El Buen Pastor

El Buen Pastor

Dice Jesús en el Evangelio según san Mateo: «Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré» (Mt 11,28).


La parroquia de don Pablo tenía fama por lo bien que estaba gestionada. Abarcaba los pueblos de la comarca más norteña de la diócesis. Don Pablo había conseguido que todos aquellos pueblos formasen realmente una entidad eclesial. Le ayudaban dos ancianos sacerdotes que vivían con él en la casa parroquial del pueblo más importante de la comarca.

Todas las actividades parroquiales estaban perfectamente coordinadas: la celebración de los sacramentos, las catequesis de niños y jóvenes, la ayuda de Cáritas, los coros, los cursos de Teología para adultos, etc. Además, había conseguido reparar las graves deficiencias estructurales que aquejaban a varias iglesias y en todas había instalado calefacción para sobrellevar los duros inviernos. Gracias a su mucho esfuerzo y tesón, don Pablo se había convertido en una referencia como buen gestor.

Pero todo cambió cuando, al comienzo de la primavera, apareció en la comarca un vagabundo que se instaló en una casa medio derruida que había a las afueras del pueblo donde vivía don Pablo. Era un hombre mayor, delgado, con una poblada barba blanca y muy poco pelo en la cabeza. Don Pablo no le dio mucha importancia, hasta que vio que aquel vagabundo comenzó a confraternizar con sus feligreses y estos acudían a él para hablar y pedirle consejo.

 Aquello le dejó un poco descolocado. No sabía qué hacer. Él nunca tuvo un gran don de gentes, y si ya le costaba charlar con sus parroquianos, mucho más difícil le resultaba dirigirse a aquel vagabundo que tanto impacto había causado entre ellos. Por eso prefirió mantenerse al margen, esperando que pronto se fuera de la comarca.

Un día, se llevó un gran disgusto cuando algunos parroquianos le contaron que iban a visitar al vagabundo a su maltrecha vivienda y no sólo le ayudaban a reconstruirla, además le llevaban periódicamente comida para que no se fuera. Además, sus feligreses más allegados comenzaron a hablar a don Pablo de las grandes virtudes de aquel vagabundo y de los buenos consejos que les daba.

Nuestro párroco se vino definitivamente abajo cuando en un Consejo parroquial surgió el tema del vagabundo y alguien dijo:

‒Una persona así es lo que nos hacía falta en la comarca, por eso debemos dar gracias a Dios y hacer lo posible para que nunca se vaya.

Todos asintieron… menos don Pablo, que con el corazón sumido en la tristeza, apretó los dientes y miró hacia abajo.

Dada la situación, don Pablo fue a la capital a pedirle consejo al Obispo, y éste le recomendó encarecidamente que fuera a visitar al vagabundo para conocerle. Así que, a su regreso a la comarca, se armó de valor y emprendió el camino hacia la casa donde vivía el vagabundo. Ésta se hallaba en la ladera de la montaña que protege al pueblo de los fríos vientos del norte. Estaba en una pequeña pradera que se abría en medio de un tupido bosque de robles. Era un lugar muy hermoso. Aquella tarde el sol resplandecía en lo alto del cielo, soplaba una tibia brisa y se oía el cantar de los pájaros. Al llegar, don Pablo vio que la casa estaba bastante bien arreglada y que al lado había una pequeña huerta.

No hizo falta que llamase a la puerta, pues el vagabundo salió súbitamente de entre la espesura del bosque y fue derecho a darle la bienvenida. Le invitó a que tomara asiento a la sombra de un frondoso fresno y de modo espontáneo entablaron una agradable conversación que duró toda la tarde. Al anochecer, don Pablo se despidió cordialmente y tomó el camino de regreso. Sentía su corazón lleno de una paz y una felicidad indescriptibles. Así que al cabo de unos días volvió a subir a casa del anciano vagabundo. Y lo mismo hizo más veces, hasta que pronto se convirtió en una costumbre.

Al cabo de un mes, don Pablo le abrió su corazón al vagabundo y le habló del esfuerzo que le suponía gestionar las parroquias de la comarca, del disgusto que se llevó cuando vio lo mucho que sus parroquianos le valoraban a él, a pesar de ser un vagabundo recién llegado, y de cómo el Obispo le animó a conocerle.

Entonces aquel anciano le dio a don Pablo una lección que cambiaría toda su vida. Con voz suave, le dijo:

‒Lo que cualquier persona más desea de nosotros es sentirse querida. Y para ello debemos ofrecerle nuestra cercanía, cariño y consuelo. La gestión es importante, no cabe duda, pero el amor lo es mucho más. Más que un buen gestor, su parroquia necesita un buen pastor. Porque está compuesta de personas y todas tienen un corazón.

Y añadió:

‒Don Pablo, Dios le ha dado la vocación más hermosa del mundo, no la desperdicie.

Tras aquella conversación, nuestro párroco bajó a su casa meditando lo que el vagabundo le había dicho. Recordó que en sus tiempos de seminarista ya se lo habían dicho, pero entonces no llegó a asimilarlo. Ahora aquel sabio anciano le había ayudado a hacerlo.

Al día siguiente fue a la capital para contarle lo ocurrido a su Obispo y éste le recomendó que hiciera un mes de retiro espiritual en un monasterio, pues necesitaba recolocar muchas cosas en su interior. Don Pablo accedió, hizo el mes de retiro, y a su regreso se dirigió a la casa del anciano. Pero estaba vacía. Con gran tristeza, los parroquianos le comunicaron que la semana anterior el vagabundo les dijo que ya no les era necesario y se despidió de ellos para siempre.

El Consejo parroquial decidió unánimemente convertir aquella casa en una ermita dedicada a la Virgen. También acordaron que todos los años celebrarían en primavera una romería en aquella ermita para dar gracias a Dios por haberles enviado aquel «santo».

Don Pablo pasó a ser un sacerdote cercano y cariñoso. Se ganó el corazón de sus parroquianos y, pasados unos años, fue nombrado Obispo de una diócesis cercana para que en ella pudiera ejercer una buena labor pastoral.

Fray Julián de Cos O.P.