La tienda de pastas

La tienda de pastas

Dijo Jesús al Padre: «Como tú me has enviado al mundo, yo también les he enviado al mundo» (Jn 17,18).


En el monasterio de la Asunción, situado en el casco histórico de la ciudad, las cosas no marchaban bien. Hacía años que no entraban nuevas vocaciones y la economía iba de mal en peor porque apenas había ingresos. Se trataba de una comunidad muy envejecida. Si bien había dos hermanas de 45 años, las otras diez tenían entre 70 y 95 años.

En esta situación, todo el peso de la comunidad recaía en las dos más jóvenes: sor Visitación, que era la abadesa, y sor Consuelo, la ecónoma. Sor Visitación había sido formada en un ambiente espiritual muy conservador. Sus padres eran hermanos en una ilustre cofradía de la ciudad y la educaron desde muy pequeña en la práctica sacramental y en las devociones populares. Todos los días la llevaban a Misa. Y, así, pronto surgió en ella la vocación contemplativa, entrando en el monasterio con 18 años.

Sor Consuelo, por el contrario, entró con 30 años. Había estudiado Marketing y Comunicación y, tras tener varias relaciones afectivas muy traumáticas, descubrió que Jesús la quería con todo su corazón. Entonces dejó su trabajo y pidió entrar en el monasterio. Pronto se dio cuenta de que la tienda de pastas no podía aportar apenas ingresos porque daba a una bocacalle por la que pasaba muy poca gente. Si estuviera en la pared del monasterio que da a la Plaza Mayor, muchos turistas entrarían a comprar.

Esto lo había expuesto en varios Capítulos, pero la respuesta de su abadesa siempre era la misma:

‒Sor Consuelo, entendemos tu postura, pero nuestro monasterio se fundó hace más de cinco siglos y no queremos que cambie nada. Si tenemos problemas, debemos ponernos en manos de Dios, no de los turistas.

Pero el monasterio llegó a la bancarrota, pues no sólo no vendían apenas pastas, sino que los gastos aumentaron enormemente cuando tuvieron que contratar a una enfermera para que se ocupase de las más mayores.

Ante tan calamitosa situación, el Obispo envió a un visitador de su total confianza, el P. Villablanca. Se trataba de un anciano jesuita que había sido superior Provincial y rector de una importante universidad de la Compañía de Jesús. El Obispo le pidió que discerniera si era posible salvar el monasterio de la Asunción, o si era inevitable proceder a su cierre.

El P. Villablanca llegó al monasterio un domingo por la tarde y fue hospedado en la antigua vicaría. Al día siguiente comenzó a entrevistarse con todas las hermanas, finalizando por la ecónoma y la abadesa. También conversó con algunos laicos muy cercanos a la comunidad. Iba anotando en un pequeño cuaderno aquello que le parecía relevante. Inspeccionó todo el monasterio. Revisó los libros de cuentas y las actas del Capítulo y del Consejo. Incluso habló con el director de la sucursal a la que las hermanas debían una cuantiosa cantidad de dinero.

Pasada una semana, el sabio jesuita reunió a la comunidad para comunicar la conclusión de su concienzudo análisis. Les dijo:

‒Hermanas, la mayoría de vosotras me habéis hablado de algo que me ha edificado enormemente: os habéis puesto totalmente en manos de Dios. Pero, como bien sabéis, Él nos habla por medio de la realidad. Y no hay más que ver el delicado estado en el que se encuentra vuestra comunidad, para deducir que Dios ha decidido que se cierre este monasterio. Eso es lo que voy a comunicar al señor Obispo.

Inmediatamente, como un resorte, la abadesa y varias hermanas comenzaron a pedirle que recapacitase. Pero el P. Villablanca observó que sor Consuelo se quedó callada. Por ello le pidió que expusiese a todos su opinión. Entonces ella dijo:

‒Hace años que llevo pidiendo poder aumentar nuestros ingresos situando la tienda de pastas en la pared que da a la Plaza Mayor. Todavía estamos a tiempo. Según mis cálculos, en menos de dos años tendremos superávit y en cinco habremos saldado todas nuestras deudas.

El P. Villablanca le preguntó:

‒¿Y ya está?, ¿arreglando la economía queda todo solucionado?

Ella respondió:

‒También deberíamos abrir nuestra capilla a los turistas, porque nuestra oración comunitaria les será de mucho más provecho que nuestras pastas. Y yo confío en que así nos lleguen nuevas vocaciones.

Desde su asiento, la abadesa exclamó:

‒¡Ni hablar!, no vamos a mezclarnos con los turistas. Somos contemplativas, y, como tales, sólo debemos mezclarnos con Dios.

El anciano jesuita con mucha calma les dijo a todas:

‒Me parece que tenéis dos opciones: o bien hacéis algunos cambios radicales en el monasterio, o bien dejáis que el Obispo lo cierre y os disperse entre otros monasterios de vuestra Orden.

Hubo un gran silencio. La comunidad se encontraba ante un duro dilema. Sor Visitación lo resumió así:

‒Entonces, se trata de cambiar o desaparecer ¿no? Pues yo me ofrezco a dar el primer paso. Quizás sea el momento de cambiar de abadesa.

Pasado un mes, fue elegida sor Consuelo como nueva abadesa, lo cual fue muy bien recibido por el Obispo, pues con los cambios que ella proponía, sería posible salvar aquel centenario monasterio. Y así fue, pasados tres años la situación económica se había subsanado, había varias jóvenes interesadas en incorporarse al monasterio y, lo más importante, aquella comunidad de contemplativas pasó a ser un vivo testimonio del Evangelio para toda la ciudad y para los muchos turistas que visitaban su capilla.

Dijo Jesús al Padre: «Como tú me has enviado al mundo, yo también les he enviado al mundo» (Jn 17,18).

Fr. Julián de Cos Pérez de Camino