La partida del misionero

La partida del misionero

Dijo Jesús a sus discípulos: «…el que quiera salvar su vida, la perderá. Pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25)


En el fondo de un hermoso valle, con verdes pastos y frondosos bosques, vivían los Villanueva. Tenían una granja con ovejas y vacas, además de campos de trigo y centeno. Eran apreciados en la comarca por ser una familia prospera, honrada y muy religiosa.

Uno de los hijos, Andrés, cuando llegó a la pubertad, sintió que el Espíritu Santo le llamaba a ser fraile en un convento cercano. Aquello llenó de alegría a toda la familia. Pero cuando acabó sus estudios y fue ordenado, pidió ir de misiones a Japón, pues en aquel lejano país la Iglesia era muy duramente perseguida y necesitaban sacerdotes que se hicieran cargo de los miles de fieles cristianos que allí había.

Aquello fue un mazazo para la familia, sobre todo para Benita y Augusto, los padres, pues no sólo no iban a ver más a su hijo, sino que, además, en el Japón lo iba a pasar muy mal, y, probablemente, sería apresado y moriría tras un atroz tormento. Benita le pidió que se lo pensara bien, pero no se atrevió a pedirle que no fuera, pues no quería influir en una decisión tan importante. El día de su partida a las misiones, Augusto, haciendo acopio de una gran entereza, le dijo que estaba muy orgulloso de él, mientras le abrazaba con sus fuertes brazos.

El prior del convento les comentó que si recibía alguna noticia de fray Andrés, se lo comunicaría rápidamente. Ello motivó a los Villanueva a ir a Misa todos los domingos al convento por si había alguna novedad. Además, consideraban a aquella comunidad de frailes parte de su familia.

Al cabo de dos meses les llegó una carta de fray Andrés desde el puerto de Cádiz en la que les decía que había pasado las pruebas médicas y ya tenía el salvoconducto para embarcarse. Viajaría junto a otros siete frailes y quince sacerdotes diocesanos. Ocho meses después recibieron otra carta, que procedía de México. En ella les contaba cómo fue la travesía, lo bonito y diferente que es aquella zona y cómo atravesaron Centroamérica para llegar al Pacífico, donde tomarían otro barco rumbo a Filipinas.

Pasado un año y medio, el prior les hizo llamar al acabar la Eucaristía y les entregó una mohosa carta con manchas de humedad y las esquinas algo rotas. En ella fray Andrés les hablaba del lago viaje en barco hasta Filipinas, cómo allí aprendió los fundamentos del idioma y las costumbres del Japón y les comunicaba que al día siguiente partía hacia allá junto a otros tres frailes. Lo harían en un barco pesquero que les dejaría cerca de la costa, para evitar ser descubiertos.

El prior advirtió a los Villanueva que probablemente no volverían a tener más noticias de fray Andrés porque la comunicación entre Japón y Filipinas era muy complicada, sobre todo para los frailes. A pesar de ello, llegaban de vez en cuando noticias sobre las atroces persecuciones contra los cristianos de aquel país. Año tras año morían numerosos misioneros. Aquello era tan aterrador, que los Villanueva decidieron pedirle al prior que no les informase de nada del Japón, salvo si se trataba de algo referente a su hijo.

Y fue pasando el tiempo. La familia siguió haciendo su vida normal, aunque el recuerdo de su hijo estaba siempre presente. La madre cogió la costumbre de ir todos los días a una ermita cercana a pedir a la Virgen por su hijo. Aquello la servía de consuelo, pues sabía que la Virgen pasó por una experiencia similar con su Hijo. Por eso se sentía muy unida a ella.

Pasados cinco años, un frío día de enero, alguien llamó a la puerta de la casa. Miraron por la ventana desde el piso de arriba y, entre la abundante nieve que caía vieron que se trataba de un fraile con la capucha puesta que tiritaba de frío. Por fin había llegado el día en que les avisarían de que su hijo había muerto mártir en Japón, pensaron. Bajaron a toda prisa y al abrir la puerta se encontraron con un delgado fraile que tenía una larga barba que le llegaba hasta la cintura. Cuando se quitó la capucha descubrieron que era fray Andrés. Tenía el rostro demacrado y con varias cicatrices mal curadas.

La alegría fue indescriptible. Benita le abrazó y se puso a llorar desconsoladamente. Augusto reaccionó cayendo de rodillas y dando gracias a Dios. Y el resto de hermanos y sobrinos daban voces y saltos de alegría.

Le hicieron pasar al salón, se sentaron en torno a la lumbre y Benita le dio un tazón de caldo caliente. Y allí estuvo fray Andrés horas y horas contando todas sus aventuras y desventuras. Hasta que llegó el momento de hacerle la gran pregunta:

‒ ¿Por qué regresaste?, ¿qué pasó?

Y entonces el fraile se echó a llorar, sin ser capaz de articular palabra. Su madre le preguntaba:

‒¿Huiste?, ¿te echaron del país?, ¿tus superiores te ordenaron regresar?, ¿enfermaste?… Hijo, dinos qué te pasó.

Y fray Andrés les dijo:

‒Me apresaron y me metieron en una pequeña jaula hecha con bambú. Tras pasearme por muchos pueblos en los que me escupían y me tiraban basura, me encerraron en las mazmorras del palacio del shogun. En el patio todo estaba preparado para que me cortasen la cabeza. Pero la noche anterior, de improviso, se abrió la puerta de la mazmorra, y un joven me condujo hasta fuera del palacio. Luego una anciana me guió a una playa donde me subí a una barca que me acercó a un pesquero que me llevó a Filipinas. Ya que era el único superviviente de los misioneros que últimamente habían enviado a Japón, me ordenaron que viajase a Roma para informar al Papa y al Superior de la Orden de la desesperada situación de la Iglesia en aquel país. Dentro de una semana parto hacia allá.

‒¿Y por qué lloras? ‒le preguntaron.

Y él, sollozando, contestó:

‒Porque las personas que me ayudaron a escapar fueron apresadas y torturadas durante días hasta que murieron. Y yo no merecía semejante sacrificio.

Entonces su padre le tranquilizó diciéndole:

‒No se sacrificaron por ti, lo hicieron por Jesucristo, a quien tú predicaste con tanto valor en aquellas tierras.

 

Dijo Jesús a sus discípulos: «…el que quiera salvar su vida, la perderá. Pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25)

Fr. Julián de Cos Pérez de Camino