La confianza en Dios

La confianza en Dios

La historia de sor Susana que tras un largo camino espiritual deja atrás su orgullo y se convirtió en una buena acompañante espiritual


Tras muchos años de azaroso estudio, Susana acababa de conseguir el doctorado en Psicología. Una etapa muy importante de su vida había acabado y ahora comenzaba otra muy distinta… pero no sabía muy bien qué hacer. Tenía varias ofertas de trabajo y también le atraía mucho la idea de ser profesora en la facultad de Psicología, pero había algo que desde muy joven le andaba rondando por la cabeza, y sobre todo por el corazón: se trataba de un monasterio bastante conocido en su ciudad en el que varias hermanas se dedicaban al acompañamiento espiritual de laicos, religiosos y sacerdotes.

En el fondo de su corazón, Susana sabía que había elegido la carrera de Psicología porque quería ser una de aquellas monjas que, como Jesús, liberaban a las personas de sus «malos espíritus» y las ayudaban a tomar el buen camino. El impactante pasaje del endemoniado de Gadara (cf. Lc 8,26-39) lo tenía muy metido en lo profundo de su alma. Así que, tras pensárselo muy bien, se decidió a pedir el ingreso en aquel monasterio, lo cual sorprendió a su familia y amigos, pues veían en ella a una «intelectual», no a una «contemplativa».

La priora la recibió con los brazos abiertos y cuando supo que era doctora en Psicología y que quería unirse al grupo de las acompañantes espirituales, le pidió a la maestra de novicias que la prestase una atención especial.

Pero desde su ingreso en el monasterio, sor Susana tuvo que pasar por durísimas pruebas. Ella pensaba que con su doctorado en Psicología la iban a dejar desempeñar la labor de acompañante espiritual inmediatamente, pero no fue así. Su maestra le hizo ver que una cosa es el acompañamiento psicológico y otro muy distinto el espiritual. Sin duda que sus conocimientos de Psicología le ayudarían, pero si quería ser una buena acompañante espiritual debía estudiar Teología y, sobre todo, madurar mucho interiormente.

Aquello fue muy duro para sor Susana, pero como deseaba de todo corazón ser una buena acompañante espiritual, lo aceptó y decidió ponerse en manos de su maestra de novicias.

Tras hacer los votos simples, se puso a estudiar con ahínco las diferentes materias de la Teología y a leer con gran interés las obras de los grandes maestros espirituales. Pero la priora le insistía una y otra vez en que no todo consiste en estudiar, también debía madurar espiritualmente, y eso no lo hacía, pues tenía un gran escollo: su orgullo.

La propia sor Susana era muy consciente de ello, pero no podía vencerlo, pues en su interior albergada un miedo terrible a abajarse ante sus hermanas. Sus conocimientos y sus títulos eran para ella como una alta atalaya en la que se sentía segura. La priora, que podía ver el interior de su corazón, le decía a menudo:

‒Sor Susana, estás construyendo tu vida sobre arena, sin cimientos, y en cuanto llegue un torrente, al instante te desplomarás y muy grande será tu ruina (cf. Lc 6,49). Debes abajarte y poner tu confianza en Dios.

Pero por más que luchaba sor Susana para vencer su orgullo, más lo reforzaba. Así que la priora decidió tomar una medida muy drástica: propuso al Capítulo enviarla a otro monasterio de la Federación para ver si allí podía «convertirse» realmente al Evangelio. El Capítulo decidió enviarla al monasterio más alejado, situado en una pequeña ciudad rodeada de campos de cultivo y bosques.

Sor Susana vio aquello como una intervención divina, así que fue llena de ilusión a aquel recóndito monasterio pensando que su comunidad sería capaz de ayudarla a cambiar. Pero al llegar se llevó una gran desilusión, pues pronto descubrió que aquellas monjas eran bastante decadentes: no asistían regularmente a los rezos comunitarios, salían sin motivos justificados de la clausura y a penas trabajan, pues vivían de las rentas que les proporcionaban sus fincas.

En un principio sor Susana hizo un esfuerzo por ser una monja ejemplar, pero pronto comenzó a dejarse llevar por el ambiente comunitario. Y, así, en muy poco tiempo, pasó a ser la más decadente de toda la comunidad, tanto, que al cabo de unos meses el Capítulo de aquel monasterio decidió enviarla de vuelta a su comunidad.

Esto, obviamente, supuso una gran humillación para sor Susana, y se planteó muy seriamente dejar la vida religiosa: pero seguía teniendo una profunda ilusión por ser una buena acompañante espiritual. Por ello decidió poner su destino en manos de sus hermanas.

Estando de regresó en su monasterio dijo ante el Capítulo:

‒Hermanas, salí de aquí porque soy demasiado orgullosa y resulta que estoy de regreso porque, además, no he sido capaz de ser una monja observante: ¿qué os parece que he de hacer con mi vida? ¿Creéis que merece la pena que siga intentando ser una buena religiosa?

Toda la comunidad giró la cabeza hacia la priora, pensando que ella le diría algo, pero la que rompió el silencio fue la hermana más anciana, que le dijo:

Sor Susana, yo tengo 97 años, sabes que tiempo atrás fui maestra de novicias y después priora de la comunidad, sin embargo nunca he dejado de intentar ser una buena religiosa y sé que aún me queda mucho para serlo. Por eso me siento muy identificada contigo. Por favor, te pido que te quedes. Mi corazón me dice que todo te irá bien.

El resto de las hermanas, conmovidas por aquellas palabras, asintieron.

Sor Susana se sintió perdonada y sanada por su comunidad y, sobre todo, por Dios. Así pudo vencer su orgullo, descubrió lo bien que se está «fuera de la alta atalaya» y comenzó a construir su vida sobre «Roca firme», es decir, poniendo toda la confianza en su amado Dios.

Al observar su conversión, el Capítulo le permitió hacer los votos solemnes y poco después le pidió que comenzase a desempeñar el servicio de acompañar espiritualmente a otras personas en el locutorio del monasterio. En pocos años llegó a ser una magnífica acompañante, cuya fama se extendió más allá de la diócesis. Pero aquello nunca se le subió a la cabeza, pues siempre tuvo muy presente su experiencia en aquel lejano monasterio de la Federación, y Quién fue la que la sacó del abismo. 

 Del profeta Isaías:

«Aquel día se cantará este canto en el país de Judá:
Tenemos una ciudad fuerte,
ha puesto para salvarla murallas y baluartes:

Abrid las puertas para que entre un pueblo justo,
que observa la lealtad;

su ánimo está firme y mantiene la paz,
porque confía en ti.

Confiad siempre en el Señor,
porque el Señor es la Roca perpetua»
(Is 26,1-6).

Fray Julián de Cos O.P.