizarse más que en la Iglesia. Esta comunión con la Iglesia supone compartir sus preocupaciones, y dar testimonio de Cristo con nuestra vida. Esta solidaridad debe ser, ante todo, sumisión religiosa al Magisterio de la Iglesia en sus diversos niveles: en primer lugar hacia Aquel que Santa Catalina de Siena se complacía en llamar “el dulce Cristo en la tierra”. Con un sin­ cero deseo de transmitir siempre lo que el Espíritu Santo quiere decir a la Iglesia, debemos ser los testigos fieles de estas enseñanzas.

Finalmente, si no queremos ser menos que su fundador, la Orden debe ser siempre la misma y siempre nueva. ¿No estamos tentados, en ciertos momentos, a confundir la renovación que pide la Iglesia del Vaticano II con una pura invención que no responde sino a nuestra propia inspiración? ¿Hemos intentado vivir con lealtad las nuevas Constituciones y deseamos volver a la ley fundamental que debe estar con el corazón de nuestra profesión de predicadores. ¿No nos encerramos en un lamento estéril del pasado, mientras que el deber presente consiste en una justa comprensión de lo que cada uno debe aporta a la obra común, de marchar todos unidos en el camino que nos ha sido trazado?

Para despertar y reavivar nuestra fe, Santo Domingo nos dice en nuestra “Regla de Vida” lo que debemos hacer: unidos en la vida común, fidelidad a nuestra profesión de los consejos evangélicos, fervor en la celebración en común del Oficio y en la oración privada, asiduidad en el estudio, perseverancia en la observancia que, por la disciplina que nos impone, organiza nuestra vida, como lo señalan nuestras Constituciones, favoreciendo nuestro propósito de seguro más estrechamente a Cristo y el poder llevar a efecto más eficazmente nuestra vida apostólica.

Y esto que decimos a nuestros hermanos, vale también para todos los miembros de la familia dominicana: monjas, religiosas, miembros de los Institutos seculares y Fraternidades de Santo Domingo; cada uno según su propia vocación.

Queridos hermanos y hermanas: esta carta quiere ser una llamada y una invitación. Estas palabras no adquirirán su sentido ni darán su fruto más que si las aceptamos en el Espíritu. Preguntémonos ante el Señor lo que somos, lo que queremos y debemos ser durante este último cuarto de siglo en el que nuestra Orden ha conocido una gran prosperidad. Pongo fielmente esta carta bajo la protección materna de María, dichosa la que creyó. Que ella me conceda llevar una vida con más alegría y fervor de nuestra fe. Os bendigo de corazón en el nombre de Santo Domingo.

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