En busca de la felicidad

En busca de la felicidad

Tres hijos de un rey buscan el camino de la felicidad uno como arquitecto, otro como médico y otro como ermitaño


El rey Jacobo tenía una fama bien merecida de ser un gobernante sabio y bueno. Tenía tres hijos y su mayor deseo era que fuesen realmente felices. Que gozasen de esa felicidad pura y sana de la que hablaba en sus homilías el joven Obispo, don Eladio. Aborrecía esa falsa felicidad que tanto anhelaban la mayoría de los aristócratas de su reino, que sólo buscaban poder, fama y riquezas.

Por eso, el rey Jacobo había inculcado a sus hijos desde muy pequeños que debían ser santos, pues, como decía don Eladio, esa es la verdadera vocación de toda persona. Y sólo de ese modo se alcanza la auténtica felicidad. Así que, siguiendo este consejo, los tres hijos buscaron con todo su corazón la santidad.

El hijo mayor se sintió llamado a ser arquitecto. Y tras acabar los estudios, comenzó a construir casas bellas y cómodas para los más pobres. Pero sobre todo quería construir un edificio que fuese una fuente de felicidad para todos. Y, así, tras cinco largos años de duros trabajos, logró edificar un monasterio en la cima de la montaña más bella del reino. Gracias a su bondad y sabiduría, en poco tiempo logró reunir en él una devota comunidad de monjes, y el monasterio se convirtió en un importante lugar de peregrinación, donde la gente podía encontrarse con Dios.

El segundo hijo del rey buscó la santidad estudiando medicina. Quería curar las enfermedades de todas las personas, ya fuesen ricos o pobres. Para conseguirlo estudió mucho y viajó a lejanos países para aprender de los más importantes médicos del mundo. Al regresar, con ayuda de su hermano mayor construyó un magnífico hospital al que todos podían acudir para sanarse.

El tercer hijo del rey se sintió movido a tener un corazón verdaderamente puro y bueno, sin malos sentimientos ni falsos pensamientos. Deseaba tener un corazón donde sólo habitase Dios. Para conseguirlo se fue al desierto y allí vivió con un venerable maestro espiritual durante varios años. Un buen día su maestro le dijo que ya no podía enseñarle más, pues ya había alcanzado la pureza de corazón. Y le animó a regresar. Cuando llegó a su ciudad, se puso a vivir en un profundo sótano, donde dedicaba todo su tiempo a orar por el bien del mundo.

Al cabo de unos años, los tres hijos del rey Jacobo murieron y fueron enterrados en el panteón real. Y el Obispo, don Eladio, hizo poner como epitafio las Bienaventuranzas, pues los tres fueron realmente bienaventurados, y mostraron con su ejemplo de vida que es posible vivir el Evangelio en este mundo.

Pero el rey Jacobo se encontró ante un grave problema: cualquiera de sus hijos habría sido un rey sabio y magnánimo, pero los tres habían fallecido, y a él le quedaba muy poco tiempo de vida. Por ello habló con sus consejeros sobre quién podía ser el nuevo rey. Por desgracia, no lograban dar con ningún candidato idóneo.

Entonces don Eladio, que ya era un venerable anciano, sugirió algo que gustó a todos: en lugar de buscar entre los aristócratas, que deseaban aumentar su poder, era preferible buscar entre los funcionarios más honestos, sabios y servidores. Efectivamente, aquello funcionó, entre una docena de buenos funcionarios, los consejeros eligieron a un joven que reunía las condiciones apropiadas. Y el reino tuvo largos años de paz y prosperidad.

 

Tras subir al monte, dijo Jesús a sus discípulos: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos…» (Mt 5,3).

Fray Julián de Cos O.P.