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‘Dies natalis’ de Santo Domingo. La última predicación

28 de julio de 2021

‘Dies natalis’ de Santo Domingo. La última predicación

Nota.- Este texto fue inicialmente una conferencia; algunos detalles acusan ese origen.

  Este año 2021 se celebra el Jubileo por el dies natalis de santo Domingo, el “día de su nacimiento” para el cielo. Esa expresión nos hace pensar enseguida en la glorificación junto a Dios que recibió a raíz de su muerte. Así como ordinariamente celebramos el cumpleaños para conmemorar el nacimiento biológico de las personas, en el caso de los santos se destaca sobre todo el día de su muerte, acentuando de esta manera la perspectiva escatológica de su vida.

  En la reestructuración del calendario litúrgico después del Vaticano II, a santo Domingo no fue posible asignarle, para su celebración principal, la fecha de su muerte, el 6 de agosto, ya que en esa fecha celebra la Iglesia la fiesta de la Transfiguración del Señor. Se venía celebrando el día 4, pero ese día se fijó la celebración del Cura de Ars, que había muerto precisamente en esa fecha y prevalecía esa circunstancia, ya que, entre los criterios de renovación del calendario santoral, se dio importancia principal a la conmemoración del día de la muerte de los diversos santos. Se le asignó entonces el día 7 (el más próximo a su muerte), pero los Clérigos Regulares de San Cayetano reclamaron ese día, fecha en que había muerto su fundador, y se atendió consecuentemente a su petición. Finalmente, se fijó para santo Domingo el día 8 del mismo mes, que es como lo tenemos ahora.

  La muerte de las personas, en general, es muy desigual en la manera de producirse: natural (de ordinario, por el desgaste que lleva consigo la edad avanzada) o provocada (hoy día se recurre, como sabemos, a la eutanasia o al suicidio inducido…), violenta (guerras, torturas, asesinatos; el martirio, para los cristianos, entra dentro de esta categoría), por accidente, por enfermedad (súbita, prolongada, dolorosa, serena, en soledad, en familia). La de santo Domingo es una de las más admirables que podemos conocer.

  La mencionada expresión dies natalis nos permite también detenernos, en este caso, en las características históricas de ese “dies” escatológico. Porque, en efecto, si hemos de dar crédito al testimonio de los que asistieron a su muerte, particularmente al de Fray Ventura de Verona, prior del convento a la sazón y primer testigo de Bolonia en el proceso de canonización, esa muerte presenta unos rasgos muy reveladores de la personalidad de quien va a morir; constituye, además, un estímulo ejemplar para vivir ese trance con sentido cristiano. También fue testigo presencial el síndico del convento, fray Rodolfo de Faenza, que aporta algún matiz complementario.

  Creo que merece la pena que nos acerquemos con cierta calma y tratemos de interpretar los numerosos detalles que se nos proporcionan en ese relato fraterno. No es el único, y evocaremos también otros semejantes que nos conservan algunos de sus contemporáneos[1]. Pero sí es, quizá, el más minucioso y expresivo; también el más entrañable y ponderado. A la luz de esos detalles, descubrimos un testimonio cristiano y religioso del más alto valor. Si quisiéramos simplificar, podríamos hablar, condensando la vida entera de Domingo, de la que fue su última predicación.

  Destacaremos varios aspectos fundamentales de este acontecimiento, que pretenden englobar los mencionados detalles en un conjunto homogéneo: su actitud ante la muerte, el proceso de su enfermedad última, los sentimientos de los frailes, su espíritu de penitencia, su amor a los hermanos, su condición de predicador hasta el final y su fe en la resurrección y en la comunión de los santos. Se nos revelan también ciertos matices de su virtud y de su humanidad, así como algunos rasgos litúrgicos de su temperamento religioso. Vamos a detenernos sucesivamente en cada uno de ellos.

  1.- De su actitud ante la muerte, sólo señalaremos tres detalles que la precedieron: a) vivió, al parecer, sin temerla, más bien deseó sufrirla incluso de manera cruenta (cf. sus declaraciones a quienes pretendían asesinarlo en alguna emboscada y le preguntaron si no le aterrorizaba la muerte: les dijo que, si lo apresaban, “os rogaría que no me matarais inmediatamente, sino que prolongarais el martirio con una sucesiva amputación de mis miembros…; así, con una muerte más prolongada recibiría una más alta corona de martirio”; Jordán 34); b) la profetizó al despedirse de un grupo de estudiantes de Bolonia “muy amigos suyos” (“sabed que no estaré mucho tiempo en esta vida mortal”, y así sucedió, pues poco antes de la Asunción de Nª Sª voló al Señor); al mismo tiempo, exhortó a aquellos jóvenes al desprecio del mundo y al recuerdo constante de la muerte (Frachet 44); c) “habiendo enfermado gravemente vio a un joven muy hermoso que le decía: ‘Ven, amado mío, ven a los gozos eternos, ven’ “ (Cerrato 45).

  De estas rápidas pinceladas se desprenden algunos rasgos de la visión que tenía Domingo sobre la muerte. La que acecha al predicador de la verdad evangélica, que resulta incómoda para quien no la soporta, puede convertirse, llegado el caso, en un verdadero martirio sufrido por dar a conocer el mensaje de Cristo y merecedor por eso mismo de una mayor gloria ante el trono de Dios. Un final así no sólo no es temido por el verdadero apóstol, sino que puede incluso anhelarse apasionadamente, por la identificación que supone con la cruz de Cristo y por el premio que se espera obtener de esa conformidad definitiva con la entrega del Maestro.

  La muerte profetizada a unos jóvenes amigos, con la recomendación de pensar en ella con cierta frecuencia y de distanciarse del mundo en la conducta ordinaria, implica una mirada serena y hasta apacible sobre su inminencia, y una relativización muy clara de los atractivos que la sociedad ofrece a la juventud. Es coherente mirar el trance de morir sin dramatismo cuando los bienes de este mundo no acaparan la atención ni las aspiraciones más profundas del ser humano.

  En cuanto a la visión del joven que le invita a acompañarle en los gozos eternos, es una confirmación del beneplácito divino ante el conjunto de su vida. A ejemplo de san Pablo (2 Tim 4, 7-8), refleja la conciencia de haber combatido el noble combate, de haber acabado la carrera, de haber conservado la fe; por lo cual está persuadido de que le está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, le dará en aquel día. No es una pretensión presuntuosa, es la certeza íntima de una vida que se ha desgastado en el servicio de Dios y que está a punto de desembocar en el encuentro tan deseado con él para siempre.

  2.- Pero vengamos ya a las circunstancias de su muerte. En el proceso de su enfermedad última podemos distinguir varios pasos. Comenzamos situando ese acontecimiento en su contexto inmediato. Nada más concluir el Capítulo general de Bolonia, en junio de 1221, Domingo había emprendido una campaña de predicación por la Marca de Treviso, al noreste de Italia. Y acababa de entrevistarse en Venecia con el cardenal Hugolino (futuro papa Gregorio IX), que se hallaba desempeñando una legación pontificia e imperial por la región. Finalmente llegaba de nuevo a Bolonia, a últimos de julio, agotado y enfermo, a pesar de lo cual pasó la noche hablando con el prior, Ventura de Verona, y con el síndico, Rodolfo de Faenza, sobre el estado de la Orden.

  Era ésta una preocupación frecuente en él desde que la Orden recibió la aprobación del Papa: asegurar su continuidad, desde luego, pero garantizando su fidelidad a los orígenes. Sus asiduas visitas a los conventos que se iban asentando, así como su constante celo en corregir los fallos de sus frailes –corrección que “los dejaba consolados”, sí, pero que era rigurosa y firme-, ponen de manifiesto el interés de aquel hombre por cuidar el sello evangélico de aquella iniciativa apostólica. Frente a ese empeño por mantener vivo el espíritu de los comienzos, ni su cansancio ni la enfermedad le parecían razón suficiente para descuidarlo en favor de un descanso inmediato.

  Días después de su llegada a Bolonia su estado empeoró. En la noche que precedió a su fallecimiento experimentó dolor de cabeza y se le vio muy debilitado; después del traslado a San Nicolás desde Sta. Mª del Monte, estuvo un rato en estado estacionario (probablemente una especie de coma); tenía fiebre y estaba aquejado de disentería (fray Rodolfo le sostenía la cabeza y le enjugaba el sudor del rostro con una toalla); “en el espíritu estaba firmemente unido a Dios. Progresando, pues, la enfermedad del cuerpo, no decaía, sino que progresaba, aún más, se perfeccionaba la fuerza de su alma” (Ferrando 46). Sin duda la enfermedad física merma también, de ordinario, las facultades anímicas, pero no siempre es así. Tal vez la asidua intimidad con Dios que cultivó siempre Domingo, y que es uno de sus rasgos más característicos, le facilitaba, aun en ese estado terminal, una fortaleza interior acentuada. Y si la muerte nos acerca a la claridad de Dios, ¿por qué habría de extrañarnos percibir una lucidez especial en quien está a punto de franquear la frontera de la vida?

  3.- Los sentimientos de los frailes eran, al principio, de preocupación (el prior, cuando llegó, le rogaba que descansara y que no fuera a maitines); cuando se puso peor, lo llevaron a Sta. Mª del Monte, un lugar más sano que el calor agobiante del convento; luego, obedeciendo a su deseo, aunque temiendo que se les muriera por el camino, lo volvieron a bajar a San Nicolás, donde él quería reposar; los frailes que estaban a su vera experimentaban enorme aflicción y lloraban, y le expresaban la pena que les iba a causar su ya próxima ausencia, encomendándose al mismo tiempo a él.

  Muchas personas atribuyen un despego inhumano a las relaciones que median entre los consagrados en sus respectivas comunidades y lo juzgan con severidad. “Se juntan sin conocerse, viven sin amarse y mueren sin llorarse”, es una coletilla que a veces repite a este propósito la opinión pública. Siempre será difícil generalizar, en un sentido o en el otro; pero, en el caso específico de santo Domingo de Guzmán, tenemos suficientes testimonios del afecto entrañable que le unía a sus hermanos de hábito. Al menos cuatro de los nueve testigos de canonización declararon, entre otras muchas cosas, que habían tenido con él “un trato familiar o muy familiar”. Y son varios los que aseguran que, en general, “como amaba a todos, de todos era amado” (si se exceptúan, claro está, los herejes).

  Es verdad que, en esa época, se observa que los frailes lloran con facilidad: su piedad se desborda con frecuencia en expresiones externas de compunción o de conmoción religiosa. Pero, a la vera del lecho mortal de Domingo, sus lágrimas traducen una estima muy honda por su  persona, y su aflicción responde a los estrechos lazos de afecto que les unen a su padre y fundador. Además, muchos le deben a él el descubrimiento de su propia vocación. Ante su inminente ausencia los vence el desconsuelo. Así se lo comunican a él mismo sin ninguna inhibición, a la vez que, como sinceros creyentes, se encomiendan a la intercesión  que podrá interponer por ellos en su inminente encuentro con Dios.

  4.- A pesar de su estado, manifestaba un espíritu de penitencia sorprendente: en lugar de descansar como le había pedido el prior, estuvo un rato conversando con él y con el síndico sobre la Orden; después, en lugar de ir a dormir, pasó parte de la noche orando a solas y luego rezando maitines con los frailes; finalmente se recostó en un jergón en lugar de una cama, aunque consiguieron, a última hora, que se acostara sobre un colchón; pero tenía una cadena de hierro ceñida a la cintura que llevaba hacía tiempo; y lo soportaba todo con paciencia, sin gemir, alegre y contento.

  Hemos comentado ya su interés por la Orden y por su progreso, que le hacía desinteresarse por su propia salud personal. Pero incluso al margen de esa urgencia que podríamos llamar ‘institucional’, su oración nocturna también prevalecía sobre el descanso necesario. Estaba acostumbrado a orar noches enteras, una ascesis inseparable de su gozo en el trato con Dios y que ahora, en estos postreros momentos de su peregrinación terrestre, se acentuaba por su agotamiento y su enfermedad. Incluso ese otro imperativo de su vida religiosa, el rezar con sus hermanos el Oficio nocturno, lo seguía respetando a pesar de las desgastadas fuerzas que le quedaban. Como si compartir la oración conventual le infundiera una energía suplementaria para ofrecer a Dios el último obsequio de su piedad y de su observancia regular. La cadena de hierro que llevaba ceñida a su piel, como se descubrió cuando tuvieron que prepararlo para la sepultura, también acentuaba el perfil penitente de aquellos últimos días.

  No sólo físicamente soportaba sus limitaciones y achaques, sino que su espíritu aparecía excepcionalmente sereno en medio de aquellos sufrimientos. Él, que había gemido tantas veces y derramado tantas lágrimas en sus ratos de oración o de celebración, ahora se mostraba paciente, alegre y contento, olvidado de sus males y agradecido de verse rodeado de sus frailes, sus seres más queridos.

  5.- El amor a los hermanos lo manifestó también de varias maneras en aquel trance terminal de su vida. Al llegar a Bolonia y pese a su cansancio, estuvo conversando con el prior y el síndico sobre la situación de la Orden, como hemos visto; le importaba el porvenir de sus hermanos y de aquella iniciativa que juntos habían compartido. Expresó con mucha convicción su deseo de ser sepultado “bajo los pies de mis frailes”; aseguró que les sería más útil después de su muerte; los encomendó a Dios allí mismo, a instancias del prior. Y hasta les dejó un breve testamento programático, tan sencillo como esencial.

  Fray Bruno Cadoré comentó muy bella y hondamente aquel deseo de Domingo de ser sepultado “bajo los pies de mis frailes”. Dice, por una parte:

Probablemente se pueda interpretar este deseo como un signo de humildad y de abajamiento. El que decía que sería más útil a sus hermanos después de su muerte quiere prestar este servicio como eco del abajamiento de Jesús, que lavó los pies a sus discípulos como un siervo. Por ello, esa determinación de Domingo a propósito del lugar de su sepultura bien podría evocar también su deseo de ser configurado por la gracia con los mismos gestos de Jesús[2].

  Pero añade también, en el mismo escrito, otra reflexión de mayor envergadura:

  Esta petición de Domingo expresa algo más todavía, pues invita a sus frailes a alcanzar su propia santidad dentro de la realidad de su vida de predicadores. Era costumbre en la época  procurar ser enterrado lo más cerca posible de las reliquias de santos y confesores de la fe. En este sentido, deseó ser enterrado lo más cerca posible del altar, con la esperanza puesta en la comunión de los santos. A través de esa petición Domingo da a entender que la fraternidad de sus frailes es, a sus ojos, un lugar de santidad con un valor equivalente al que se otorga al testimonio de los santos[3].

  Aseguró también el moribundo, en aquellos momentos, que les sería más útil después de su muerte de lo que lo había sido en vida. No era este un simple gesto de consuelo en aquellas circunstancias dramáticas, viendo a sus hermanos entristecidos por su despedida. En diversas ocasiones, como nos cuentan a coro los testigos de canonización, Domingo se había mostrado como el “consolador de los frailes”. Eso significaba no sólo que había actuado en múltiples ocasiones como paño de lágrimas con los frailes atribulados, aliviando en cada caso sus penas. Significaba también y sobre todo que había sembrado en ellos la convicción permanente de que “estaban en buenas manos”, es decir, de que nada grave podría ocurrirles en su vida y en su misión, estando como estaban en manos de la providencia divina.

  Mas la ‘utilidad’ de que ahora se trataba, a punto de partir de su lado, era la de su intercesión eficaz ante el trono de Dios. Tan consoladora se reveló a los circunstantes aquella promesa que de ella brotó sin duda la hermosa oración que ha perdurado a través de los siglos en la invocación que los frailes –y aun la familia dominicana en su totalidad- elevan a diario a su Padre y Fundador: “Oh, admirable esperanza, la que diste en la hora de la muerte a los que te lloraban, prometiéndoles que, después de tu muerte, vendrías en ayuda de los hermanos…”.

  El prior Fray Ventura le expresó entonces la desolación en que quedaban todos ellos a causa de su partida y, a la vez, la confianza que depositaban en sus ruegos por ellos ante el Señor. Ese ruego se hizo inmediato: al instante, los ojos y las manos de Domingo se elevaron al cielo, dirigiéndose al Padre, como hiciera Jesús en la sobremesa de la última cena con sus discípulos y, con palabras que parecían calcadas de las del Maestro galileo, dijo: “Padre santo, con gran placer he perseverado en el cumplimiento de tu voluntad, y he guardado y conservado a los que me diste; yo te los recomiendo, consérvalos y custódialos”[4].

  Domingo se dirige también al Padre del cielo –con quien se va a encontrar en unos instantes-, manifestando en voz alta cuánto ha disfrutado a lo largo de su vida tratando de hacer su voluntad, y cómo se preocupó siempre de los hermanos que recibió como un precioso don de Dios (“los que me diste”; no eran suyos, sólo le fueron confiados). Él va a seguir unido a ellos y velando por ellos, pero en otra dimensión, se lo acababa de decir; ya no va a estar presente en sus vidas como hasta entonces. Por eso le pide al Padre que se encargue él mismo de ese cuidado: “consérvalos y custódialos”, mantenlos en el propósito de su vocación y guárdalos bajo tu constante protección. Sentimientos entrañables de alguien que se olvida una vez más de sí mismo en esos supremos momentos, para dejar con total confianza el porvenir de sus hijos en las solícitas manos de la providencia[5].

  Faltaba el testamento, que también quiso firmar con sus labios en presencia de sus destinatarios. Así nos lo cuenta Pedro Ferrando con emotivas palabras:

Para que no pareciera que dejaba desheredados y como huérfanos a los hijos que el Señor le había dado, faltos de auxilio y consuelo de tan gran Padre, cual correspondía a un pobre de Cristo, rico en la fe, coheredero del reino que Dios prometió a los que lo amaran, hizo testamento, no por cierto de riquezas terrenas, sino de gracia, no de muebles materiales, sino de virtudes espirituales; no de heredades de posesiones terrenas, sino de trato celestial con Cristo. En fin, de lo que poseía, tales cosas legaba. Dijo: “Esto es, hermanos queridísimos lo que os dejo en posesión como a hijos por derecho hereditario: tened caridad, perseverad en la humildad, poseed la pobreza voluntaria”[6].

  Una verdadera fortuna: el amor como fuente inagotable de comunión y de fecundidad apostólica; la humildad como fundamento de una laboriosa tarea presidida por la confianza no en sí mismos, sino en la gracia de Dios; la pobreza como testimonio convincente de vida evangélica y de la verdad insobornable de su predicación. Porque lo poseía lo pudo transmitir, porque los amaba y confiaba en ellos se lo legó de buena gana.

  6.- Entre los rasgos integrantes de este último episodio de su existencia terrena no podía faltar el de su condición de predicador hasta el final[7]. Ya hemos dicho que todo este cuadro que nos describen sus testigos presenciales podría muy bien titularse: “la última predicación”, porque todo en él es elocuente, todo en él enseña, todo conmueve, todo atrae y evangeliza. Pero, además, hay predicación explícita, certificada en, al menos, dos referencias literales: la exhortación que, ya muy enfermo, dirigió a los novicios y el sermón que, el mismo día de su muerte, predicó ante cerca de veinte frailes –o doce, según Jordán de Sajonia (si es que no se refiere a otro momento).

  El interés por hablar a los novicios está en profunda sintonía con su preocupación por la situación de la Orden y el porvenir que deseaba para ella. Además del cariño paternal que les profesaba, veía en ellos diseñarse el futuro de aquella fraternidad incipiente. Les habló con dulzura y con el rostro risueño, consolándolos (con aquella capacidad singular suya de aportar consuelo a los hermanos, en los varios sentidos a que nos hemos referido más arriba) y exhortándolos al bien, como algo amable y provechoso que les competía llevar a cabo.

  El sermón a otros frailes más maduros es calificado de ‘muy edificante’ (“El testigo no le había oído nunca un sermón tan edificante”, declara Ventura de Verona), y que movía a compunción[8]. Podemos imaginar que se conjugaban en aquellas palabras del Maestro Domingo, por un lado, la lucidez que parecía presidir todo el desarrollo de aquel ‘último día’ y, por otro, una especie de pregustación de la realidad definitiva que se le presentaba ya inminente y que iluminaba sus reflexiones finales. La luz de ‘la otra dimensión’ irradiaba ya, en cierto modo, sobre el presente de la despedida. No obstante, hay otros dos acentos en la predicación postrera de santo Domingo, que no sabemos si pertenecen o no a alguno de los dos momentos recién señalados. Uno es el que refiere Jordán de Sajonia:

Los exhortó a una vida fervorosa, a la promoción de la Orden y a la perseverancia en la santidad. Los amonestó a que evitaran un trato sospechoso con mujeres, especialmente jóvenes, porque ese trato, lleno de atractivos, es un lazo eficaz para apresar a las almas todavía no acrisoladas (Is 1, 25)[9].

  Eran recomendaciones generales, pero tanto más convincentes cuanto más grave era la ocasión en que se les encarecían. La perseverancia en la santidad implicaba la continuidad en el esfuerzo que la perseguía como meta principal de la vida; el fervor podía ser la irradiación que se desprendía de aquel esfuerzo, para invitar a los demás a imitarlo; la promoción de la Orden ya sabemos que suponía la preocupación por su porvenir, fiel a la intuición de los orígenes. En cuanto al trato sospechoso con mujeres, evitarlo es un proceder muy aconsejable en quien conoce el atractivo que ejerce en el ámbito de las relaciones humanas, que cualquier predicador frecuenta a lo largo de su ministerio eclesial. La observación sobre “las almas todavía no acrisoladas” es muy pertinente, a la luz del ejemplo de Fray Domingo, que en seguida comentaremos.

  El otro acento, más severo, que observamos a propósito de esta predicación en el marco de su cercana muerte, nos lo proporciona el relato de Pedro Ferrando:

Por otra parte, el Padre egregio prohibió con rigor que nadie introdujera en esta Orden posesiones temporales, imprecando horrible maldición de Dios y la suya para aquel que osara oscurecerla con el polvo de las riquezas terrenas[10].

  Aquí parece desvanecerse la dulzura y el semblante alegre de otras escenas, para amenazar, más bien con rostro adusto, de parte de Dios a quien se atreviere a desvirtuar la opción de pobreza que hizo la Orden desde el principio. Desde luego, Domingo tiene también, a lo largo de su vida, intervenciones muy firmes respecto de algunas convicciones fundamentales, la pobreza es una de ellas (como también, entre otras, la dispersión de sus frailes en los albores de la Orden). No sabemos qué aspecto presentaría su faz cuando puso en guardia contra el quebrantamiento de la pobreza. Pero sin duda, aun mostrándose intransigente en esta materia, que le era tan querida, tuvo que traslucirse también en él, de alguna manera, la íntima certidumbre de que a los pobres les aguarda una muerte dichosa, pues el mismo Cristo aseguró que de ellos es el reino de los cielos (Mt 5, 3; Lc 6, 20)[11].

  7.- Su fe en la resurrección y en la comunión de los santos brilla en aquellas palabras que dijo a sus frailes ante sus ruegos, al borde ya de la separación, y que ya hemos recordado repetidas veces: “Os seré más útil y provechoso después de la muerte”. Jordán de Sajonia comenta certeramente esta declaración solemne del moribundo:

Sabía ciertamente a quién había confiado el depósito de sus trabajos y de su vida fecunda (2 Tim 1, 12), y no dudaba que tenía preparada la corona de justicia (2 Tim 4, 8). Una vez recibida, sería tanto más poderoso para interceder cuanto hubiera entrado ya con más seguridad en las potencias del Señor (Sal 70, 16)[12].

  Como el apóstol Pablo, que se dejó la vida en el servicio al Evangelio, también Domingo tiene una confianza plena en que Dios recibirá su alma complacido, después de toda una vida consagrada a propagar su Palabra por todas partes y a todo tipo de gentes. No se trata de una seguridad personal temeraria, sino más bien de la persuasión íntima, comunicada por el Espíritu, de alguien que “sólo hablaba con Dios o de Dios”. Sin duda es un don excepcional éste de experimentar, ya en la tierra, la cercanía inconfundible de Dios, la certeza absoluta de su amor y la indisociable solidaridad entre todos los que creen en él. Parece que Domingo de Guzmán gozó de este privilegio incomparable, a partir del cual pudo prometer a sus hermanos su eficaz valimiento junto al Padre del cielo.

  8.- Hay algún otro detalle que muestra la virtud y la humanidad del santo. Confesó en aquellos últimos momentos su virginidad (la incorrupción de la carne, dice él), que había conservado siempre por la misericordia de Dios; pero, casi al mismo tiempo, con sincero pudor, manifestó en secreto al confesor: “Hermano, he pecado por haber hablado públicamente ante los frailes de mi virginidad, lo cual no debía haber dicho”[13]. Pudo pensar que aquella revelación, por más que respondiera a la verdad, constituía una cierta presunción indebida, que no tenía por qué exhibir ante sus hermanos como si fuera un trofeo. Tal vez por eso, poco después, creyó oportuno añadir con toda sencillez: “Confieso, sin embargo, que no me he escapado de la imperfección de encontrar más atractivas las conversaciones con las jóvenes, que los coloquios con las ancianas”[14]. Evidentemente no consideraba pecado ese placer tan sumamente comprensible e inofensivo (sólo lo calificó de ‘imperfección’; no creemos que padeciera de escrúpulos, pero es posible que la finura de su espíritu viera en esa experiencia gratificante un punto de excesiva complacencia humana: nosotros, hoy, seríamos seguramente más benévolos al juzgarlo).  

  Más arriba hemos visto que, si ponía en guardia sobre los riesgos del trato con mujeres jóvenes, lo hacía pensando en “las almas todavía no acrisoladas”; seguramente la suya había pasado por el crisol desde su más tierna juventud. ¿Por qué no pensar que aquel deleitoso conversar con las jóvenes pudo muy bien haberlo experimentado desde los remotos tiempos de estudiante en Palencia? Sabemos de la seriedad y compostura de sus años mozos en aquella ciudad, pero nada impide suponer que mantuviera algún contacto frecuente o esporádico con sus vecinas o con las amigas suyas y/o de sus amigos. Y, naturalmente, hemos de admitir que muchas de las hermanas que trató o con las que se cruzó en Prulla, en Roma o en otros lugares, a lo largo de sus viajes y de sus desvelos por ellas, eran también jóvenes y su relación con tan entrañables personas le aportó parte de su calidad humana.

  9.- Finalmente podemos recoger también algunos rasgos litúrgico-sacramentales de su temperamento religioso que sobresalen en aquellas horas extremas de su peregrinación por la tierra. Cuando llegó cansado a Bolonia, aquella misma noche, después de un rato de oración personal, se unió a los maitines de los frailes (él no se dispensaba nunca del rezo coral, tampoco en aquella ocasión). Le dieron la santa Unción cuando estaba en Sta. Mª del Monte, al ver que iba a morir (no en vano aquel sacramento recibía entonces el nombre de ‘extrema’ unción). Hizo también confesión general de todos sus actos con el prior fray Ventura (aunque pudieron escucharla también otros “muchos sacerdotes”). Y, cuando llegó por fin el momento definitivo, se unió a todos los que lo rodeaban en la recomendación del alma que él mismo quiso presidir (su lucidez y serenidad quedaron patentes en los tres momentos que él mismo distinguió, dejando un breve intervalo entre ellos –“preparaos”, “esperad todavía”, “comenzad”-, quizá para poder participar con los cinco sentidos en esas invocaciones que hoy se suelen hacer al final de las exequias con el difunto de cuerpo presente)[15]. A fray Ventura le pareció que el momento de su tránsito se produjo cuando los frailes decían: “Venid, santos de Dios; corred, ángeles del Señor, recibid su alma para presentarla ante la morada del altísimo”. La visión que tuvo fray Guala desde Brescia, precisamente en el momento de la muerte del santo fundador, según refirió más tarde a los frailes, se diría que era una respuesta a esas invocaciones, por parte no ya sólo de los ángeles, sino del mismo Cristo y de su Madre[16].

  Terminemos nuestro acercamiento a la muerte admirable de este gran santo medieval, que da nombre a la familia religiosa de la que formamos parte, insertando aquí las palabras conmovidas de dos de sus más tempranos biógrafos. “Finalmente el bienaventurado Domingo, tras largos trabajos empleados con fatiga y fidelidad en la viña del Señor de los ejércitos, entró en el gozo de su Señor (Mt 25, 21), recibió el denario por el trabajo del día (Mt 20, 2), completó sus días en el bien y sus años en la gloria”[17]. “Por fin su alma santa se desligó del cuerpo, marchando hacia el Señor, que la había creado, cambiando así este lúgubre destierro por el eterno consuelo de la morada celestial”[18]. Es verdad que nuestra mirada actual sobre el mundo presente no es la medieval que lo veía como ‘lúgubre destierro’ o como ‘valle de lágrimas’ (así lo cantamos todavía en la Salve); hemos variado un poco nuestro lenguaje. Pero también nosotros, como ellos, como nuestro santo Padre Domingo, gracias a la fe sabemos que la muerte nos introduce para siempre en el ‘gozo de nuestro Señor’, proporcionándonos ‘el eterno consuelo de la morada celestial’.

  Quiero añadir unas breves referencias históricas, que pueden tomarse como complemento póstumo de esta muerte ejemplar, síntesis –llena de matices, como hemos visto- de lo que había sido su vida. Son tres hechos, muy distintos entre sí, que en cierto modo corroboran la singularidad del difunto. El primero es el mismo entierro de Domingo, que fue presidido por “el señor Hugolino, obispo de Ostia y ahora Papa, y el señor patriarca de Aquileya, y muchos venerables obispos y abades”[19]. El segundo, la solicitud con que sus hermanos quisieron custodiar inicialmente sus restos, conscientes del atractivo que podían constituir para las almas devotas del santo[20]. El tercero, la decisión, pocos años después, de iniciar su proceso de canonización, que culminó relativamente pronto, con la bula emitida por su antiguo amigo, el cardenal Hugolino, ahora constituido romano pontífice con el nombre de Gregorio IX, en Rieti, el 3 de julio de 1234[21].

Fr. Emilio García Álvarez, OP
Convento de Santo Tomás de Aquino. Sevilla

 

[1] El relato de Jordán de Sajonia (escrito entre 1233-1235), sucesor de Domingo al frente de la Orden, goza de especial autoridad, por la cuidadosa investigación que lo precedió; pero también hay referencias, más o menos novedosas, en las narraciones que hacen de la vida del fundador otros frailes de la primera época de la Orden, entre ellos: Pedro Ferrando (1235-1239), Constantino de Orvieto (1246-1247), Humberto de Románs (1246, 1256), Bartolomé de Trento (1244 ss), Rodrigo de Cerrato (1260, 1276) y Gerardo de Frachet (1259-1260). Sus correspondientes narraciones se encuentran todas en Fr. Vito-Tomás GÓMEZ GARCÍA, O.P. (Ed.), Santo Domingo de Guzmán. Escritos de sus contemporáneos, Edibesa, Madrid 2011 (en adelante, Santo Domingo).
[2] B. CADORÉ, La santidad de Domingo, luz para la Orden de Predicadores, Carta a la Orden, 6 de agosto de 2018, p. 3.
[3] Ibid. El papa Francisco ha destacado recientemente el valor de la fraternidad en el carisma de la Orden fundada por Domingo de Guzmán, en su Carta al Maestro General de la Orden de Predicadores, Praedicator Gratiae (24 de mayo de 2021): “El testimonio de la fraternidad evangélica, como testimonio profético del plan último de Dios en Cristo para la reconciliación y la unidad de toda la familia humana, sigue siendo un elemento fundamental del carisma dominicano y un pilar del esfuerzo de la Orden por promover la renovación de la vida cristiana y la difusión del Evangelio en nuestro tiempo”.
[4] Actas de los Testigos de Bolonia, I, Fray Ventura de Verona, 7; en Santo Domingo, p. 300.
[5] “En esta oración advertimos cómo Domingo sigue siendo el hermano mayor, el padre, el fundador, el que toma a su cargo a sus propios hermanos, a ejemplo de su querido Señor”. B. CADORÉ, Carta a la Orden, La santidad de Domingo, p. 3.

[6] Pedro FERRANDO, Narración sobre Santo Domingo, 50; en Santo Domingo, p. 424.

[7] El papa Francisco, en la mencionada Carta al Maestro de la Orden, Praedicator Gratiae, ha subrayado esta característica del santo:“La gran vocación de Domingo fue predicar el Evangelio del amor misericordioso de Dios en toda su verdad salvadora y su poder redentor”. 
[8] La predicación de Domingo había incitado muchas veces a sus auditorios al fervor. En su declaración como testigo de canonización, Fray Esteban de España “también dijo que era asiduo y solícito en la predicación. Utilizaba palabras tan conmovedoras, que muy frecuentemente se emocionaba hasta las lágrimas y hacía llorar al auditorio”. En Santo Domingo, p. 325.
[9] Jordán DE SAJONIA, Orígenes de la Orden de Predicadores, 92; en Santo Domingo, pp. 250-251.
[10] Pedro FERRANDO, 50; ibid., p. 425.
[11] Algo de esto debió de intuir Jordán de Sajonia al hacer un elogio póstumo de la pobreza de Domingo, atestiguando cómo sus funerales “invitaban a reflexionar con cuánta seguridad se merece la morada del eterno reposo en los cielos, por el camino del desprecio de la vida presente, y cómo puede alcanzarse una muerte preciosa mediante una vida de pobreza” (96); ibid., p. 253.
[12]  Jordán DE SAJONIA, 93; ibid., p. 251. Estas últimas palabras son traducción muy dependiente de la versión Vulgata de la Biblia, que recoge un texto de sentido incierto.
[13] Ventura DE VERONA, 4; ibid., p. 298.
[14] Jordán DE SAJONIA, 93; ibid., p. 251.
[15] Una reflexión muy semejante encontramos en la ya citada Carta a la Orden, de B. Cadoré: “Fray Ventura nos ofrece de esos últimos momentos de la vida de Domingo un relato construido según un esquema litúrgico: después de recibir la unción de los enfermos y de hacer confesión general, Domingo preside como sacerdote el Oficio de recomendación de su propia alma a Dios e interviene varias veces, como si le correspondiera a él animar el acto. Así, pues, Domingo muere en el transcurso de un acto litúrgico, en plena celebración de la liturgia por los agonizantes”. La santidad de Domingo, p. 2.
[16] “En el mismo día y a la misma hora de su defunción fray Guala, prior de Brescia y después obispo de aquella ciudad, dormitaba un ligero sueño reclinado en el lugar del campanario de los frailes de Brescia. Vio como una abertura en el cielo por la que descendían dos escalas luminosas. Una era sostenida en lo alto por Cristo y la otra por su Madre. Los ángeles recorrían ambas, bajando y subiendo. En la parte baja, entre las dos escalas, se colocó una silla y en ella se sentó alguien, con apariencia de fraile de una orden, teniendo la cara velada por la capucha, al modo como se suele sepultar a nuestros muertos. Cristo y su Madre iban subiendo poco a poco las escalas, hasta que llegó a lo alto el que fue colocado en la parte inferior de las mismas. Al ser recibido en la gloria, al canto de ángeles, en medio de un inmenso resplandor, se cerró la abertura tan esplendente del cielo y no apareció nadie más. El fraile que vio esto, aunque había estado muy enfermo y débil, recobró al instante las fuerzas y, sin dilación, tomo el camino de Bolonia, donde supo con certeza que, en el mismo día y a la misma hora del día, había muerto el siervo de Cristo Domingo, como llegamos a conocer por la narración que nos hizo él mismo”. Jordán DE SAJONIA, 95; ibid., pp. 251-252.
[17] Pedro FERRANDO, 50; ibid., pp. 425-426.
[18] Jordán DE SAJONIA, 94; ibid., p. 251.
[19] Ventura de Verona; ibid., p. 300, que afirma también que, a su juicio, la presencia de estas personalidades en esos momentos “aconteció por la benignidad y providencia de Dios”.
[20] Rodolfo de Faenza declara con detalle, en el proceso de canonización, lo que él mismo hizo al respecto: “Mandó hacer la sepultura, dio con la piedra que se colocó encima, mandó hacer la caja de madera en la que fue encerrado el cuerpo con clavos de hierro, y él mismo encerró el cuerpo en la caja de madera con clavos de hierro, y lo guardó diligentemente hasta que fue sepultado… el sepulcro estaba reforzado con piedras de gran tamaño, y consolidado con cemento. Lo había mandado construir así desde el principio, para que nadie robara el cuerpo”.
[21] Puede verse este documento en su integridad, lleno de numerosos elogios del santo, del que reconoce “la gran familiaridad que tuvo con Nos cuando ocupábamos un cargo más modesto”, en Santo Domingo, pp. 351-355.

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