La dulce agonía de una anciana contemplativa

La dulce agonía de una anciana contemplativa

Una monja en su lecho de muerte recuerda un momento de su juventud en que vivió una experiencia de fe que la reafirmó en su vocación y por la que se entregó completamente al Señor


En un humilde monasterio situado a las afueras de un pueblo, se debatía entre la vida y la muerte sor Ana. Tenía 81 años y hacía 65 que entró en el monasterio, siendo una tímida adolescente. Hasta entonces apenas había enfermado, salvo por algunas gripes y constipados.

Era la encargada de la huerta, labor que realizó ‒con la ayuda de otra hermana‒ hasta que le sobrevino la enfermedad y ya no pudo moverse más. Hacía dos días que había perdido la consciencia. Y el médico advirtió a la comunidad que podía fallecer en cualquier momento. Por ello la priora le pidió al capellán que le diese la Unción y el Viático.

Sor Ana estaba acostada en una cama de la enfermería del monasterio. Tenía muy abierta su pequeña y arrugada boca, pues cada vez le costaba más respirar. Arropada, sus brazos reposaban sobre la manta. Agarraba con fuerza un rosario que la madre priora le había puesto con cariño en su mano derecha. Y la mano izquierda temblaba levemente. El resto de su cuerpo permanecía totalmente inmóvil.

Pero, en su interior, sor Ana no sentía la enfermedad. A pesar de su aparente inconsciencia, su corazón estaba claro y despierto. Algo le hizo retroceder en el tiempo, a su época de joven profesa, cuando, con 19 años, subía y bajaba de los frutales de la huerta con la agilidad de una ardilla. Súbitamente, revivió en su corazón aquel momento que le marcó toda su vida.

Había entrado en el monasterio sin ninguna ilusión. Su familia era muy pobre y apenas había jóvenes casaderos en la comarca debido a la guerra. Ante aquella situación, su madre le aconsejó hacerse monja, pues su otra alternativa era trabajar en la casa del señor conde, a sabiendas de que él podría hacer con ella lo que le diese la gana. Por muy mala que fuese la madre priora del monasterio, siempre sería mucho mejor estar sometida a ella que al señor conde, le explicó su madre.

Y, así, con 16 años recién cumplidos, la joven Ana ingresó en el monasterio, abriéndose ante ella una incierta y oscura perspectiva de vida. Sus primeras semanas fueron muy difíciles. Tenía mucho miedo. Pero pasó el tiempo de prueba y comenzó el noviciado. Poco a poco se fue dando cuenta de que la madre maestra, bajo su estricta severidad y exigencia, tenía un corazón compasivo y tierno. Y lo mismo atisbó de la madre priora, a pesar de que no trataba casi nada con ella. Acabado el noviciado, la madre priora le puso a trabajar en la huerta, pues veía que le gustaba mucho ese oficio. Y así era, ya que aquella labor le hacía olvidar que estaría encerrada en aquel monasterio para toda su vida...

Pero todo cambió un día. La comunidad celebraba el Domingo Pascua y la hermana sacristana le había pedido a sor Ana que buscara un buen manojo de flores para ponerlas junto al altar. Era la primera vez que le encargaban algo así. Sor Ana se puso un poco inquita pues no sabía qué tipo de flores querría Jesús para una celebración tan importante. Así que, con toda inocencia, se dirigió interiormente a Él para preguntárselo. Pero, a modo de respuesta, sor Ana sintió que Jesús estaba triste porque ella no era feliz en el monasterio. Y eso la conmovió mucho.

Se dirigió sosegadamente a una zona apartada de la huerta, se arrodilló, y le contó a Jesús todo lo que sentía. Entonces Él le dijo dulcemente:

‒Sor Ana, fui Yo quien ha hecho que entrases en el monasterio, porque te quiero con locura y deseo que seas toda para Mí.

Ante esas palabras, el corazón de sor Ana se puso a latir con gran fuerza y se sintió abrasada por un amor sobrenatural que, por unos instantes, la transportó al Paraíso. Cuando recobró el sentido, del tierno corazón de sor Ana brotaron espontáneamente, a modo de letanía, estas palabras:

‒Te quiero, Amor mío, te quiero, Amor mío, te quiero, Amor mío….

Eso es lo que revivía sor Ana en la enfermería mientras su cuerpo se apagaba. Una de las hermanas que la acompañaba dijo:

‒No se la entiende muy bien lo que dice, parece que está delirando.

Pero la madre priora contestó mansamente:

‒No está delirando. Nuestra hermana está llamando a su Amado. Cantemos juntas al Señor para que la acoja en su seno.

Y, elevada por el bello canto de sus hermanas, el alma de sor Ana subió suavemente, como una mariposa, hacia el Cielo.

 

Dice san Juan en su Primera Carta: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,9).

Fray Julián de Cos O.P.