La misteriosa voluntad de Dios

La misteriosa voluntad de Dios

Así dijo el Señor a sus discípulos: «He bajado del Cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,36).


Siendo un joven universitario, Jaime asistió a una charla informal que un misionero dio en su parroquia a los catequistas, hablándoles de lo que le había movido a irse a las misiones y de lo feliz que era dirigiendo en una pequeña isla de la Polinesia un colegio en el que se educaba a niños de familias muy pobres.

En aquella charla, Jaime sintió cómo el Espíritu de Jesús le llamaba a ser «pescador de hombres». Desde entonces, supo que debía ingresar en la Congregación de los misioneros que llevaban su parroquia. Aunque él hubiera querido hacerlo en ese momento, el sentido común le animó a acabar la carrera que estaba estudiando, que era Ciencias Económicas, pero, una vez que acabó los estudios, pidió el ingreso en la Congregación, soñando en ser un gran misionero.

Pasados los años, cuando hubo hecho los votos perpetuos y fue ordenado sacerdote, su corazón ardía en deseos de ser enviado a un país lejano y pobre. Pero la cosa no fue así. El Provincial le dijo que sería más útil ocupando el cargo de ecónomo del colegio que la Congregación tenía en la capital, en un barrio de clase media-alta, pues la buena gestión económica de ese colegio permitiría poder enviar mucho dinero a las misiones. Estas fueron las palabras del Provincial: «P. Jaime, haces más falta en la retaguardia».

Al principio estuvo contento, pues comenzó a ejercer de sacerdote y las actividades del colegio en ayuda de las misiones le satisfacían mucho. Pero poco a poco empezó a sentir que no encajaba allí. Por una parte, la comunidad estaba compuesta por religiosos mayores cuya forma de ver la realidad distaba mucho de la que él tenía. Y, sobre todo, lo que más le pesaba era que su labor en el colegio poco tenía que ver con lo que a él le movió a entrar en la Congregación, pues se trataba de una labor burocrática que, además, podía ser ejercida por un seglar.

Cada vez con más fuerza, oscuros y lúgubres pensamientos le rondaban por la cabeza: «Se dice continuamente que hacen falta “obreros para la mies”… pero a mí me tienen comprobando facturas, hablando con distribuidores y asistiendo a reuniones en el ayuntamiento?... ¿Para esto he dejado yo todo?… ¿Qué sentido tiene mi vida?...». Todo esto se lo expresó al Provincial, pero nada cambio. El P. Jaime era tan buen ecónomo que la Congregación no podía prescindir de él enviándole a misiones.

Y, así, el P. Jaime se veía cada vez más «enjaulado» en una vida que no quería, y aquellas oscuras preguntas que le perseguían, comenzaron a tener terribles respuestas: «Quizás debería acomodarme, disfrutar de las ventajas de vivir en un barrio rico y buscarme amigos que compartan conmigo su buena vida… O quizás, mejor, debería dejar la Congregación, buscar una mujer y dedicarme a ser ecónomo de otro colegio: total, iba a hacer la misma labor que hago ahora, pero, al menos, mi vida cobraría mucho más de sentido teniendo una familia a la que cuidar y amar».

Viendo que su vida estaba «al borde del precipicio», aprovechó un fin de semana para visitar a su antiguo maestro de novicios y contarle su gran pesar. Se trataba de un anciano que había pasado la mitad de su vida en una pobrísima parroquia de un suburbio centroafricano. Por su sangre corría el espíritu misionero del fundador de la Congregación y su corazón estaba lleno de sabiduría. Conocía muy bien al P. Jaime, y sabía que era un buen religioso. Pero también comprendía los motivos por los que el Provincial y sus consejeros le retenían en la capital.

Ante una situación tan complicada, el anciano misionero llevó al P. Jaime a la capilla del noviciado y allí, delante del sagrario, le preguntó qué es lo que hizo Jesús cuando, en el Huerto de los Olivos, sintió que su futuro no tenía sentido:

‒Le pidió al Padre que se hiciera su voluntad ‒respondió el P. Jaime.

El Maestro siguió preguntando:

‒Y ¿qué hizo nuestro fundador cuando sus padres le pidieron que renunciara a su sueño de ser misionero porque sólo él podía hacerse cargo de la empresa familiar?

Bajando la cabeza, dijo el P. Jaime:

‒Él también se puso en manos de la voluntad de Dios.

El Maestro le puso la mano sobre la espalda y le dijo dulcemente:

‒Entonces ya sabes qué es lo que tienes que hacer: regresa al colegio, y pídele a Dios que se haga su voluntad y no la tuya.

Con el corazón tranquilo y sosegado, el P. Jaime siguió el consejo de su Maestro. Todas las noches acudía a la capilla para suplicar a Dios:

‒Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras Tú (Mt 26,39).

Aquello le ayudó mucho a dar sentido a su trabajo en el colegio.

Pasado un año, el Provincial le pidió que acudiera a su despacho para comunicarle que el Consejo y él habían decidido nombrarle Ecónomo Provincial. Querían que se desplazase a todas las misiones de la Provincia para que ayudase a los misioneros a gestionar mejor sus recursos. También querían que idease un plan Provincial para fundar una ONG para que los laicos pudiesen colaborar activamente en las misiones. El Provincial le dijo:

‒Gracias a tu magnífico trabajo en el colegio, estamos seguros de que sabrás llevar a cabo estas importantes tareas misioneras.

El P. Jaime, echándose las manos a la cara, se llenó de una gran alegría, porque, por fin, iba a poder colaborar directamente en las misiones, y, además, lo iba a hacer junto a los laicos amigos de la Congregación.

Todos los que le conocen, notaron que el P. Jaime cambió mucho desde entonces, se le veía lleno del Espíritu de Dios. Su maestro decía a menudo:

‒Nuestro Jaime ha resucitado.

 

Así dijo el Señor a sus discípulos: «He bajado del Cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,36).

Fr. Julián de Cos Pérez de Camino