María, la llena de gracia

         Todas las hijas de Sión se preguntaban en su  interior: “¿Quién será la privilegiada madre del Mesías cuando éste venga a Israel?” La Virgen María, desde el principio de los tiempos, entra en el misterio de Dios, en  sus maravillas, en su eterno designio de salvación oculto en el tiempo y revelado en Jesucristo. María colabora con fe obediente a la redención de los hombres. Toda su vida está orientada al misterio de Dios, guiada y transformada por el Espíritu de Dios. Por eso podemos decir que todo en ella es obra del Espíritu Santo. Preservada desde la eternidad de toda mancha de pecado aparece envuelta en el misterio de Dios acogiendo, por obra del Espíritu, al Hijo unigénito del Padre. Llena del amor del Padre la sombra del Espíritu la cubre y hace de ella la Madre del Hijo hecho hombre. La Trinidad está presente y envuelve todo el misterio de la encarnación y en él a María.

          La Iglesia ve en María su propio misterio, ve en ella el modelo de fe virginal, de caridad materna y de alianza esponsal. Ella es templo del Espíritu Santo, madre de los hijos engendrados en el Hijo a quienes él mismo les dirá: “Si alguno me ama, el Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada” (Jn 14, 23). El Espíritu Santo, inseparable del Padre y del Hijo, realiza esta inhabitación en el alma de los santos.

          María, criatura perfecta, es una mujer singular. Sobre ella desciende la sombra del Espíritu evocando la primera creación, “cuando el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Gen 3, 15). Ella es la “sierva del Señor”, bienaventurada “porque has creído que se cumplirán las cosas que ha dicho el Señor”, la humilde en quien Dios se ha fijado para realizar su misterio, “bendita entre las mujeres” a  quien “todas las generaciones  llamarán bienaventurada”. María se dejó modelar por el Espíritu  de Dios  afirmando su “sí” en la anunciación. El Espíritu de Dios une el cielo y la tierra, lo divino y lo humano, lo temporal y lo eterno, llena la vida de los hombres con esa presencia de Dios en la Iglesia y en el corazón de los justos.

          Todos los dones del Espíritu Santo se manifiestan en María: amor, alegría, paz, generosidad, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre... Ella es la llena de gracia, dignísima morada que Dios, por el Espíritu Santo, preparó para su Hijo. Toda la  infinita capacidad de transformación que tienen el amor  y la gracia de Dios se colma en la persona de María. El Espíritu Santo guía y fecunda su vida. María sobresale  entre los humildes y pobres del Señor que esperan  de él la salvación y la acogen. La intención, la convicción y la ilusión de María ha sido desde el principio hacer la voluntad de Dios.

  Fr. Salvador Fernández, o.p.