El ermitaño escultor

El ermitaño escultor

Un hombre llega a la fe contemplando la naturaleza y tras un diálogo con dos monjes católicos


Sabino había crecido en un pequeño pueblo cuyas creencias religiosas se basaban en la magia y la superstición, cosas que a él no le parecían reales. Pero algo le decía en su interior que había una Realidad superior que da sentido a todo y que es la fuente de la auténtica felicidad. Por ello decidió irse de su pueblo para vivir en medio de la naturaleza, pues intuía que ahí descubriría la esencia de esa Realidad superior.

En medio de un denso y oscuro bosque, rodeado de verdes pastizales y altas montañas, construyó una pequeña cabaña. Cerca corría un arroyo de agua fría y cristalina. Para ganarse la vida, Sabino se dedicó a esculpir pequeñas imágenes de animales y plantas para después venderlas o canjearlas en los pueblos de alrededor.

Todas las mañanas salía de su cabaña, daba un largo paseo y se sentaba en un lugar del bosque donde se limitaba a contemplar, en busca de esa Realidad superior que da sentido a todo. Observaba todo con detenimiento: los pájaros, los insectos, los animales, las plantas... Después regresaba a la cabaña y las tardes las dedicaba esculpir cuidadosamente sus bellas tallas. Era una vida muy sencilla que a Sabino le hacía feliz.

A medida que iba contemplando la naturaleza, con el lento transcurrir de las estaciones, fue percatándose de que Algo muy sabio y poderoso tenía que haberla creado. Así como él esculpía sus tallas, un Artista supremo «esculpía» la naturaleza con toda su belleza, armonía y sencillez, lo cual él trataba de plasmar en las imágenes que tallaba.

Y fue intuyendo que ese Escultor universal era bueno. Porque podía haber hecho la naturaleza fea, dañina o inhabitable, pero hizo lo contrario: creó un paraíso. Ciertamente que había serpientes venenosas, y en invierno las tormentas eran tan fuertes que tumbaban los árboles. Pero, en su conjunto, vista desde la perspectiva de un contemplativo, la naturaleza era una maravilla. Y eso se debía a la bondad de su Creador.

Poco a poco Sabino fue descubriendo el alma de esa Realidad que todo lo mueve. Contemplando por las noches el cielo estrellado, se quedaba admirado de su inmensidad y belleza. Le maravillaba la plateada luz que emitía la luna llena. Y algo en su corazón le movía a dar gracias por las estrellas, y por el sol, y por las montañas, y por cada uno de los animales y plantas que contemplaba.

Sabino se enamoró profundamente de esa Realidad superior que le permitía ser tan feliz. Y comenzó a sentirse, a su vez, amado por ella. Así como él esculpía sus imágenes con amor, se sentía profundamente amado por su sabio Escultor.

Todo iba teniendo sentido en su mente y en su corazón. «Si no es por amor, ¿por qué si no la Realidad superior habría hecho un mundo tan maravilloso?», se preguntaba mientras se deleitaba con el suave olor del bosque mojado tras la lluvia. Y reflexionándolo, en lo más profundo de su ser experimentaba cómo esa Realidad superior era, esencialmente, Amor, pues no había nada más verdadero, bello y bueno que el Amor.

Pasados muchos años, cuando Sabino ya era un anciano, llegaron a su cabaña dos hombres que se habían perdido, y él los acogió para que pasaran la noche. Hablaban con voz suave y agradable, y eran de sonrisa fácil. Iban vestidos con unos hábitos viejos y remendados. Le dijeron que eran dos monjes que habían sido enviados a fundar en aquella comarca un monasterio. Todo eso le sonaba extrañísimo a Sabino. Nunca había oído hablar de cosas así, y sentía mucha curiosidad, por lo que pasaron toda la noche conversando a la luz de una vela, mientras se oían de fondo los misteriosos sonidos del bosque.

Los monjes, viendo que Sabino era un sencillo pagano a quien no se le había anunciado el Evangelio, comenzaron a hablarle de Cristo. Aquel viejo les escuchaba con sumo interés, pues veía que todo lo que le contaban encajaba perfectamente con lo que él había descubierto contemplando la naturaleza. Y no sólo encajaba, además le ayudaba a dar sentido al gran amor que él sentía por la Realidad superior, a la que los monjes llamaban «Dios». Y, desde su experiencia interior, entendió perfectamente algo muy importante que los monjes le dijeron: «Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo unigénito para que todo el que crea en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

Sabino estaba tan contento, que pidió a los monjes que se quedaran con él varios días, lo cual ellos aceptaron con sumo gusto, porque en aquel lugar se sentían muy bien. Sabino les invitó a contemplar los lugares más bellos y recónditos del bosque y les mostró sus esculturas. Y los monjes, a su vez, le invitaban a compartir con ellos su oración.

Al cabo de una semana, Sabino suplicó a los monjes que le bautizaran, porque quería llenarse del Espíritu de Dios. Y así lo hicieron en el arroyo, en una mañana templada y soleada. Durante la celebración del sacramento no bajó ninguna paloma, pero sí se oía el hermoso canto de un ruiseñor y una suave brisa mecía las hojas de los sauces.

Esa misma tarde, después de cenar, en la conversación surgió una pregunta importante:

Sabino, ¿sabes de algún lugar cercano donde podamos construir un pequeño monasterio? Debe estar resguardado del viento del norte, tener agua corriente y campos donde poder cultivar, pastorear y coger leña.

La respuesta de Sabino fue rápida y contundente:

Aquí mismo. Estos terrenos pertenecen a un patricio amigo mío. Estoy seguro de que sería un honor para él cedéroslo para vuestra santa comunidad.

En el rezo de Completas leyeron este pasaje del Apocalipsis:

«Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21,1-2).

Fray Julián de Cos O.P.